Rachel había pensado que iban a decirle que estaban esperando otro bebé. Eso era lo que lo hacía mucho peor. En cuanto entraron en casa supo que se trataba de una noticia importante. Tenían la expresión afectada y petulante de quienes están a punto de hacer que te sientes a escuchar.
Rob había estado hablando más de lo normal. Lauren había estado hablando menos de lo normal. El único que se había comportado con normalidad había sido Jacob, correteando por la casa de acá para allá, abriendo armarios y cajones donde sabía que Rachel guardaba tesoros de juguetes y cosas que pensaba que podrían interesarle.
Por supuesto, Rachel nunca había preguntado a Lauren o Rob si tenían algo que quisieran contarle. No era de esa clase de abuelas. Se esmeraba en ser la suegra perfecta cuando Lauren la visitaba: atenta pero sin ser empalagosa, interesada, pero sin ser fisgona. Jamás criticaba ni hacía la menor sugerencia sobre Jacob, ni siquiera a Rob cuando estaba solo, porque sabía lo mal que le sentaría a Lauren oír: «Mi madre dice…». No era fácil. Una incesante corriente de sugerencias fluía silenciosamente por su cabeza, como esas tiras de noticias que pasan por la parte de debajo de la televisión en la CNN.
Para empezar, ¡al chico le hacía falta un corte de pelo! ¿Acaso estaban ciegos como para no ver que Jacob no hacía más que apartarse el pelo de los ojos? Además, el tejido de esa horrible camisa de Thomas the Tank era demasiado áspero para su piel. Si la llevaba el día que se quedaba con él, se la quitaba inmediatamente y le ponía una buena camiseta vieja, y luego volvía a vestirle en cuanto los sentía acercarse por el camino de entrada.
Pero ¿de qué le habían servido todas sus atenciones de suegra comedida? Podía perfectamente haber sido una suegra horrible. Porque se iban y se llevaban a Jacob con ellos, como si estuvieran en su derecho, como efectivamente así era, al menos técnicamente.
No había nuevo niño. Le habían ofrecido un trabajo a Lauren. Un trabajo maravilloso en Nueva York. Era un contrato de dos años. Se lo dijeron en la mesa mientras tomaban el postre (flan de crema de manzana Sara Lee y helado). A juzgar por su júbilo, podría pensarse que le habían ofrecido a Lauren un trabajo en el mismísimo paraíso.
Jacob estaba sentado en el regazo de Rachel cuando se lo dijeron, el cuerpecito sólido y macizo fundido con el suyo con la divina flojera de un niño pequeño cansado. Rachel aspiraba el aroma de sus cabellos, con los labios contra la suave depresión en el centro de su cuello.
La primera vez que tuvo a Jacob en brazos y puso los labios en su tierna y frágil cabecita, se había sentido revivir, como una planta mustia cuando la riegan. Su olor a recién nacido le había llenado los pulmones de oxígeno. Había notado que se le enderezaba la columna vertebral, como si alguien le hubiera quitado al fin una pesada carga que se hubiera visto obligada a llevar durante años. Cuando salió al aparcamiento del hospital había podido volver a ver el mundo de colores.
—Esperamos que vengas a visitarnos —dijo Lauren.
Lauren era una «mujer de carrera». Trabajaba en el Commonwealth Bank en un puesto muy destacado, estresante e importante. Ganaba más que Rob. Esto no era un secreto. De hecho, Rob parecía orgulloso de ello, y lo sacaba a colación más de lo necesario. Si Ed hubiera oído a su hijo presumir del salario de su mujer, habría preferido que se lo tragara la tierra, conque menos mal que…, bueno, ya se lo había tragado la tierra.
Rachel también había trabajado en el Commonwealth Bank antes de casarse, aunque esta coincidencia nunca había salido a relucir en sus conversaciones sobre el trabajo de Lauren. Rachel no sabía si su hijo había olvidado ese dato de la vida de su madre, no lo había sabido nunca o simplemente no le parecía interesante. Por supuesto, Rachel se daba perfecta cuenta de que su modesto trabajo en el banco, que dejó nada más casarse, no guardaba ninguna semejanza con la «ascendente carrera» de Lauren. En realidad, Rachel no podía ni imaginar lo que hacía Lauren a diario. Lo único que sabía era que se trataba de algo relacionado con la «gestión de proyectos».
Cabría pensar que alguien tan competente en la gestión de proyectos podría gestionar sin problemas el proyecto de hacer la mochila de Jacob cuando iba a pasar la noche, pero por lo visto no era así. Lauren siempre parecía olvidar algo esencial.
