El despertador sobresaltó con un estremecimiento a Cecilia, que se despertó de golpe a las seis y media de la mañana. Estaba echada de costado, mirando a John-Paul y sus ojos se abrieron simultáneamente. Estaban tan próximos que sus narices casi se tocaban.
Miró los delicados trazos de las venillas rojas en los ojos azules de John-Paul, los poros de la nariz, la sombra gris de la barba sin afeitar en su fuerte, firme y honesto mentón.
¿Quién era aquel hombre?
La noche pasada habían vuelto a la cama y se habían acostado juntos en la oscuridad, mirando al techo sin ver, mientras John-Paul hablaba. Cuánto había hablado. No había hecho falta pedir más información. Ella no había hecho una sola pregunta. Él quería hablar, contarle todo. Hablaba en voz baja y ardiente, sin inflexiones, casi monótona, solo que lo que estaba contándole no tenía nada de monótono. Cuanto más hablaba, más ronca era su voz. Era como una pesadilla, yacer en la oscuridad, escuchando ese interminable susurro áspero que no cesaba. Tuvo que morderse el labio para no gritar: «¡Cállate, cállate, cállate!».
Se había enamorado de Janie Crowley. Un amor loco. Incluso obsesivo. Como cree uno que se enamora en la adolescencia. La había visto un día en el McDonald’s de Hornsby cuando ambos estaban rellenando una solicitud de empleo temporal. Janie lo conocía de cuando coincidieron en Primaria, antes de que él fuera a su exclusivo colegio de chicos. Habían estado en el Santa Ángela en el mismo curso, pero en clases diferentes. Él no se acordaba de ella, aunque el apellido Crowley le sonaba. Ninguno de los dos acabó trabajando allí. Janie encontró empleo en una tintorería y John-Paul en una cafetería, pero mantuvieron una conversación increíblemente intensa sobre no sé qué y ella le dio su número de teléfono y él la llamó al día siguiente.
Él había creído que era su novia. Que iba a perder la virginidad con ella. Tenía que ser todo en secreto porque el padre de Janie era uno de esos fanáticos padres católicos que le había prohibido tener novio hasta que cumpliera dieciocho años. Por tanto, su relación, pues eso es lo que era, tenía que ser completamente secreta. Eso la hacía aún más excitante. Era como si fueran agentes secretos. Si la telefoneaba a casa y contestaba alguien que no fuera ella, la norma era colgar el teléfono. Nunca se daban la mano en público. Ninguno de sus amigos lo sabía. Janie insistió en esto. Fueron al cine una vez y se cogieron de la mano en la oscuridad. Se besaron en el vagón vacío de un tren. Se sentaron en la rotonda del parque de Wattle Valley y fumaron cigarrillos y hablaron de que querían ir a Europa antes de la universidad. Y eso fue todo, en realidad. Le escribió poesías que le daba demasiada vergüenza entregarle.
A mí nunca me escribió poesías, pensó Cecilia de pasada.
Esa noche Janie le había pedido que se vieran en el sitio acostumbrado del parque de Wattle Valley. Solía estar vacío y había una rotonda donde podían sentarse y besarse. Dijo que tenía algo que contarle. Él creyó que iba a decirle que había ido al centro de planificación familiar y había conseguido la píldora. Ya habían hablado de eso. Pero lo que le dijo fue que lo sentía porque se había enamorado de otro chico. John-Paul se quedó atónito. Desconcertado. ¡No sabía que hubiera otro chico rondando! «Pero yo pensaba que eras mi novia». Y ella se rio. Parecía muy contenta, dijo John-Paul, muy contenta de no ser mi novia, y él se quedó destrozado, humillado, preso de una furia increíble. Cuestión de orgullo más que nada. Se sentía un idiota y por eso quiso matarla.
John-Paul parecía especialmente interesado en que Cecilia lo supiera. Dijo que no quería justificarlo ni quitarle importancia ni simular que había sido un accidente, porque durante unos segundos sintió auténticos deseos de matarla.
