¿Qué le habría pasado a Cecilia esa mañana? No era la misma, murmuró Rachel al entrar en el Santa Ángela, sintiéndose rara y como avergonzada de sus andares saltarines con zapatillas deportivas planas en vez de los tacones habituales. Notó una leve transpiración en las axilas y en el nacimiento del pelo, pero lo cierto era que le había resultado de lo más estimulante ir caminando al trabajo en lugar de en coche. Esa mañana, antes de salir de casa, se le había pasado por la cabeza llamar a un taxi porque estaba agotada de la noche anterior. Había seguido levantada horas después de marcharse Rodney Bellach, repasando mentalmente una y otra vez el vídeo de Janie y Connor. Cada vez que recordaba el rostro de Connor, este adquiría tintes más negros en su memoria. Rodney estaba siendo prudente para no fomentar en ella falsas esperanzas. Ya era mayor y tenía menos empuje. En cuanto viera el vídeo un agente de policía joven, inteligente y resuelto descubriría al instante las dimensiones del caso e intervendría sin vacilación.
¿Qué iba a hacer ella si se topaba con Connor Whitby en el colegio hoy? ¿Abordarlo? ¿Acusarlo? Solo el hecho de pensarlo le daba vértigo. Sus emociones emergían como montañas: pena, furia, odio.
Respiró hondo. No, no lo abordaría. Quería hacer las cosas bien, no quería advertirle o decirle algo que comprometiera un veredicto de culpabilidad. Imagínate que se libraba por una argucia legal por no haber sabido ella mantener la boca cerrada. Tenía una inesperada sensación no exactamente de felicidad, sino de algo parecido. ¿Esperanza? ¿Satisfacción? Sí, era satisfacción por estar realizando algo por Janie. Estaba claro. Hacía mucho tiempo que no había podido hacer algo, lo que fuera, por su hija: entrar en su habitación en una noche fría y echarle una manta más por encima de aquellos hombros huesudos (Janie pasaba frío), prepararle sus sándwiches favoritos de queso y pepinillos dulces (con mucha mantequilla, Rachel siempre intentaba de modo encubierto que engordara), lavar con esmero a mano sus mejores prendas, darle un billete de diez dólares sin venir a cuento. Durante años había sentido ese deseo de volver a hacer algo por Janie, seguir siendo su madre, volver a cuidar de ella aunque fuera un poco, y por fin podía hacerlo. «Voy a atraparle, cariño. Ya falta poco».
Sonó el teléfono móvil en su bolso y se precipitó a por él, deseosa de contestar antes de que el estúpido aparato dejara de sonar y saltara el buzón de voz. ¡Debía de ser Rodney! ¿Quién más podía llamarla a esa hora de la mañana? ¿Tendría noticias ya? Aunque seguramente era demasiado pronto, no podía ser él.
—¿Sí?
Había visto el nombre justo antes de contestar. Rob, no Rodney. Las letras «Ro» le habían hecho concebir esperanzas.
—¿Mamá? ¿Va todo bien?
Se esforzó para que Rob no notara su decepción por no ser Rodney.
—Todo va bien, cariño. Estoy camino del trabajo. ¿Qué pasa?
Rob empezó a contarle una larga historia mientras Rachel seguía andando hasta la secretaría del colegio. Pasó por una de las aulas de 1º y oyó murmullos de risas infantiles al otro lado de la puerta. Se asomó y vio a su jefa, Trudy Applebee, atravesar la clase con el brazo levantado, como un superhéroe, mientras la maestra de 1º se tapaba los ojos con la mano y reía a carcajadas. ¿Era una lámpara de discoteca lo que lanzaba destellos blancos por todo el aula? El hijo pequeño de Tess O’Leary no iba a aburrirse en su primer día de clase, eso por descontado. En cuanto al informe que Trudy debía redactar para el Departamento de Educación… Rachel suspiró, le daría de margen hasta las diez de la mañana y luego la arrastraría hasta su mesa de trabajo.
—Entonces, ¿todo va bien? —preguntó Rob—. ¿Vendrás a casa de los padres de Lauren el domingo?
—¿Qué? —dijo Rachel entrando en su despacho y dejando el bolso sobre la mesa.
—He pensado que tal vez pudieras traernos una pavlova. Si quieres. —¿Llevar una pavlova a dónde? ¿Cuándo? No había asimilado lo que Rob le estaba diciendo.
Oyó resoplar a Rob.
—El Domingo de Pascua. A comer. Con la familia de Lauren. Ya sé que dijimos que iríamos a comer a tu casa, pero es imposible encajar todas las piezas. Hemos estado muy atareados con los preparativos de Nueva York. Por eso hemos pensado que, si ibas a su casa, podíamos ver a ambas familias al mismo tiempo.
