CAPÍTULO VEINTISIETE

La jornada escolar casi había concluido y Rachel estaba terminando de teclear el boletín de noticias del colegio, moviendo rápidamente los dedos por el teclado. Hay sushi en la tienda de las chuches. Sano y sabroso. Hacen falta más voluntarios para forrar los libros de la biblioteca. No olvidéis el Desfile de Sombreros de los Huevos de Pascua. Connor Whitby, acusado del asesinato de la hija de Rachel Crowley. ¡Hurra! Nuestros mejores deseos para Rachel. Abierto plazo de solicitudes para el puesto de profesor de Educación Física.

Pulsó la tecla de borrado con el meñique. Borrar. Borrar.

El teléfono móvil que tenía junto al ordenador zumbó y vibró. Se apresuró a contestar.

—Señora Crowley, soy Rodney Bellach.

—Rodney —repitió Rachel—. ¿Tienes buenas noticias para mí?

—Bueno. No…, bueno, quería que supiera que he enviado la cinta a un buen amigo del equipo de Homicidios Sin Resolver —dijo Rodney. Lo notó poco natural, como si hubiera ensayado lo que tenía que decir antes de llamar por teléfono—. De manera que está en buenas manos.

—Está bien —admitió Rachel—. Todo es empezar. Reabrirán el caso.

—Bueno, señora Crowley, la cuestión es que el caso de Janie no está cerrado —puntualizó Rodney—. Sigue abierto. Cuando el forense declara abierta una conclusión, como hicieron con Janie, como usted ya sabe, pues entonces sigue abierto. De manera que lo que le estoy diciendo es que van a mirar la cinta. Eso seguro.

—¿Y volverán a interrogar a Connor? —prosiguió Rachel, apretando el teléfono al oído.

—Me imagino que es una posibilidad —aventuró Rodney—. Pero, por favor, no se haga muchas ilusiones, señora Crowley. Haga el favor.

Se tomó la decepción como algo personal. Como si le hubieran dicho que había suspendido un examen. No era lo bastante buena. Había fracasado en ayudar a su hija. Había vuelto a fallarle.

—Pero, mire, esto no es más que mi opinión. Los nuevos agentes son más jóvenes e inteligentes que yo. Alguien del equipo de Homicidios sin Resolver la llamará esta semana para decirle lo que piensan.

Rachel sintió que se le empañaban los ojos al colgar el teléfono y volver al ordenador. Se dio cuenta de que llevaba todo el día con una cálida sensación de expectación, como si el hallazgo de la cinta fuera a desencadenar una serie de hechos que conducirían a algo maravilloso, casi como si hubiera pensado que la cinta le iba a devolver a Janie. Una parte infantil de su cerebro no había terminado de aceptar que Janie pudiera haber sido asesinada. Seguro que algún día una autoridad respetable tomaría cartas en el asunto y lo resolvería. Quizá fuera Dios la autoridad razonable y respetable que ella siempre había supuesto que intervendría. ¿Cómo podía haberse engañado tanto, incluso inconscientemente?

A Dios no le preocupaba. No le preocupaba lo más mínimo. Dios había dado a Connor Whitby libre albedrío y Connor lo había utilizado para estrangular a Janie.

Rachel apartó la silla de su mesa y se asomó a la ventana del patio. Desde allí dominaba todo lo que ocurría en el patio del colegio. Era casi la hora de recoger a los niños. Los padres estaban desperdigados por aquí y por allá: pequeños grupos de madres charlando, algún que otro padre al fondo, mirando el correo electrónico en el móvil. Observó que uno de los padres se hizo rápidamente a un lado para dejar pasar a alguien en silla de ruedas. Era Lucy O’Leary. Su hija Tess iba empujando la silla. Mientras Rachel las miraba, Tess se inclinó para oír algo que decía su madre y luego echó la cabeza para atrás y se rio. Había algo apaciblemente subversivo en aquellas dos mujeres.

Se puede ser amiga de una hija adulta de un modo que no parece posible con un hijo adulto. Eso era lo que Connor le había arrebatado a Rachel, todas las relaciones futuras que podría haber tenido con Janie.

No soy la primera madre que pierde un hijo, se repetía Rachel el primer año. No soy la primera. Ni seré la última.

Por supuesto, eso no cambiaba nada.

Sonó el timbre del fin de la jornada escolar y segundos después los niños salieron dando gritos de alegría de las clases. El típico alboroto de voces infantiles de las tardes: risas, gritos, llantos. Rachel vio al pequeño O’Leary correr hacia la silla de ruedas de su abuela. Estuvo a punto de caerse porque tenía ambas manos ocupadas con una enorme construcción de cartón forrada de papel de aluminio. Tess se inclinó hacia la silla de su madre y los tres la examinaron: ¿sería una nave espacial? Sin duda, era obra de Trudy Applebee. A la porra el programa. Si Trudy Applebee decidía que ese día los de 1º hacían naves espaciales, las hacían. Lauren y Rob acabarían quedándose en Nueva York. Jacob tendría acento americano. Desayunaría tortitas. Rachel nunca lo vería salir corriendo de clase con algo forrado de papel de aluminio. La policía no haría nada con la cinta de vídeo. La archivarían. Seguramente no tendrían ni siquiera un reproductor de vídeo para visionarla.

Rachel volvió a la pantalla del ordenador y dejó las manos inertes sobre el teclado. Llevaba veinticinco años esperando algo que nunca iba a ocurrir.