Se acabaron las noches con Jacob. Y la hora del baño. Y los cuentos. Y los bailes al son de los Wiggles en el cuarto de estar. Era como si se estuviera muriendo. Tuvo que recordarse a sí misma que todavía estaba vivo, sentado en su regazo.
—¡Sí, tienes que venir a vernos a Nueva York, mamá!
Sonó como si ya tuviera acento americano. Le brilló la dentadura al sonreír a su madre. Aquella dentadura les había costado una fortuna a Ed y Rachel. La sólida dentadura de teclado de piano cuadraba perfectamente con América.
—¡Hazte tu primer pasaporte, mamá! Incluso podrías ver un poco de Estados Unidos si quisieras. Hacer uno de esos recorridos en autobús. O, ya lo sé, ¡viajar en crucero por Alaska!
A veces ella se preguntaba si, de no haber estado divididas sus vidas por un gran muro —antes y después del 6 de abril de 1984—, Rob habría crecido de forma distinta. No tan incorregiblemente optimista, no tan parecido a un agente de la propiedad inmobiliaria. Claro que teniendo en cuenta que era agente de la propiedad inmobiliaria, no tenía nada de raro que se comportara como tal.
—Quiero hacer un crucero por Alaska —anunció Lauren poniendo una mano encima de la de Rob—. Siempre me he imaginado a los dos haciendo uno cuando seamos viejos y canosos.
Acto seguido tosió, probablemente porque se dio cuenta de que Rachel era vieja y canosa.
—Sería interesante, desde luego. —Rachel dio un sorbo al té—. Quizá algo fresco.
¿Estaban locos? Rachel no quería hacer un crucero por Alaska. Quería sentarse al sol en las escaleras de atrás y hacer pompas de jabón para Jacob y verlo reír. Quería verlo crecer semana a semana.
Y deseaba que tuvieran otro niño. Pronto. ¡Lauren tenía treinta y nueve años! La semana pasada Rachel le había dicho a Marla que ya era hora de que Lauren tuviera otro niño. En estos tiempos se tienen tarde, le contestó esta. Pero eso había sido cuando secretamente pensaba que se lo iban a anunciar en cualquier momento. De hecho, había estado haciendo planes para el segundo niño (como una suegra corriente y entrometida). Había decidido jubilarse cuando llegara el niño. Le encantaba su trabajo en el Santa Ángela, pero dentro de dos años cumpliría los setenta (¡setenta!) y ya se notaba fatigada. Con cuidar a dos niños dos días a la semana tendría bastante. Se había hecho a la idea de que ese era su futuro. Casi podía notar el peso del nuevo niño en los brazos.
¿Por qué no quería otro niño la condenada chica? ¿No quería darle un hermano o una hermana a Jacob? ¿Qué tenía de particular Nueva York, con tantos pitidos de claxon y vapor saliendo extrañamente por los agujeros del alcantarillado? Por el amor de Dios, la chica había vuelto a trabajar tres meses después del nacimiento de Jacob. Tampoco representaba tanto inconveniente para ella tener un niño.
Si esa mañana alguien hubiera preguntado a Rachel por su vida, hubiera respondido que se sentía plena y satisfecha. Cuidaba a Jacob lunes y viernes, y el resto del tiempo él iba a la guardería mientras Lauren estaba sentada en su mesa de trabajo de la ciudad, gestionando sus proyectos. Cuando Jacob estaba en la guardería Rachel trabajaba de secretaria en el colegio Santa Ángela. Tenía su trabajo, sus plantas, su amiga Marla, su pila de libros de la biblioteca y dos valiosos días a la semana con su nieto. Además, Jacob se quedaba a menudo a dormir con ella los fines de semana, para que sus padres pudieran salir. A los dos les gustaba ir a buenos restaurantes, al teatro y a la ópera, figúrate. Las carcajadas que habría soltado Ed de haberlo sabido.
Si alguien le hubiera preguntado: «¿Eres feliz?», ella habría dicho: «Todo lo feliz que puedo ser».
No tenía ni idea de que su vida estaba construida sobre una base muy frágil, como un castillo de naipes, y que Rob y Lauren podían marcharse de allí cualquier lunes por la noche y llevarse tranquilamente la única carta que importaba. Si quitaba la carta de Jacob, su vida se derrumbaría y se vendría abajo con una suavidad casi etérea.
Rachel posó los labios en la cabeza de Jacob y los ojos se le llenaron de lágrimas.
No era justo. No era justo. No era justo.
—Dos años pasan pronto —dijo Lauren fijando sus ojos en Rachel.