No recordaba haber tomado la decisión de estrangularla. Pero sí el momento en el que de pronto se hizo consciente del fino cuello de la chica entre sus manos. No era uno de sus hermanos a quien estaba asfixiando. Estaba haciendo daño a una chica. Recordó haber pensado: ¿qué coño estoy haciendo?, y haberla soltado al momento, cosa que le alivió, porque estaba seguro de haber reaccionado a tiempo y no haberla matado. Solo que ella estaba inerte en sus brazos, con la mirada perdida por encima de su hombro, y él pensó que no, que no era posible. Pensó que solo había sido un segundo, quizá dos, de furia enloquecida, desde luego no lo suficiente como para haberla matado.
No lo podía creer. Ni siquiera ahora. Al cabo de tantos años. Todavía estaba impactado y horrorizado por lo que había hecho.
Ella aún seguía caliente, pero supo, sin el menor género de dudas, que estaba muerta.
Posteriormente se preguntó si habría podido equivocarse. ¿Por qué ni siquiera intentó reanimarla? Debía de haberse hecho esa pregunta un millón de veces. Pero en aquel momento había estado seguro. Ella había muerto. Había muerto.
Por eso la depositó con cuidado al pie del tobogán y recordó haber pensado que esa noche hacía mucho frío y haberla tapado con la chaqueta del colegio. Tenía en el bolsillo el rosario de su madre porque esa mañana había tenido un examen y siempre lo llevaba para que le diera suerte. Lo puso con cuidado en las manos de Janie. Fue su forma de pedir perdón a Janie y a Dios. Y luego echó a correr. Corrió hasta quedarse sin aliento.
Estaba convencido de que lo detendrían. Esperaba constantemente sentir la pesada mano de un policía caer sobre su hombro.
Pero ni siquiera lo interrogaron. Janie y él no compartían el mismo colegio ni en el mismo círculo de amistades. Ni sus padres ni amigos conocían su relación. Al parecer, nadie los había visto nunca juntos. Era como si nunca hubiera ocurrido.
Dijo que, si la policía lo hubiera interrogado, habría confesado al momento. Dijo que, si hubieran acusado a otro del asesinato, se habría entregado. No habría permitido que nadie pagara por él. No era tan malvado.
Pero, como nadie se lo preguntó, él nunca dio la respuesta.
En los años noventa empezó a enterarse de que algunos crímenes se resolvían mediante pruebas de ADN y se preguntó si habría dejado algún rastro suyo, un pelo, por ejemplo. Pero, aun en ese supuesto, habían estado juntos muy poco tiempo y habían mantenido su juego clandestino muy eficazmente. Nadie le habría pedido nunca una muestra de ADN por la sencilla razón de que nadie sabía que había conocido a Janie. Estuvo a punto de convencerse a sí mismo de que no la había conocido y de que nada de aquello había sucedido jamás.
Y luego habían ido pasando los años, amontonándose sobre el recuerdo de lo que había hecho. Algunas veces, susurró, podía pasar meses sintiéndose relativamente normal, y otras, no podía pensar más que en lo que había hecho y estaba seguro de que acabaría volviéndose loco.
—Es como un monstruo atrapado en mi mente —dijo con voz ronca—. A veces se libera y anda suelto por ahí y luego vuelvo a controlarlo. Lo encadeno. ¿Sabes lo que quiero decir?
No, pensó Cecilia. La verdad es que no.
—Entonces te conocí —continuó John-Paul—. Y noté algo en ti. Una profunda bondad. Me enamoré de tu bondad. Era como contemplar un hermoso lago. Era como si, de alguna forma, estuvieras purificándome.
Cecilia se quedó estupefacta. Yo no soy buena, pensó. ¡Una vez fumé marihuana! ¡Solíamos emborracharnos juntos! ¡Creía que te habías enamorado de mi buen tipo, mi animada compañía, mi sentido del humor, no de mi bondad, por el amor de Dios!
John-Paul siguió hablando, empeñado en que ella conociera hasta los detalles más nimios.
Cuando nació Isabel y se convirtió en padre de pronto fue consciente por primera vez de lo que les había hecho a Rachel y Ed Crowley.
