CAPÍTULO TREINTA Y UNO

—Me acuerdo de Felicity —dijo Connor—. Era divertida. Ingeniosa. Un poco asustadiza.

Se habían instalado en la cama de Connor. Un colchón corriente de tamaño grande con unas sencillas sábanas de algodón. (Había olvidado lo que le gustaban unas buenas sábanas, como en los hoteles). Connor había recalentado unas sobras de pasta de la noche pasada y estaban comiendo en la cama.

—Podíamos ser civilizados y sentarnos a la mesa —había sugerido Connor—. Puedo hacer una ensalada. Sacar manteles individuales.

—Quedémonos aquí —pidió Tess—. Podría empezar a sentirme mal por lo que ha pasado.

—Buena razón —había dicho Connor.

La pasta estaba deliciosa. Tess comió con apetito. Tenía la misma sensación de voracidad que cuando Liam era bebé y se pasaba la noche levantada dándole el pecho. Solo que, en vez de una noche amamantando inocentemente a su hijo, había mantenido dos encuentros sexuales escandalosos y muy satisfactorios con un hombre que no era su marido. Debería haber perdido el apetito, no recuperarlo.

—De modo que tu marido y ella están teniendo una aventura —continuó Connor.

—No —dijo Tess—. Se han enamorado. Es todo puro y romántico.

—Eso es horrible.

—Ya lo sé. No lo descubrí hasta el lunes y aquí estoy. —Señaló la habitación y su cuerpo desnudo con el tenedor. (No llevaba más que una camiseta que le había sacado Connor de la cómoda antes de irse a hacer la pasta; olía a limpio).

—Comiendo pasta —terminó Connor.

—Una pasta excelente —ratificó Tess.

—¿No era Felicity muy…? —Connor buscaba la palabra adecuada—. No sé cómo decirlo sin parecer… ¿No era Felicity muy robusta?

—Tenía obesidad mórbida —dijo Tess—. Lo digo porque este año ha adelgazado cuarenta kilos y se ha puesto muy guapa.

—Ah —dijo Connor; y después de una pausa—: ¿Qué crees que va a pasar?

—No tengo ni idea —confesó Tess—. Hasta hace una semana pensaba que mi matrimonio era bueno. Como el mejor matrimonio. Y entonces me lo anunciaron. Me quedé anonadada. Y aún lo estoy. Pero, mírame bien, a los tres días. Dos, en realidad, ya estoy con un exnovio… comiendo pasta.

—A veces pasan esas cosas —repuso Connor—. No te preocupes.

Tess se acabó la pasta y pasó el dedo por el cuenco.

—¿Por qué estás soltero? Sabes cocinar, sabes hacer otras cosas —dijo señalando a la cama— muy bien.

—He estado esperándote todos estos años. —Se había puesto serio.

—No es verdad —negó Tess; frunció el ceño—. Que no, que no es verdad.

Connor le quitó el cuenco vacío, lo puso dentro del suyo y dejó ambos en la mesilla. Luego apoyó la cabeza en la almohada.

—La verdad es que sí te eché de menos durante un tiempo —reconoció.

La alegría de Tess empezó a disiparse.

—Lo siento, no tenía ni idea…

—Tess —le interrumpió Connor—. Tranquila. Ocurrió hace mucho y tampoco salimos tanto tiempo. Fue la diferencia de edad. Yo era un contable aburrido y tú eras joven y con ganas de aventura. Pero a veces me he preguntado qué podría haber pasado.

Tess nunca se lo había preguntado. Ni una sola vez. Apenas si había pensado en Connor.

—Entonces, ¿nunca te has casado? —preguntó.

—Viví con una mujer varios años. Una abogada. Los dos buscábamos compañía y me figuro que también matrimonio. Pero entonces murió mi hermana y todo cambió. Me ocupé de Ben. Perdí el interés por la contabilidad casi a la vez que Antonia perdía el interés por mí. Entonces decidí sacarme el título de Educación Física.

—Pues sigo sin entenderlo. Hay un padre soltero en el colegio de Liam en Melbourne. Las mujeres se lanzan sobre él. Es un poco violento verlo.

—Bueno —admitió Connor—. Yo nunca he dicho que no se lanzaran sobre mí.

—Entonces, ¿has estado saliendo con muchas chicas todos estos años? —preguntó Tess.

—Más o menos. —Fue a decir algo y se interrumpió.

—¿Qué?

—No. Nada.

—Sigue.

—Iba a reconocer algo.

—¿Algo picante? —imaginó Tess—. No te preocupes. Me he vuelto muy abierta de mente desde que mi marido sugirió que viviera en la misma casa con él y su amante.