—¡Así! —Rob chasqueó los dedos.
Tal vez para ti, pensó Rachel.
—A lo mejor no estamos los dos años enteros —manifestó Lauren.
—¡O podéis quedaros allí para siempre! —objetó Rachel con una gran sonrisa radiante, para dejar claro que estaba en el mundo y sabía cómo funcionaban estas cosas.
Pensó en las gemelas Russell, Lucy y Mary, y en sus respectivas hijas, que se habían ido a vivir a Melbourne. «Acabarán quedándose allí», le había dicho con tristeza Lucy a Rachel al salir de la iglesia. Había sido hacía muchos años, pero a Rachel se le había quedado grabado, porque Lucy había acertado. Las últimas noticias que tenía Rachel eran que ambas primas —la tímida hija de Lucy y la oronda hija de Mary con sus bonitos ojos— seguían en Melbourne y allí pensaban quedarse.
Pero Melbourne estaba a un paso, un salto y te plantabas allí. Si querías, podías volar a Melbourne en el día. Lucy y Mary lo hacían muchas veces. Pero no podías volar a Nueva York en el día.
Y luego estaba la gente como Virginia Fitzpatrick, que compartía (por así decirlo) el puesto de secretaria con Rachel. Virginia tenía seis hijos y catorce nietos y la mayoría de ellos vivían a veinte minutos a la redonda de Sydney North Shore. Si uno de los hijos de Virginia decidiera irse a Nueva York, probablemente ella no lo notaría porque le quedaban otros muchos nietos.
Rachel debería haber tenido más hijos. Debería haber sido una buena esposa y madre católica y haber tenido por lo menos seis, pero no, no los había tenido a causa de su vanidad, de sentirse secretamente especial, distinta de todas las demás mujeres. Dios sabe exactamente en qué sentido había pensado que era especial. Porque no ambicionaba carrera ni viajes ni nada por el estilo, como las chicas de hoy.
—¿Cuándo os vais? —preguntó Rachel a Lauren y Rob mientras Jacob se deslizaba de repente de su regazo y se dirigía a una de sus misiones urgentes en el cuarto de estar.
Un momento después empezó a oír el sonido de la televisión. La espabilada criatura había averiguado el modo de utilizar el mando a distancia.
—A finales de agosto —anunció Lauren—. Tenemos que resolver un montón de cosas. Visados y demás. Hay que buscar piso, una niñera para Jacob.
Una niñera para Jacob.
—Un trabajo para mí —añadió Rob nervioso.
—Oh, sí, cariño —repuso Rachel. Procuraba tomarse en serio a su hijo—. Trabajo para ti. En una inmobiliaria, ¿no crees?
—Todavía no es seguro —declaró Rob—. Tendremos que ver. Podría acabar ejerciendo de amo de casa.
—Lamento no haberle enseñado nunca a cocinar —dijo Rachel a Lauren, sin sentirlo demasiado.
A Rachel nunca le había interesado mucho la cocina ni cocinar bien; era una faena doméstica más, como lavar la ropa. Lo mismo que piensa de la cocina la gente de hoy día.
—No pasa nada. —Lauren sonrió—. Probablemente saldremos a menudo a comer a los restaurantes de Nueva York. Ya sabes, la ciudad que nunca duerme.
—Aunque, por supuesto, Jacob necesitará dormir —advirtió Rachel—. ¿O le va a dar de cenar la niñera mientras vosotros salís?
A Lauren se le borró la sonrisa y miró de reojo a Rob, que estaba ajeno a la conversación, por supuesto.
De pronto el volumen de la televisión aumentó y una voz enlatada retumbó en toda la casa: «¡No se consigue nada sin esfuerzo!».
Rachel reconoció la voz. Era uno de los presentadores de The Biggest Loser. Le gustaba ese programa. Le apaciguaba verse metida en un mundo de plástico de colores chillones, donde lo único que importaba era cuánto comías y cuánto ejercicio hacías, donde no se sufría dolor ni angustia por ninguna tragedia más allá de las flexiones y los abdominales, donde la gente hablaba con pasión de calorías y lloraba de alegría por perder kilos. Y luego vivían felices y delgados para siempre.
—¿Estás jugando con el mando a distancia, Jake? —alzó Rob la voz por encima del estruendo de la televisión.
Se levantó de la mesa y fue al cuarto de estar.