La familia de Lauren. La madre de Lauren que siempre parecía haber estado la noche anterior en el ballet, la ópera o el teatro y, en cualquier caso, solo decía que había sido sencillamente «exquisito», «extraordinario». El padre de Lauren. Un abogado jubilado que, tras intercambiar unas cuantas frases de cortesía con Rachel, se daba media vuelta con una expresión de educada perplejidad, como si no pudiera identificar quién era. Siempre había extraños a la mesa, alguien guapo y exótico, que acaparaba la conversación hablando sin cesar de su último viaje a India o Irán, y todo el mundo menos Rachel (y Jacob) lo encontraban fascinante. Por lo visto existía una interminable cantidad de invitados pintorescos, porque Rachel nunca había visto dos veces al mismo. Era como si alquilaran invitados charlatanes para la ocasión.
—Perfecto —convino Rachel con resignación. Cogería a Jacob y jugaría con él en el jardín. Cualquier cosa era soportable si tenía a Jacob—. Perfecto. Llevaré la pavlova.
A Rob le encantaban sus pavlovas. Bendito sea. Nunca parecía darse cuenta de que el aspecto tembloroso de sus pavlovas era, de algún modo, un añadido de poca categoría sobre la mesa.
—Por cierto, Lauren quería saber si te apetece que compre más pastas o lo que sea, como las que te llevamos la otra noche.
—Muy amable por su parte, pero la verdad es que me resultaron un poco dulces —dijo Rachel.
—También me ha dicho que te preguntara si te lo pasaste bien anoche en la reunión de Tupperware.
Lauren debía de haber visto la invitación en el frigorífico cuando recogió a Jacob el lunes. Para presumir. ¡Mira cómo me intereso por la anodina vida de mi vieja suegra!
—Estuvo muy bien —confesó Rachel. ¿Debía contarle lo del vídeo? ¿Le molestaría? ¿Le gustaría? Tenía derecho a saber. A veces se sentía incómoda por lo poco que se había preocupado por el dolor de Rob, siempre queriendo quitárselo de en medio, mandándolo a la cama o a ver la televisión, para poder llorar a solas.
—Un poco aburrida, ¿eh, mamá?
—Estuvo bien. Por cierto, al volver a casa…
—¡Eh! Ayer antes de ir a trabajar llevé a Jacob a hacerse la foto del pasaporte. Ya la verás. Qué guapo.
Janie nunca había tenido pasaporte. En cambio, Jacob, a los dos años, disfrutaba de un pasaporte que le permitía salir del país en cualquier momento.
—Qué ganas tengo de verla —dijo Rachel.
No iba a hablarle a Rob del vídeo. Estaba demasiado ocupado con su propia e importante vida de ejecutivo como para preocuparse por una investigación sobre el asesinato de su hermana.
Hubo una pausa. Rob no era tonto.
—No nos hemos olvidado del viernes —dijo—. Ya sé que esta época del año siempre es dura para ti. A propósito del viernes…
Pareció esperar a que ella dijera algo. ¿Era eso, de hecho, lo más importante de la llamada telefónica?
—¿Sí? ¿Qué pasa con el viernes? Lauren quiso decírtelo la otra noche. Es idea suya. Bueno, no. En absoluto. Es idea mía. Es algo que dijo que me hizo pensar que tal vez…, en fin, bueno, ya sé que siempre vas al parque. A ese parque. Sé que sueles ir sola. Pero me preguntaba si tal vez podría ir yo también. Con Lauren y Jacob, si te parece bien.
—No necesito…
—Ya sé que no nos necesitas allí —interrumpió Rob en un tono insólitamente seco—. Pero esta vez me gustaría estar. Por Janie. Para demostrarle que…
Rachel notó que se le quebraba la voz.
Carraspeó y siguió hablando, en un tono más grave.
—Y luego, después, hay un café muy agradable cerca de la estación. Lauren dice que está abierto el Viernes Santo. Podríamos desayunar a continuación. —Tosió y se apresuró a añadir—: O al menos tomar un café.
Rachel imaginó a Lauren en el parque, solemne y elegante. Llevaría su sempiterna gabardina color crema con cinturón; el pelo recogido en una lustrosa coleta baja para que no se moviera mucho; y los labios pintados de un color neutro, no demasiado llamativo. Diría y haría todas las cosas adecuadas en el momento adecuado y de alguna manera convertiría la «celebración del aniversario del asesinato de la hermana de su marido» en un evento más, perfectamente organizado, de su calendario social.
—En realidad, creo que preferiría… —comenzó, pero luego pensó en cómo se le había quebrado la voz a Rob. Por supuesto, todo lo había orquestado Lauren, pero quizá fuera algo que Rob necesitaba. Quizá fuera una necesidad más acuciante que el anhelo de Rachel de estar sola—. De acuerdo —accedió—. Por mí, perfecto. Suelo ir allí muy temprano, sobre las seis de la mañana, pero Jacob últimamente está despertándose al rayar el alba, ¿no?
—¡Sí! ¡Así es! Bueno. Allí estaremos. Gracias. Significa…
—La verdad es que hoy tengo mucho lío, así es que, si no te importa…
Habían estado un buen rato hablando por teléfono. Tal vez Rodney hubiera intentado llamar en vano.
—Adiós, mamá —dijo Rob con tristeza.