—Cuando vivíamos en Bell Avenue, solía ver al padre de Janie paseando al perro cuando iba a trabajar —dijo—. Y su rostro… parecía…, no sé cómo definirlo. Como si sufriera un terrible dolor físico o hubiera sido arrastrado por el suelo, solo que no había sido así, estaba paseando al perro. Y yo pensaba en lo que le había hecho. En que era el responsable de su dolor. Intenté varias veces cambiar de casa o, al menos, de ruta, pero seguía viéndolo.
Cuando nació Isabel vivían en la casa de Bell Avenue. Los recuerdos de Cecilia en Bell Avenue olían a champú de recién nacido, pañales y puré de pera y plátano. John-Paul y ella habían estado como locos con la recién nacida. A veces llegaba más tarde al trabajo para poder estar más tiempo en la cama con Isabel, con su trajecito blanco de Bonds, acariciándole la barriguita firme y regordeta. Solo que no era verdad. Lo hacía para evitar ver al padre de la chica que había asesinado.
—Veía a Ed Crowley y pensaba: Se acabó, tengo que confesar —dijo—. Pero entonces pensaba en ti y en la niña. ¿Cómo iba a hacerte eso? ¿Cómo iba a decírtelo? ¿Cómo iba a dejar que criaras tú sola a la niña? Pensé en abandonar Sydney. Pero sabía que no querrías dejar a tus padres y, además, eso no era lo correcto. Era como escapar. Tenía que permanecer aquí, donde en cualquier momento pudiera ir a casa de los padres de Janie para contarles lo que había hecho. Tenía que sufrir. Entonces fue cuando tuve una idea. Tenía que encontrar nuevas formas de castigarme y sufrir sin hacer sufrir a nadie más. Tenía que hacer penitencia.
Si algo le proporcionaba demasiado placer —placer que era únicamente para él—, entonces renunciaba. Por eso había renunciado a remar. Le encantaba, por tanto, debía dejarlo porque Janie nunca remaría. Vendió su querido Alfa Romeo puesto que Janie nunca conduciría un coche.
Se dedicó a la comunidad, como si un juez le hubiera ordenado hacer cierto número de horas de servicios comunitarios.
Cecilia estaba convencida de que le preocupaba su comunidad. Había creído que era algo que tenían en común, cuando, de hecho, el John-Paul que ella creía conocer ni siquiera existía. Él era una invención. Toda su vida era una representación: un acto dirigido a Dios para que lo sacara del atolladero.
Dijo que la cuestión de los servicios comunitarios era engañosa porque ¿qué pasaba si disfrutaba realizándolos? Por ejemplo, le encantaba ser bombero voluntario —la camaradería, las bromas, la adrenalina—, ahora bien, ¿era su disfrute superior a su contribución a la comunidad? Siempre estaba calculando, preguntándose qué más esperaba Dios de él, cuánto más tenía que pagar. Por supuesto, sabía que nada sería suficiente y que probablemente iría al infierno cuando muriera. Lo dice en serio, pensó Cecilia. Cree realmente que va a ir al infierno, como si fuera un lugar físico y no una idea abstracta. Se estaba refiriendo a Dios de un modo escandalosamente familiar. Ellos no eran de esa clase de católicos. Claro que eran católicos, iban a la iglesia, pero, santo Dios, no eran religiosos. Dios no intervenía en sus conversaciones cotidianas.
Solo que aquella no era una conversación cotidiana.
Siguió hablando. Parecía incansable. Cecilia pensó en la leyenda urbana de ese gusano exótico que habitaba en tu cuerpo y que solo podía expulsarse dejando de comer y poniendo luego un plato de comida caliente delante de la boca, esperando a que el gusano oliera la comida y se desenroscara poco a poco, abriéndose camino por la garganta. La voz de John-Paul era como ese gusano: una incesante cadena de horrores saliendo por su boca.
Le contó que, al crecer las niñas, la culpa y el remordimiento se hicieron prácticamente insoportables. Las pesadillas, las migrañas, las depresiones que se esforzaba en ocultarle se debían a lo que había hecho.
