Liam dijo algo que Tess no llegó a oír, dejó caer la mano y se detuvo a la entrada del Santa Ángela. La riada de padres e hijos cambió su curso para sortear el repentino obstáculo del camino, bordeándolo. Tess se agachó al lado de Liam y alguien le dio un codazo en la nuca.
—¿Qué pasa? —dijo frotándose la cabeza.
Se sentía agitada, nerviosa, sobreexcitada. Llevar a los niños al colegio era igual de fastidioso allí que en Melbourne: una versión muy particular del infierno para alguien como ella. Gente y gente por todas partes.
—Quiero volver a casa —reclamó Liam mirando al suelo—. Quiero a papá.
—¿Qué? —dijo Tess, aunque lo había oído perfectamente. Buscó su mano—. Primero, vamos a quitarnos de aquí.
Sabía que esta situación llegaría. Todo había sido extraña y sospechosamente fácil. De manera sorprendente, Liam se había mostrado confiado con aquel brusco e imprevisto cambio de colegio. «Se adapta muy bien». La madre de Tess estaba asombrada, pero Tess pensaba que tenía más que ver con los problemas que había padecido en el anterior colegio que con un verdadero entusiasmo por empezar en otro nuevo.
Liam le tiró del brazo, de tal forma que tuvo que volver a agacharse.
—Felicity, papá y tú debéis dejar de pelearos —pidió, haciendo bocina con las manos al oído de Tess. El aliento era cálido y olía a dentífrico—. Perdonaos. Decid que no habíais querido hacerlo. Así podremos volver a casa.
A Tess le dio un vuelco el corazón.
Estúpida. Estúpida, estúpida, estúpida. ¿Había creído que podría ocultárselo a Liam? Siempre le había sorprendido cómo se daba cuenta de todo lo que pasaba a su alrededor.
—La abuela puede venir a quedarse con nosotros en Melbourne —continuó Liam—. Podemos cuidar de ella allí hasta que el tobillo mejore.
Curioso. Nunca se le hubiera ocurrido a Tess. Era como si pensara que su vida en Melbourne y la de su madre en Sydney transcurrían en distintos planetas.
—En el aeropuerto hay sillas de ruedas —añadió Liam solemnemente, justo cuando el borde de la mochila de una niña le rozó la cara y le dio en un ojo. Hizo una mueca y las lágrimas brotaron de sus bellos ojos dorados.
—Cariño —replicó ella impotente, a punto de echarse a llorar—. Mira. No tienes por qué ir al colegio. Ha sido una idea estúpida…
—Buenos días, Liam. ¡Me preguntaba si ya estarías aquí!
Era la chiflada de la directora del colegio. Se puso en cuclillas junto a Liam con la facilidad de un niño. Debe de hacer yoga, pensó Tess. Pasó un niño de la misma edad que Liam y le hizo una cariñosa caricia en la cabeza canosa y rizada, como si fuera el perro del colegio, no la directora.
—¡Hola, señorita Apleebee!
—¡Buenos días, Harrison! —Trudy levantó una mano y se le cayó el chal de los hombros.
—Lo siento. Estamos provocando un atasco aquí —empezó Tess, pero Trudy esbozó una sonrisa, se colocó el chal con una mano y volvió a centrarse en Liam.
—¿Sabes lo que hicimos ayer por la tarde tu profesora, la señora Jeffers y yo?
Liam se encogió de hombros y se secó las lágrimas torpemente.
—Transformamos tu clase en otro planeta. —Sus ojos chispearon—. Nuestra búsqueda de huevos de Pascua tendrá lugar en el espacio exterior.
Liam se sorbió los mocos y puso una mirada cínica a más no poder.
—¿Cómo? —dijo—. ¿Cómo lo habéis hecho?
—Ven a verlo. —Trudy se incorporó y tomó a Liam de la mano—. Di adiós a tu mamá. Esta tarde podrás contarle cuántos huevos has encontrado en el espacio.
Tess lo besó en la cabeza.
—Vale, de acuerdo. Que tengas un día maravilloso y no olvides que…
—Hay una nave espacial, por supuesto. ¿Sabes quién vuela en ella? —dijo Trudy llevándoselo; Tess vio a Liam levantar la vista a la directora del colegio, con el rostro iluminado de pronto por una cautelosa esperanza, antes de perderse entre la multitud de uniformes a cuadros blancos y azules.
Tess dio media vuelta y se dirigió a la calle. Experimentó la sensación extrañamente incontrolable que le asaltaba cada vez que dejaba a Liam al cuidado de otra persona, como si hubiera desaparecido la gravedad. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué iba a decirle hoy al salir de clase? No podía mentirle y contarle que no pasaba nada, pero tampoco podía decirle la verdad. Papá y Felicity se han enamorado. Papá debía quererme a mí la que más. Por eso estoy enfadada con ellos. Me han hecho mucho daño.
Supuestamente la verdad era siempre la mejor opción.
