CAPÍTULO VEINTIOCHO

Fue un error sugerir una copa. ¿En qué estaba pensando? El bar estaba atestado de gente joven y guapa, bastante achispada. Tess no dejaba de mirarlos. Todos le parecían chicos de instituto, que deberían estar estudiando en su casa en vez de salir por la noche entre semana, dando gritos y chillidos. Connor había tenido la suerte de conseguir mesa, pero estaba justo al lado de una hilera de ruidosas y centelleantes máquinas de póquer y, a juzgar por la expresión de pánico de Connor cada vez que ella hablaba, estaba claro que tenía dificultades para escucharla. Tess dio un sorbo a su copa de vino, no especialmente bueno, y notó que empezaba a dolerle la cabeza. Le dolían las piernas después de subir la larga cuesta desde casa de Cecilia. Los martes por la noche tenía clase de defensa personal con Felicity, pero no encontraba hueco para hacer ejercicio entre el trabajo, el colegio y todas las actividades de Liam. De pronto recordó que había pagado ciento noventa dólares por un curso de artes marciales que Liam debería haber comenzado ese mismo día en Melbourne. Mierda, mierda, mierda.

Además, ¿qué hacía ella aquí? Había olvidado lo malos que eran los bares de Sydney comparados con los de Melbourne. Por eso no había nadie de más de treinta años en el local. Si eras un adulto residente en la North Shore, tenías que tomarte la copa en casa y estar acostado a las diez.

Echaba de menos Melbourne. Echaba de menos a Will. Echaba de menos a Felicity. Echaba de menos su vida.

Connor se inclinó hacia delante.

—Liam tiene buena coordinación visomotriz —gritó.

Por el amor de Dios, ¿era aquello una tutoría con el profesor?

Cuando Tess había recogido a Liam en el colegio por la tarde parecía eufórico y no mencionó en ningún momento a Will ni a Felicity. Sin embargo, no paró de hablar de cómo había sido el mejor buscando los huevos de Pascua, uno de los cuales compartió con Polly Fitzpatrick, que iba a dar una impresionante fiesta de piratas a la que estaba invitada toda la clase, y de lo bien que se lo había pasado con un paracaídas en el patio y que, al día siguiente, iba a haber un desfile de Pascua y su profesora se disfrazaría de huevo de Pascua. Tess no sabía si era la novedad o el subidón del chocolate lo que lo tenía tan contento, pero al menos por el momento Liam no echaba de menos su antigua vida.

—¿Echas de menos a Marcus? —le preguntó.

—Pues no —contestó Liam—. Marcus es bastante malo.

No consintió en que nadie le ayudara a confeccionar su propio sombrero de Pascua, inventando una extraña y maravillosa creación propia con flores artificiales y un conejo de juguete a partir de un viejo sombrero de paja de Lucy. Luego se tomó toda la cena, estuvo cantando en el baño y se quedó profundamente dormido a las siete y media. En cualquier caso, no iba a volver al colegio de Melbourne.

—La ha heredado de su padre —suspiró Tess—. Me refiero a lo de la buena coordinación visomotriz.

Dio un largo trago al flojo vino. Will nunca la habría llevado a un sitio así. Conocía los mejores bares de Melbourne: bares diminutos, con estilo e iluminación suave, donde se habría sentado frente a ella para charlar. La conversación no decaía nunca. Todavía se hacían reír el uno al otro. Salían cada dos meses. Los dos solos. A algún espectáculo o a cenar. ¿No era eso lo que había que hacer? ¿Cuidar de tu matrimonio con agradables «salidas nocturnas» de vez en cuando? (No podía soportar esa frase).

Felicity se quedaba con Liam cuando ellos salían. Y, luego, siempre tomaban una copa con ella al volver a casa y le contaban cómo había ido la velada. A veces, si era demasiado tarde, Felicity se quedaba a dormir y desayunaban todos juntos por la mañana.

Sí, Felicity había sido una parte importante de sus salidas nocturnas.

¿Se acostaría en el cuarto de invitados deseando ocupar el lugar de Tess? ¿Acaso Tess había sido involuntaria y despiadadamente cruel con Felicity?

—¿Qué sucede? —Connor se inclinó hacia delante con el ceño fruncido.

—Lo ha conseguido…

—¡Uuuuh! —Hubo una explosión de ruido en una de las máquinas de póquer.

—¡Perra, más que perra!

Una de las chicas guapas (Felicity la habría calificado de «repelente») dio una palmada en la espalda de su amiga mientras un torrente de monedas caía de la máquina.

—¡Uuuuh! ¡Uuuuh! ¡Uuuuh! —Un joven se golpeó los anchos pectorales como un gorila y empujó a Tess sin querer.

—Ten cuidado, tío —dijo Connor.

—Lo siento, tío. Es que hemos ganado… —El joven se dio la vuelta y su rostro se iluminó—. ¡Señor Whitby! ¡Eh, chicos, este fue mi profesor de Educación Física en Primaria! ¡El mejor que he tenido en mi vida!

