Cecilia se sentó en el sofá al lado de Esther a ver vídeos de YouTube de la fría y despejada noche de noviembre de 1989 en que cayó el Muro de Berlín. Estaba empezando a obsesionarse con el Muro. Una vez que la madre de John-Paul se hubo marchado, Cecilia continuó sentada en la mesa de la cocina leyendo uno de los libros de Esther hasta que llegó la hora de ir a recoger a las niñas al colegio. Tenía muchas cosas pendientes —pedidos de Tupperware, preparativos del Domingo de Pascua, la fiesta de piratas—, pero leer sobre el Muro era una buena forma de fingir que no estaba pensando en lo que estaba pensando en realidad.
Esther estaba tomando leche caliente. Cecilia, su tercera —¿o cuarta?— copa de sauvignon blanco. John-Paul escuchaba a Polly hacer su lectura. Isabel, sentada ante el ordenador del salón, se descargaba música en el iPod. La casa era una acogedora burbuja iluminada de vida doméstica. Cecilia olfateó. El aroma del aceite de sésamo parecía haberse colado hasta el último rincón de la casa.
—Mira, mamá. —Esther le dio un codazo.
—Estoy mirando —dijo Cecilia.
Los recuerdos de Cecilia sobre la cobertura de la noticia en 1989 eran más tumultuosos. Recordaba una multitud de gente bailando encima del Muro, con el puño levantado. ¿No salió David Hasselhoff cantando en algún momento? Pero en las cintas que Esther había encontrado había una calma extraña y fantasmagórica. Las personas que pasaban desde Berlín Oriental parecían apaciblemente asombradas, excitadas, a la vez que tranquilas, saliendo en filas muy ordenadas. Al fin y al cabo eran alemanes. Del estilo de Cecilia. Hombres y mujeres con peinados de los ochenta que bebían champán a morro, empinando el codo y sonriendo a las cámaras. Gritaban, se abrazaban, lloraban, tocaban el claxon de los coches, pero todo dentro de un orden y un gran comedimiento. Incluso quienes derribaban el Muro a mazazos parecían hacerlo con júbilo contenido, no con furia desatada. Cecilia vio a una mujer de su edad bailar en círculos con un hombre barbudo con chaqueta de cuero.
—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó Esther.
—Porque se les ve muy felices.
Porque habían sufrido algo inaceptable. Porque esa mujer probablemente había pensado, como otros muchos, que el Muro acabaría cayendo, pero que ella no lo vería, y, sin embargo, lo había visto y se había puesto a bailar.
—Qué raro que llores siempre con las cosas felices —dijo Esther.
—Ya lo sé —admitió Cecilia.
Los finales felices siempre la hacían llorar. Por el alivio.
—¿Quieres una taza de té? —preguntó John-Paul levantándose de la mesa del comedor donde Polly había acabado de leer. Miró a Cecilia con inquietud. Ella llevaba toda la noche notando sus miradas tímidas y solícitas. La estaban volviendo loca.
—No —contestó secamente, sin mirarlo, aunque notó la cara de perplejidad de sus hijas—. No quiero una taza de té.