Connor respondió con una sonrisa comprensiva.

—No es muy picante. Iba a decir que he estado viendo al psicólogo este último año. He estado, como suele decirse, «tratándome» cierto asunto.

—Oh —dijo Tess cautelosa.

—No pongas esa cara de preocupación —pidió Connor—. No estoy loco. Había unos cuantos temas que necesitaba… zanjar.

—¿Temas serios? —preguntó Tess, no muy convencida de querer saberlo.

Aquello era un paréntesis entre tanto tema serio, una escapada loca. Estaba aflojando la presión. (Se daba cuenta de que estaba tratando de definirlo, explicarlo de un modo que lo hiciera aceptable. Tal vez estuviera a punto de aflorar el odio hacia sí misma).

—Cuando salimos —dijo Connor—, ¿te conté alguna vez que había sido la última persona que vio viva a Janie Crowley, la hija de Rachel Crowley?

—Ya sé quién es —dijo Tess—. Estoy segura de que nunca me lo contaste.

—En realidad, sé que no te lo conté —dijo Connor—, porque jamás se lo dije a nadie. No lo sabía nadie. Salvo la policía. Y la madre de Janie. A veces creo que Rachel Crowley piensa que fui yo. Me mira de un modo tan intenso.

Tess sintió un escalofrío. Había asesinado a Janie Crowley y ahora iba a matarla a ella y entonces todo el mundo sabría que se había valido del romántico lío de su marido como excusa para meterse en la cama de un exnovio.

—¿Fuiste tú? —preguntó.

Connor dio un respingo, como si ella lo hubiera abofeteado.

—¡Tess! ¡No! ¡Por supuesto que no!

—Lo siento. —Tess se recostó en la almohada. Por supuesto que no había sido él.

—Dios, ¿cómo has podido creer…?

—Lo siento, lo siento. ¿Era amiga tuya Janie? ¿Novia?

—Quise que fuera mi novia —dijo Connor—. Yo estaba muy colado por ella. Venía a mi casa al salir de clase, lo hacíamos en mi cama y entonces yo me ponía serio y enfadado y decía: «De acuerdo, esto quiere decir que eres mi novia». Ansiaba que nos comprometiéramos. Lo quería todo firmado y sellado. Mi primera novia. Solo que ella se lo tomaba a broma y no hacía más que decir: «Bueno, no lo sé, me lo tengo que pensar». Yo estaba volviéndome loco y entonces, la mañana del día en que murió, me contó que ya se había decidido. Estaba en el bote, por así decirlo. Yo era el afortunado. Me había tocado la lotería.

—Lo siento mucho, Connor —repuso Tess.

—Vino a casa por la tarde y comimos pescado con patatas fritas en mi cuarto y nos besamos durante un montón de horas, y luego la llevé a la estación de ferrocarril y a la mañana siguiente oí por la radio que habían encontrado a una chica estrangulada en el parque de Wattle Valley.

—Dios mío —exclamó Tess por decir algo.

Estaba desconcertada, como cuando su madre y ella habían estado con Rachel Crowley el otro día, rellenando los formularios de la matrícula de Liam en la misma mesa que ella, sin poder dejar de pensar: «Su hija fue asesinada». No podía relacionar lo que Connor le había contado con nada que le hubiera ocurrido a ella en su vida, y por eso se sentía incapaz de hablar con él con normalidad, hasta que dijo:

—No puedo creer que no me lo contaras cuando estuvimos juntos.

Aunque, bien mirado, ¿por qué tenía que contárselo? Solo habían salido juntos seis meses. Ni siquiera los matrimonios se lo cuentan todo. Ella nunca le había dicho a Will que le habían diagnosticado fobia social. Solo de pensarlo se le encogían de vergüenza los dedos de los pies.

—Viví varios años con Antonia antes de contárselo —dijo Connor—. Se lo tomó mal. Hablamos más de lo mal que se sentía ella que de lo ocurrido. Creo que probablemente acabamos rompiendo por eso. Por mi incapacidad para compartir.

—Supongo que a las chicas les gusta saberlo todo —admitió Tess.

—Hay una parte de la historia que nunca le conté a Antonia —dijo Connor—. No se lo confesé nunca a nadie hasta que se lo solté… a la psicóloga. Mi loquera.

Hizo una pausa.

—No tienes por qué contármelo —protestó Tess noblemente.

—De acuerdo, vamos a hablar de otra cosa —dijo Connor.

Tess le dio un manotazo.

—Mi madre mintió por mí —admitió Connor.

—¿Qué quieres decir?

—Nunca tuviste el placer de conocer a mi madre, ¿verdad? Murió antes de que tú y yo nos conociéramos.