Se había precipitado. Se había dicho a sí misma que todo lo hacía por Liam. Había sacado al niño de su casa, su colegio y su vida porque, de hecho, era lo que ella quería hacer. Quería estar lo más lejos posible de Will y Felicity, y ahora la felicidad de Liam dependía de una singular mujer de pelo rizado llamada Trudy Applebee.
Tal vez debiera darle ella clase en casa hasta que todo aquello se resolviera. Podía encargarse prácticamente de todo. Inglés, Geografía. ¡Sería divertido! Aunque las Matemáticas… Ese era su punto débil. Felicity había superado a Tess en Matemáticas cuando estaban en el colegio y ahora tendría que ocuparse ella de ayudar a Liam en esa asignatura. Felicity había dicho el otro día que estaba deseando redescubrir las ecuaciones de segundo grado cuando Liam fuera al instituto, y Tess y Will se habían mirado, encogiéndose de hombros, y habían soltado una carcajada. ¡Felicity y Will se habían comportado con tanta normalidad! En todo momento. Guardándose su pequeño secreto.
Iba caminando por la calle del colegio de regreso a casa de su madre cuando oyó una voz tras ella.
—Buenos días, Tess.
Era Cecilia Fitzpatrick, que apareció de pronto en la misma dirección, con las llaves del coche tintineando en una mano. Notó algo extraño en sus andares, como si cojeara.
Tess respiró hondo para tomar fuerzas.
—¡Buenos días! —contestó.
—Acabas de dejar a Liam en su primer día de clase, ¿verdad? —dijo Cecilia. Como llevaba gafas de sol, Tess se libró del incómodo contacto visual. Sonaba como si estuviera incubando un resfriado—. ¿Qué tal estaba? Siempre resulta un poco delicado.
—Oh, bueno, en realidad no, pero Trudy… —Tess se interrumpió distraída al fijarse en los zapatos de Cecilia. Estaban desparejados. Uno era una zapatilla negra de ballet. El otro, una sandalia dorada de tacón. Normal que anduviera raro. Apartó la mirada para seguir hablando—. Pero Trudy estuvo maravillosa con él.
—Oh, sí, Trudy es una entre un millón, no te quepa duda —dijo Cecilia—. Bueno, aquí está mi coche. —Indicó un reluciente 4 x 4 blanco con el logo de Tupperware en el costado—. Nos hemos olvidado de que Polly tenía deporte hoy. Nunca me…, el caso es que nos hemos olvidado, así que tengo que ir a casa a por sus zapatillas. Polly está enamorada del profesor de Educación Física, de manera que me veré en un apuro terrible si llego tarde.
—Connor —dijo Tess—. Connor Whitby. Es el profesor de Educación Física de Liam.
Lo recordó la noche pasada en la estación de servicio con el casco bajo el brazo.
—Sí, así es. Todas las niñas están enamoradas de él. En realidad, también la mitad de las madres.
—¿De verdad?
La cama de agua hacía plof, plof.
—Hola, Tess. Hola, Cecilia.
Era Rachel Crowley, la secretaria del colegio, caminando en sentido contrario, calzada con zapatillas blancas de correr, blusa de seda y una elegante falda. Tess se preguntó si alguien había mirado alguna vez a Rachel sin pensar en Janie Crowley y lo que le había ocurrido en el parque. Era imposible pensar que Rachel hubiera sido alguna vez una mujer normal, que nadie hubiera presentido la tragedia que se cernía sobre ella.
Rachel se detuvo ante ellas. Más conversación. Era incesante. Se la notaba cansada y pálida, con el pelo blanco no tan bien arreglado como lo llevaba el día anterior.
—Gracias otra vez por haberme llevado a casa anoche —le dijo a Cecilia; sonrió a Tess—: Estuve en una de las reuniones de Tupperware de Cecilia anoche y me pasé bebiendo. Por eso hoy voy a pie. —Señaló las zapatillas—. Vergonzoso, ¿verdad?
Hubo un silencio incómodo. Tess esperó a que Cecilia hablara primero, pero parecía distraída por algo lejano y estaba extraña, casi siniestramente silenciosa.
—Parece que tuviste una noche divertida —dijo finalmente Tess—. Su voz sonó demasiado fuerte y entusiasta. ¿Por qué no podía hablar como una persona normal?
—Efectivamente. —Rachel frunció levemente el ceño a Cecilia, que seguía sin decir palabra; volvió a dirigirse a Tess—. ¿Ha llegado bien Liam a su clase hoy?
—La señorita Applebee le ha tomado bajo su protección —explicó Tess.
—Qué bien —dijo Rachel—. Estará estupendamente. Trudy atiende con especial dedicación a los niños nuevos. Mejor me voy a trabajar. Y a quitarme estos zapatones. Adiós, chicas.
—Que tengas un buen… —La voz de Cecilia sonó ronca y carraspeó—. Que tengas un buen día, Rachel.
