CAPÍTULO VEINTICUATRO

Cecilia vio a Tess llevarse la taza de té a los labios (no había puesto la vajilla adecuada, ella nunca ponía esas tazas a los invitados) y sonreírle por encima del borde, ajena al terrible monólogo que transcurría en silencio por su cabeza.

¿Quieres saber lo que descubrí anoche, Tess? Mi marido mató a Janie Crowley. ¡Lo sé! Esa misma. Sí, la hija de Rachel Crowley, efectivamente, la simpática señora de pelo blanco y ojos tristes, la que nos hemos encontrado esta mañana y me ha mirado a los ojos y ha sonreído. O sea, para ser sincera, estoy en un brete, Tess, como diría mi madre. En un auténtico brete.

¿Qué diría Tess si Cecilia pronunciara esas palabras en voz alta? Había creído que Tess era una de esas personas misteriosas y seguras de sí mismas, que no necesitan llenar los silencios con palabras, pero ahora pensaba que tal vez fuera por timidez. Había algo descarado en su forma de mirarla y además estaba sentada en una postura erguida y atenta, como la de un niño en casa ajena.

Estaba siendo muy amable con Cecilia al haberle llevado a casa tras el humillante incidente de la alcantarilla. ¿Iba a vomitar Cecilia cada vez que viera a Rachel Crowley a partir de ahora? Porque podía ser complicado.

—Siempre me ha gustado leer sobre intentos de fuga. —Tess señaló con la cabeza los libros del Muro de Berlín.

—A mí también —admitió Cecilia—. Los que acaban bien, claro. —Abrió uno de los libros por la sección de fotos de en medio—. ¿Ves esta familia? —Señaló una foto en blanco y negro de un hombre y una mujer jóvenes con sus cuatro desaliñados hijos pequeños—. Este hombre secuestró un tren. Lo llamaban Cannonball Harry. Hizo que el tren atravesara las barreras a toda velocidad. El conductor le dijo: «¿Estás loco, camarada?». Tuvieron que meterse todos debajo de los asientos para que no les alcanzaran los disparos. ¿Te imaginas lo que sería ponerte en el lugar de ella? La madre. A veces le doy vueltas. Cuatro chicos tumbados en el tren. Balas silbando sobre sus cabezas. Se inventó un cuento de hadas para tenerlos distraídos. Dijo que nunca había inventado un cuento para ellos. La verdad es que yo tampoco invento historias para mis hijas. No soy creativa. Seguro que tú sí inventas historias para los tuyos.

Tess se mordió la uña del dedo pulgar.

—Alguna vez, supongo.

«Estoy hablando demasiado», pensó Cecilia y luego se dio cuenta de que había dicho «los tuyos», cuando Tess solo tenía un hijo, y se preguntó si debía rectificar, aunque ¿y si Tess deseaba ardientemente más hijos y por alguna razón no había podido tenerlos?

Tess giró el libro para ver la foto.

—Me figuro que demuestra lo que se hace por la libertad. La solemos dar por supuesta.

—Pero creo que, si yo hubiera sido su esposa, habría dicho que no —dijo Cecilia. Se la notaba demasiado agitada, como si tuviera que tomar realmente esa decisión. Se esforzaba conscientemente en apaciguar su voz—. Yo habría dicho: «No vale la pena. Qué más da que estemos a este lado del Muro, al menos estamos vivos. Al menos nuestros hijos están vivos. La muerte es un precio demasiado alto por la libertad».

¿Cuál era el precio de la libertad de John-Paul? ¿Rachel Crowley? ¿Era ella el precio de su paz interior? ¿La paz interior que tendría si al fin supiera qué le había sucedido a su hija y que la persona responsable había sido castigada? Cecilia todavía estaba furiosa con una profesora de Infantil que en cierta ocasión había hecho llorar a Isabel. Y eso que Isabel ni se acordaba. ¿Cómo debía sentirse Rachel? A Cecilia se le encogió el estómago. Dejó la taza en la mesa.

—Te has puesto pálida —dijo Tess.

—Supongo que he cogido un virus —alegó Cecilia. Mi marido me ha inoculado un virus. Un virus verdaderamente maligno. ¡Ja! Se quedó horrorizada de haberse reído en voz alta—. O algo así. Tengo algo, seguro.