Un nuevo recuerdo de su época con Connor emergió a la superficie. Le había preguntado por sus padres y él había dicho: «Mi padre me abandonó cuando yo era un bebé. Mi madre murió cuando yo tenía veintiún años. Era una alcohólica. Eso es todo lo que tengo que decir sobre ella». «Los problemas de las madres son como para salir corriendo», dictaminaba Felicity cuando Tess sacaba esta conversación a relucir.

—Mi madre y su novio contaron a la policía que yo estuve con ellos en casa esa noche desde las cinco. Y no fue así. Estuve solo en casa. Ellos habían salido a emborracharse por ahí. Nunca les pedí que mintieran por mí. Pero mi madre lo hizo sin pensar. Automáticamente. Y le encantó mentir a la policía. Cuando ya se marchaban, me hizo un guiño mientras les abría la puerta. ¡Me guiñó el ojo! Como si fuéramos cómplices. Me hizo sentir como si yo lo hubiera hecho. Pero ¿qué podía hacer? No podía decirles que mi madre había mentido por mí, porque daría a entender que ella creía que yo tenía algo que ocultar.

—¿No creerás en serio que ella pensó que tú lo habías hecho? —preguntó Tess.

—Cuando se fue la policía levantó un dedo hacia mí y dijo: «Connor, cariño, no quiero saberlo», como si estuviera en una película, y yo repliqué: «Mamá, yo no he sido» y ella respondió: «Ponme un vino, cariño». A partir de aquello, cada vez que se ponía como una cuba me decía: «Me debes una, bastardo desagradecido». Eso me producía un sentimiento permanente de culpa. Como si hubiera sido yo. —Se estremeció—. En fin. Me hice mayor. Mi madre murió. No volví a hablar de Janie. Ni siquiera me permití pensar en ella. Y luego mi hermana murió y me quedé con Ben, y nada más obtener el título de profesor me ofrecieron empleo en el Santa Ángela. Ni siquiera sabía que la madre de Janie estaba trabajando allí hasta mi segundo día de trabajo.

—Debe de resultar extraño.

—No nos cruzamos muy a menudo. Al principio intenté hablar de Janie con ella, pero me dejó claro que no tenía ningún interés en charlar conmigo. Bueno, me he puesto a contarte todo esto porque me has preguntado por qué estaba soltero. Mi muy cara terapeuta piensa que he estado saboteando subconscientemente las relaciones porque creo que no merezco ser feliz, debido al sentimiento de culpa por algo que en realidad no le hice a Janie. —Sonrió a Tess con expresión avergonzada—. Conque ya ves. Estoy muy tocado. No soy el vulgar contable convertido en profesor de Educación Física que tú pensabas.

Tess tomó su mano entre las suyas, entrelazando los dedos. Miró sus manos unidas, impresionada por el hecho de que fueran las manos de otro hombre, a pesar de que momentos antes había estado haciendo cosas que la mayoría de la gente consideraría mucho más íntimas.

—Lo siento.

—¿Por qué lo sientes?

—Lo siento por Janie. Y por la muerte de tu hermana. —Hizo una pausa—. Y siento de veras el modo en que rompí contigo.

Connor le hizo la señal de la cruz sobre la cabeza.

—Yo te absuelvo de tus pecados, hija mía. O como se diga. Ha pasado mucho desde la última vez que me confesé.

—Lo mismo digo —reconoció Tess—. Se supone que debías imponerme una penitencia antes de absolverme.

—Oh, se me ocurren algunas, nena.

Tess se rio. Le soltó las manos.

—Debo irme.

—Te he asustado con todos mis «asuntos» —dijo Connor.

—No, lo que pasa es que no quiero que mi madre se preocupe. Se queda levantada. Además, no he avisado de que llegaría tan tarde. —De pronto recordó el motivo por el que habían quedado—. Oye, no hemos hablado de tu sobrino. ¿Querías que le diera alguna orientación profesional?

Connor sonrió.

—Ben ya tiene trabajo. Era una excusa para verte.

—¿Ah, sí?

Tess notó una oleada de felicidad. ¿Había algo mejor que sentirse deseada? ¿No era lo que todo el mundo necesitaba?

—Pues sí.

Se miraron el uno al otro.

—Connor… —empezó ella.

—No te preocupes —se adelantó él—. No me hago ilusiones. Sé exactamente lo que significa esto.

—¿Qué significa? —preguntó Tess con interés.

Él hizo una pausa.

—No estoy seguro. Lo hablaré con mi terapeuta y te lo cuento.

Tess se rio.

—Ahora sí que debo irme —repitió.

Pero pasó media hora hasta que volvió a vestirse.