—Vosotras también.
Rachel se alejó rumbo al colegio.
—Bueno —dijo Tess.
—Dios mío —exclamó Cecilia llevándose la mano a la boca—, creo que voy a… —Miró nerviosa alrededor, como si buscara algo—. Mierda.
Y de pronto se agachó sobre la alcantarilla sin poder contener el vómito.
Oh, Dios, pensó Tess, mientras seguía oyendo las interminables arcadas. No quería ver a Cecilia Fitzpatrick vomitando en una alcantarilla. ¿Sería la resaca de la noche pasada? ¿Comida en mal estado? ¿Debía agacharse a su lado y sujetarle el pelo como hacían las amigas en los aseos de las discotecas después de demasiados tequilas? ¿Como habían hecho Felicity y ella alguna vez? ¿O debía frotar suavemente la espalda de Cecilia con movimientos círculares como hacía cuando vomitaba Liam? ¿Debía, al menos, decir algo compasivo y consolador mientras estaba allí mirando, para demostrar su preocupación en vez de poner mala cara y mirar para otro lado? Pero es que apenas conocía a aquella mujer.
Cuando estaba embarazada de Liam, Tess había sufrido náuseas continuas durante todo el día. Había vomitado en muchos sitios públicos y lo único que quería en esos momentos era que la dejaran tranquila. ¿Quizá debía irse sin más? Pero no podía dejar sola a la pobre mujer. Buscó desesperadamente con la mirada a otra madre del colegio, una de las que supieran lo que tenían que hacer. Cecilia tendría montones de amigas en el colegio, pero la calle se había quedado vacía de repente.
Entonces le vino una maravillosa inspiración: pañuelos de papel. El pensamiento de poder brindar a Cecilia algo útil a la vez que apropiado la llenó de algo ridículamente semejante al júbilo. Rebuscó en el bolso y encontró un pequeño paquete de pañuelos sin abrir y una botella de agua.
«Eres como un boy scout», le había confesado Will al principio de su relación, una vez en que sacó del bolso una pequeña linterna después de que se le cayeran las llaves del coche en una calle oscura, al volver del cine a casa. «Si nos quedáramos en una isla desierta podríamos ser autosuficientes gracias al bolso de Tess», había dicho Felicity porque, por supuesto, también había estado allí esa noche, por lo que recordaba ahora. ¿Cuándo no había estado Felicity de por medio?
—Oh, Dios mío —dijo Cecilia; se incorporó, se dejó caer en el bordillo y se pasó el dorso de la mano por la boca—. Qué vergüenza.
—Toma. —Tess le alargó los pañuelos—. ¿Te encuentras bien? ¿Es por algo que quizá hayas… comido?
Tess se dio cuenta de que a Cecilia le temblaban mucho las manos y se había puesto pálida como la cera.
—No lo sé. —Cecilia se sonó la nariz y miró a Tess; tenía ojeras amoratadas bajo los ojos llorosos y pequeñas motas de rímel en las pestañas, estaba horrible—. Lo siento. Vete. Seguro que tienes un millón de cosas que hacer.
—La verdad es que no tengo nada que hacer —reconoció Tess—. Nada en absoluto. —Quitó el tapón de la botella—. ¿Un sorbo de agua?
—Gracias. —Cecilia tomó la botella de agua y bebió.
Fue a levantarse y se tambaleó. Tess la agarró del brazo antes de que cayera al suelo.
—Lo siento, lo siento mucho —se lamentó Cecilia casi sollozando.
—No te preocupes. —Tess la sostenía—. No te preocupes en absoluto. Creo que debería llevarte a casa.
—Oh, no, no, es muy amable por tu parte, pero estoy bien.
—No, no lo estás —insistió Tess—. Te llevo a tu casa. Puedes acostarte, ya llevaré yo las zapatillas de tu hija al colegio.
—No me puedo creer que me haya vuelto a olvidar de las malditas zapatillas de Polly —se reprochó Cecilia; parecía asustada de sí misma, como si hubiera puesto en peligro la vida de Polly.
—Vamos —dijo Tess.
Tomó las llaves de la mano de Cecilia, que no ofreció resistencia, apuntó al coche de Tupperware y pulsó el botón del cierre centralizado. Estaba poseída de una insólita sensación de capacidad y determinación.
—Gracias por esto. —Cecilia descansó todo el peso de su cuerpo en el brazo de Tess, mientras esta la ayudaba a sentarse en el asiento del copiloto de su coche.
—No hay problema —aseguró Tess con voz animada y decidida, totalmente insólita en ella, mientras cerraba la puerta y rodeaba el coche para sentarse al volante.
¡Qué amable y civilizado por tu parte!, opinó Felicity en su mente. ¡Solo te falta apuntarte a la Asociación de Padres y Amigos del colegio!
Que le jodan a Felicity, pensó Tess girando la llave de contacto de Cecilia con un hábil movimiento de muñeca.