CAPÍTULO VEINTITRÉS

La casa de Cecilia era bonita, acogedora y estaba llena de luz gracias a los ventanales que daban al jardín trasero y a una piscina perfectamente cuidados. Las paredes estaban cubiertas de cariñosas y divertidas fotos de familia y dibujos infantiles enmarcados. Todo se veía reluciente y ordenado, pero no de un modo excesivamente formal ni intimidante. Los sofás parecían cómodos y blandos; había estanterías llenas de libros y chucherías de aspecto interesante. Se podían observar rastros de las hijas de Cecilia por todas partes: ropa deportiva, un chelo, un par de zapatillas de ballet, pero todo en el sitio adecuado. Como si la casa estuviera en venta y el agente inmobiliario la hubiera calificado de «vivienda familiar ideal».

—Me encanta tu casa —reconoció Tess mientras Cecilia la llevaba por la cocina.

—Gracias, es…, ¡oh! —Cecilia se interrumpió bruscamente a la puerta de la cocina—. ¡Perdón por este desorden!

—¿No lo dirás en serio? —dijo Tess entrando detrás de ella.

Había unos cuantos tazones de desayuno en la encimera, un vaso medio lleno de zumo de manzana sobre el microondas, un solitario envase de cartón de cereales y un pequeño montón de libros en la mesa. Todo lo demás estaba perfectamente ordenado y reluciente.

Tess miraba desconcertada mientras Cecilia trajinaba por la cocina. En pocos segundos había metido los cacharros en el lavaplatos y los cereales en una gran despensa, y estaba limpiando el fregadero con papel de cocina.

—Esta semana hemos salido más tarde de lo habitual —explicó Cecilia mientras frotaba el fregadero como si le fuera la vida en ello—. Normalmente no me voy de casa hasta que todo está perfecto. Ya sé que soy ridícula. Mi hermana dice que padezco un trastorno. ¿Cómo dice que se llama? Obsesión compulsiva. Eso es. TOC.

Tess pensó que quizá su hermana tuviera razón.

—Debes descansar —dijo.

—Siéntate. ¿Quieres una taza de té? ¿Café? —preguntó Cecilia frenética—. Tengo magdalenas, galletas… —se interrumpió, apoyó la mano en la frente y cerró brevemente los ojos—. Santo Dios. Eso es, eh, ¿qué estaba diciendo?

—Creo que soy yo la que debo hacerte una taza de té.

—La verdad es que me vendría bien. —Cecilia sacó una silla y luego se quedó pasmada al ver sus zapatos.

—Están desparejados —exclamó.

—Nadie se ha dado cuenta —afirmó Tess.

Cecilia se sentó y apoyó los codos en la mesa. Esbozó una sonrisa casi tímida.

—Tengo una reputación en el Santa Ángela de ser lo contrario de esto.

—Oh, bueno —dijo Tess llenando de agua una tetera perfectamente reluciente al tiempo que observaba que había vertido algunas gotas en el impoluto fregadero de Cecilia—. Tu secreto está a salvo conmigo.

Preocupada por haber dado a entender que el comportamiento de Cecilia tuviera algo de vergonzoso, cambió rápidamente de tema.

—¿Está haciendo un trabajo sobe el Muro de Berlín alguna de tus hijas? —preguntó señalando con la cabeza el montón de libros en la mesa.

—Mi hija Esther lo está estudiando por su cuenta —dijo Cecilia—. Se apasiona con los temas más variopintos. Acabamos todos hechos unos expertos. De todas maneras, puede resultar un poco agotador. —Respiró hondo y de pronto se volvió en la silla para mirar a Tess como si estuviera en una cena y hubiera decidido que había llegado el momento de fijarse en ella y no en la invitada de al lado—. ¿Has ido a Berlín, Tess?

Su tono de voz era raro. ¿Iría a vomitar otra vez? ¿Tomaría alguna droga? ¿Padecería alguna enfermedad mental?

—Pues no. —Tess abrió la puerta de la despensa de Cecilia y puso unos ojos como platos al contemplar la cantidad de recipientes de Tupperware de todas las formas y tamaños. Era como un anuncio de prensa—. He ido a Europa varias veces, pero mi prima Felicity —se interrumpió; estuvo a punto de decir que su prima Felicity no tenía ningún interés por Alemania y por eso no había ido, pero por primera vez se contuvo al darse cuenta de la tontería que iba a decir. Como si su propio punto de vista sobre Alemania careciera de importancia. (¿Qué pensaba ella de Alemania?). Vio una bandeja con filas de bolsas de té—. Dios, tienes de todo. ¿Qué té quieres?

—Oh, Earl Grey, negro, sin azúcar. ¡Déjame a mí! —Cecilia hizo ademán de levantarse.

—Siéntate, siéntate —insistió Tess casi imperiosamente, como si conociera a Cecilia de toda la vida.

No solo Cecilia se estaba comportando de una manera rara, también Tess.

Cecilia se sentó.

—¿Necesita Polly las zapatillas inmediatamente? ¿Debo salir disparada al colegio para llevárselas? —preguntó Tess.

—He vuelto a olvidarme del deporte de Polly. Completamente.

Tess sonrió ante el gesto de asombro de Cecilia. Como si fuera la primera vez que se le olvidara algo en toda su vida.

—No salen al patio hasta las diez —explicó Cecilia.

—En ese caso me tomaré una taza de té contigo —dijo Tess sacando de la extraordinaria despensa de Cecilia un paquete de galletas de chocolate con aspecto de ser carísimas, sorprendida por su propia desenvoltura. Oh, aquello sí que era vivir la vida sacándole el máximo partido—. ¿Quieres una galleta?