Siempre era el primero en levantarse para ir a ver a Jacob. Nunca Lauren. Él le había cambiado los pañales desde el primer momento. Claro que todos los papás cambian pañales hoy día. Seguro que no les causaba daño. Pero a Rachel le causaba sentirse incómoda, casi avergonzada, como si estuvieran haciendo algo inadecuado, demasiado femenino. Las chicas de hoy pondrían el grito en el cielo si ella se atreviera a reconocerlo públicamente.
—Rachel —dijo Lauren.
A Rachel no se le escapó la mirada nerviosa de Lauren, como si tuviera que pedirle un gran favor. «Sí, Lauren. Yo cuidaré de Jacob mientras Rob y tú estáis en Nueva York. ¿Dos años? Sin problemas. Marchaos. Pasadlo bien».
—Este viernes —vaciló Lauren—. Viernes Santo. Ya sé que es, eh, el aniversario…
Rachel se quedó helada.
—Sí —aseveró en su tono más glacial—. Sí, así es.
No tenía el menor deseo de hablar con nadie sobre ese viernes y menos con Lauren. Su cuerpo había notado hacía semanas que se acercaba el Viernes Santo. Coincidía todos los años con los últimos días del verano, cuando notaba que el clima empezaba a refrescar. Se le tensaban los músculos, sentía un hormigueo de horror y luego se acordaba: Por supuesto, ya está aquí otra vez el otoño. Qué pena. A ella solía gustarle el otoño.
—Comprendo que vayas al parque —aseguró Lauren como si estuvieran comentando dónde dar la próxima fiesta—, solo me preguntaba si…
Rachel no podía soportarlo.
—¿Te importaría si no hablamos de eso ahora? Mejor en otro momento.
—Por supuesto. —Lauren se ruborizó y Rachel sintió una punzada de culpa. Rara vez jugaba esa carta. La hacía sentirse mezquina.
—Voy a hacer té —dijo, empezando a recoger los platos.
—Deja que te ayude. —Lauren fue a levantarse.
—Quédate quieta —ordenó Rachel.
—Si lo prefieres…
Lauren se metió un mechón de cabellos rubio rojizo detrás de la oreja. Era una chica guapa. La primera vez que la había llevado a casa para que conociera a Rachel, Rob apenas había podido contener su orgullo. Le recordó su carita redonda y sonrosada cuando llevó a casa su primer dibujo de la escuela infantil.
Lo ocurrido a su familia en 1984 debería haber hecho que Rachel quisiera aún más a su hijo, pero no fue así. Fue como si hubiera perdido la capacidad de amar, hasta que nació Jacob. Para entonces Rob y ella habían establecido una relación perfectamente cordial, pero parecida a ese horrible chocolate de algarrobas que, en cuanto lo pruebas, sabes que se trata de un insípido sucedáneo. Por tanto, Rob tenía todo el derecho a quitarle a Jacob. Se lo merecía por no haberle querido lo suficiente. Esa era su penitencia. Doscientos avemarías y tu nieto se va a Nueva York. Siempre había un precio y Rachel siempre tenía que pagarlo todo de una vez. Sin descuentos. Igual que había pagado por su error en 1984.
Ahora Rob estaba haciendo reír a Jacob. Peleando con él, probablemente poniéndolo cabeza abajo agarrado por los tobillos, como Ed solía pelear con él.
—¡Aquí está el… MONSTRUO DE LAS COSQUILLAS! —gritó Rob.
Las risas de Jacob entraron flotando en el salón como hileras de pompas de jabón, y Lauren y Rachel se rieron al unísono. Era irresistible, como si les estuvieran haciendo cosquillas a ellas mismas. Sus miradas se cruzaron y en ese momento la risa de Rachel se tornó en llanto.
—Oh, Rachel. —Lauren se levantó a medias de la silla y alargó una mano con una perfecta manicura (tenía manicura, pedicura y masaje cada tres sábados. Lo llamaba «el tiempo de Lauren». Cuando tocaba «el tiempo de Lauren», Rob llevaba a Jacob a casa de Rachel e iban al parque de la esquina y tomaban sándwiches de huevo)—. Lo siento mucho, sé cuánto vas a echar de menos a Jacob, pero…
Rachel dio un suspiro entrecortado y reunió todas sus fuerzas para recuperar la compostura, como si estuviera retrocediendo desde el borde de un precipicio.
—No seas tonta —dijo tan bruscamente que Lauren se estremeció y se dejó caer en la silla—. Estaré perfectamente. Es una oportunidad magnífica para vosotros.
Se puso a apilar los platos de postre, formando un montón poco atractivo con las sobras de Sara Lee.
—Por cierto —añadió antes de salir del salón—, este niño necesita un corte de pelo.