—A primeros de año Isabel empezó a recordarme a Janie —dijo John-Paul—. Por su forma de arreglarse el pelo. Me quedaba mirándola. Era terrible. No hacía más que imaginar que alguien hacía daño a Isabel del modo…, del modo en que yo se lo hice a Janie. Una chica inocente. Me daba la sensación de que debía de pasar por el dolor que yo había causado a sus padres. Tenía que imaginarla muerta. He llorado. En la ducha. En el coche. He llorado de miedo.
—Esther te vio llorando antes de que viajaras a Chicago —afirmó Cecilia—. En la ducha.
—Ah, ¿sí? —John-Paul parpadeó.
Por un momento hubo un hermoso silencio, hasta que lo asimiló.
Perfecto, pensó Cecilia. Ya hemos terminado. Ha dejado de hablar.
Gracias a Dios. Notaba un agotamiento físico y mental que no había experimentado desde su último parto.
—Dejé el sexo —dijo John-Paul.
Por amor de Dios.
Quería que ella supiera que el pasado noviembre intentó pensar en nuevas formas de castigarse y decidió dejar el sexo durante seis meses. Le daba vergüenza que no se le hubiera ocurrido antes. Era uno de los grandes placeres de su vida. Casi le había matado. Le preocupó que ella pensara que estaba manteniendo una aventura, porque evidentemente no podía decirle la verdadera razón.
—Oh, John-Paul —suspiró ella en la oscuridad.
La perpetua búsqueda de redención que había emprendido todos aquellos años atrás le parecía tan idiota, tan infantil, tan claramente insensata y tan típicamente desordenada.
—He invitado a Rachel Crowley a la fiesta de piratas de Polly —anunció Cecilia recordando, maravillada, lo estúpidamente inocente que había sido hasta hacía unas horas—. La he llevado a casa esta noche. Hablé con ella de Janie. Me pareció que era estupendo…
Se le quebró la voz.
Oyó el suspiro largo y entrecortado de John-Paul.
—Lo siento —dijo—. Ya sé que no hago más que decirlo. Ya sé que es inútil.
—Está bien —aseguró ella a punto de reírse, porque era mentira.
Era lo último que recordaba antes de que ambos cayeran en un sueño profundo, como si hubieran tomado alguna droga.
—¿Estás bien? —preguntó John-Paul ahora—. ¿Te encuentras bien?
Ella olió su mal aliento mañanero. También tenía la boca seca. Le dolía la cabeza. Se sentía con resaca, sórdida y avergonzada, como si los dos hubieran participado en un repugnante acto de depravación esa noche.
Se presionó la frente con dos dedos y cerró los ojos, incapaz ya de mirarle. Le dolía el cuello. Debía de haber dormido en mala postura.
—¿Crees que todavía…? —se interrumpió y carraspeó convulsivamente; finalmente dijo en un susurro—: ¿Puedes seguir conmigo?
Ella lo miró a los ojos y vio un terror puro y elemental.
¿Marcaba un solo acto lo que uno era para siempre? ¿Pesaba más una mala acción de adolescente que veinte años de matrimonio, de buen matrimonio, veinte años de ser buen marido y buen padre? Si asesinas, eres un asesino. Así funcionaba para otra gente. Para extraños. Para gente sobre la que leías en los periódicos. Cecilia estaba segura de eso, pero ¿eran diferentes las normas aplicables a John-Paul? Y, en caso afirmativo, ¿por qué?
Se oyeron unos pasos rápidos por el pasillo y de pronto se lanzó a su cama un cuerpo cálido y pequeño.
—Buenos días, mamá —dijo Polly acurrucándose alegremente entre ellos.
Puso la cabeza en la almohada de Cecilia, haciéndole cosquillas en la nariz con el pelo negro azulado.
—Hola, papá.
Cecilia miró a su hija pequeña como si la estuviera viendo por primera vez: la piel perfecta, las largas pestañas y el azul intenso de sus ojos. Todo en ella era exquisito y puro.
Los ojos de Cecilia se cruzaron con los de John-Paul con perfecta comprensión, inyectada en sangre. Y ese era el motivo.
—Hola, Polly —dijeron los dos al unísono.