Alargó la mano y Connor se levantó y se la estrechó, mirando compungido a Tess.

—¿Cómo demonios está, señor Whitby?

El chico metió las manos en los bolsillos de los vaqueros, sacudiendo incrédulo la cabeza mientras miraba a Connor, abrumado al parecer por una especie de emoción paternal.

—Estoy bien, Daniel —dijo Connor—. Y tú, ¿cómo estás?

El chico pareció tener una súbita idea.

—¿Sabe una cosa? Le voy a invitar a un trago, señor Whitby. Sería un jodido placer para mí. En serio. Perdone mi lenguaje. Creo que estoy un poco borracho. ¿Qué quiere tomar, señor Whitby?

—Sabes, Daniel, me habría encantado, pero es que ya nos íbamos.

Connor tendió la mano a Tess y ella cogió el bolso automáticamente y se levantó, con la misma naturalidad que si mantuvieran una relación de años.

—¿Es la señora Whitby? —El muchacho miró a Tess de arriba abajo, extasiado. Se volvió a Connor y le hizo un gran guiño de complicidad, levantando ambos pulgares. Luego se volvió a Tess—: Señora Whitby, su marido es una leyenda. Una leyenda total. Me enseñó de todo, o sea, salto de longitud, hockey y críquet, y, o sea, todos los deportes del jodido universo, y, sabe, ahora estoy muy cachas, ya lo sé, aunque le sorprendería enterarse de que no tengo tanta coordinación, en cambio, señor Whitby…

—Tenemos que irnos, tío. —Connor dio al chico una palmada en el hombro—. Me alegro de haberte visto.

—Oh, lo mismo digo, tío. Lo mismo digo.

Connor guio a Tess fuera del bar y salieron al apacible y tranquilo aire de la noche.

—Lo siento —dijo—. Pensé que me volvía loco ahí dentro. Creo que me he quedado sordo. Y encima me encuentro a un antiguo alumno borracho que quiere invitarme a una copa… Dios… Bueno, parece que te sigo llevando de la mano.

—Eso parece.

«¿Qué estás haciendo, Tess O’Leary?». Pero no le soltó. Si Will podía enamorarse de Felicity, si Felicity podía enamorarse de Will, ella podía pasar unos momentos de la mano de un exnovio. ¿No?

—Recuerdo que siempre me encantaron tus manos —dijo Connor y carraspeó—. Supongo que estamos rozando lo inapropiado.

—Oh, bueno —dijo Tess.

Deslizó el pulgar tan suavemente por los nudillos de ella que fue casi imperceptible.

Tess había olvidado cómo se disparaban los sentidos y se aceleraba el pulso como si acabara de despertar de un largo sueño. Había olvidado la excitación, el deseo, la mezcla de sensaciones. Parecía imposible después de diez años de matrimonio. Eso lo sabe todo el mundo. Forma parte del trato. Y ella lo había aceptado. Sin el menor problema. Ni siquiera se había enterado de que lo había perdido. De haberlo pensado, le habría parecido infantil, estúpido —«delirante»—, qué más da, tenía un niño a quien cuidar, un negocio que llevar. Pero, Dios mío, había olvidado el poder del deseo. Algo que hacía que todo lo demás careciera de importancia. Eso era lo que Will había estado viviendo con Felicity mientras Tess seguía distraída en la rutina de la vida conyugal.

Connor aumentó la presión de su pulgar y Tess sintió la pulsión del deseo.

Quizá la única razón por la que nunca había engañado a Will fuera que no había tenido la oportunidad. Aunque la verdad es que nunca había engañado a ninguno de sus novios. Su historial sexual era irreprochable. Nunca había tenido una noche loca con un chico que no debiera, ni había besado borracha al novio de otra, ni se había despertado con el menor remordimiento. Siempre había obrado bien. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿A quién le importaba?

Clavó la mirada en el pulgar de Connor y lo miró hipnotizada y atónita, como si nunca le hubieran acariciado tan suavemente los nudillos.

Junio de 1987, Berlín. El presidente de Estados Unidos Ronald Reagan, de visita en Berlín Occidental, declaró: «Secretario general Gorbachov: Si quiere la paz, si quiere la prosperidad para la Unión Soviética y Europa Oriental, si quiere la liberalización, ¡venga a esta puerta! ¡Y abrála, señor Gorbachov! ¡Derribe este Muro, señor Gorbachov!».

Junio de 1987, Sydney. Andrew y Lucy O’Leary hablaban en voz baja sentados a la mesa de la cocina, mientras su hija de diez años dormía arriba. «No es que no pueda perdonarte», dijo Andrew. «Es que me trae sin cuidado. Absolutamente».

«Solo lo hice para que me prestaras atención», se justificó Lucy. Pero la mirada de Andrew ya estaba puesta en la puerta.