Cecilia entró en su cuarto de baño, donde John-Paul estaba cepillándose los dientes. Tomó el cepillo de dientes, puso dentífrico y empezó a cepillarse, sin cruzar la mirada con él a través del espejo.
De pronto se detuvo.
—Tu madre lo sabe.
John-Paul se inclinó sobre el lavabo y escupió.
—¿A qué te refieres?
Se incorporó, se pasó la toalla de manos por la boca y volvió a dejarla en el toallero de modo tan chapucero que parecía que se hubiera propuesto con intención deliberada no ponerla bien en su sitio.
—Lo sabe —repitió Cecilia.
Él se giró.
—¿Se lo has dicho tú?
—No, yo…
—¿Por qué ibas a hacerlo?
Tenía el rostro demudado. Parecía más atónito que enfadado.
—John-Paul, no se lo he dicho yo. Le dije que Rachel iba a venir a la fiesta de Polly y me preguntó qué te parecía a ti. Entonces me di cuenta.
John-Paul relajó los hombros.
—Son imaginaciones tuyas.
Parecía muy seguro. Cuando mantenían una discusión sobre cualquier tema, mostraba tal seguridad que siempre tenía razón él y ella estaba equivocada. Nunca contemplaba la posibilidad de que pudiera estar él descaminado, y eso la sacaba de quicio. Hizo esfuerzos por contener el impulso casi irresistible de darle una bofetada.
Ese era el problema. Ahora todos sus defectos eran más evidentes. Una cosa era que un marido y padre considerado y respetuoso con la ley tuviera fallos: cierta inflexibilidad que afloraba en el momento menos oportuno, algún que otro (igualmente inoportuno) acceso de ira, su frustrante tozudez en las discusiones, el desorden y la pérdida continua de objetos personales; todos ellos inofensivos e incluso normales, pero otra cosa bien distinta era cuando estos fallos pertenecían a un asesino y parecían importar mucho más, incluso definirlo.
Sus cualidades las consideraba ahora irrelevantes y probablemente fraudulentas: una identidad falsa. ¿Cómo iba a poder mirarlo ella de la misma manera? ¿Cómo iba a poder seguir queriéndolo? No lo conocía. Había estado enamorada de una ilusión óptica. Los ojos azules que la miraban con ternura, pasión y risa eran los mismos que Janie había visto en los terribles momentos que precedieron a su muerte. Aquellas fuertes y queridas manos que habían acariciado las suaves y frágiles cabecitas de sus hijas recién nacidas eran las mismas con las que había estrangulado a Janie.
—Tu madre lo sabe —insistió—. Reconoció el rosario por las fotografías de los periódicos. Lo que vino a decirme era que una madre haría cualquier cosa por sus hijos y que yo debería hacer lo mismo por las mías y fingir como si no hubiera pasado nada. Fue repulsivo. «Tu madre es repulsiva».
Decir eso equivalía a traspasar una barrera. John-Paul no llevaba muy bien las críticas a su madre. Cecilia solía tenerlo en cuenta, aun a pesar suyo.
John-Paul se sentó en el borde de la bañera, tirando al suelo de paso la toalla de las manos.
—¿De verdad crees que lo sabe?
—Sí —dijo Cecilia—. Quién lo iba a decir. El niño bonito de mamá se va de rositas de un asesinato.
John-Paul parpadeó y Cecilia estuvo a punto de disculparse, pero recordó que no se trataba de un desacuerdo sobre cómo poner el lavaplatos. Ahora las reglas habían cambiado. Podía cabrearse todo lo que quisiera.
Volvió a tomar el cepillo de dientes y se puso a lavárselos con movimientos bruscos y mecánicos. Su dentista le había dicho la semana pasada que se los cepillaba demasiado fuerte, destruyendo el esmalte. «Sostenga el cepillo de dientes con la punta de los dedos, como si fuera un arco de violín», le dijo al tiempo que le hacía el gesto. Ella comentó que no sabía si comprarse un cepillo de dientes eléctrico, pero él le contestó que no le convencían mucho, solo en el caso de personas mayores y con artritis, y Cecilia le había hablado de la sensación de limpieza que dejaban y, oh, aquello había sido importante de verdad, se había empleado a fondo en aquella conversación sobre el cuidado de los dientes hacía tan solo una semana.
Se enjuagó, escupió, dejó el cepillo de dientes, recogió la toalla que John-Paul había tirado al suelo y volvió a ponerla en el toallero.
Miró de reojo a John-Paul. Él se estremeció.
—Tu forma de mirarme ahora —dijo— es… —Se interrumpió y dio un suspiro entrecortado.
—¿Qué esperabas? —replicó Cecilia asombrada.
—Lo siento mucho. Siento mucho que tengas que pasar por esto. Hacerte parte del problema. Qué idiota fui al escribir esa carta. Pero sigo siendo yo, Cecilia. Te lo prometo. Por favor, no pienses que soy un monstruo malvado. Tenía diecisiete años, Cecilia. Cometí un error terrible, terrible.
—Que nunca has pagado —recordó Cecilia.
—Ya lo sé. —La miró directamente a los ojos—. Eso ya lo sé.
Permanecieron unos momentos en silencio.
—¡Mierda! —Cecilia se dio una palmada en la frente—. Joder.
—¿Qué pasa?
John-Paul se echó para atrás. Ella nunca decía palabrotas. Era como si todos esos años hubiera ido almacenando palabrotas en un recipiente Tupperware que ahora se había abierto, dejando escapar todas aquellas palabras frescas y crujientes que estaban en perfecto estado, listas para ser utilizadas.
—Sombreros de Pascua —dijo—. Polly y Esther necesitan unos jodidos sombreros de Pascua para mañana por la mañana.