CAPÍTULO DOS

—Si se trata de una broma —dijo Tess—, no tiene ninguna gracia.

Will puso la mano en su brazo. Felicity puso la suya en su otro brazo. Eran como sendos sujetalibros que estuvieran sosteniéndola.

—Lo sentimos mucho, muchísimo —se diculpó Felicity.

—Mucho —repitió Will como si estuvieran cantando juntos un dueto.

Estaban sentados en la gran mesa redonda de madera que a veces utilizaban para reuniones con clientes, pero sobre todo para comer pizza. El rostro de Will tenía una palidez mortal. Tess podía ver cada uno de los diminutos pelos negros de su barba de tres días en alta definición, tiesos, como una especie de campo de cultivo en miniatura que crecía por su piel increíblemente blanca. Felicity tenía tres manchas rojas bien diferenciadas en el cuello.

Por un momento, Tess quedó paralizada por aquellas tres manchas, como si contuvieran la respuesta. Parecían huellas digitales en el nuevo y esbelto cuello de Felicity. Segundos después, Tess levantó la vista y vio que los ojos de Felicity, sus famosos ojos verdes almendrados («¡Esa chica gorda tiene unos ojos preciosos!»), estaban enrojecidos y lacrimosos.

—Enterarme —dijo Tess—. Enterarme de que vosotros dos… —se interrumpió. Tragó saliva.

—Queremos que sepas que en realidad no ha pasado nada —terció Felicity.

—No hemos…, ya sabes —dijo Will.

—No os habéis acostado juntos. —Tess notó que ambos estaban orgullosos de ello, que casi esperaban que los admirara por su contención.

—Naturalmente que no —declaró Will.

—Pero queréis hacerlo —dijo Tess, a punto de reírse por lo absurdo de la situación—. ¿Eso es lo que me estáis diciendo, no? Queréis acostaros juntos.

«Deben de haberse besado». Eso era peor que si se hubieran acostado juntos. Todo el mundo sabía que un beso robado era la cosa más erótica del mundo.

Las manchas del cuello de Felicity empezaron a subir hasta la mandíbula. Parecía que estaba sufriendo una rara enfermedad infecciosa.

—Lo sentimos mucho —repitió Will—. Nos hemos esforzado para…, para que no ocurriera.

—Es verdad —confirmó Felicity—. Durante meses, sabes, solo…

—¡Meses! ¡Esto lleva durando meses!

—En realidad no ha pasado nada —proclamó Will con tanta solemnidad como si estuviera en la iglesia.

—Bueno, algo sí ha pasado —dijo Tess—. Ha pasado algo bastante importante.

¿Quién le iba a decir que fuera capaz de hablar con tal dureza? Cada palabra sonaba como un bloque de hormigón.

—Lo siento —dijo Will—. Por supuesto, quiero decir, ya sabes…

Felicity apoyó la frente en las yemas de los dedos y rompió a llorar.

—¡Oh, Tess!

Tess alargó involuntariamente la mano para consolarla. Tenían más intimidad que si fueran hermanas. Siempre se lo decía a la gente. Sus madres respectivas habían sido gemelas y Felicity y Tess eran hijas únicas y solo se llevaban seis meses. Todo lo habían hecho juntas.

Una vez Tess le soltó un puñetazo a un chico —un auténtico gancho de derecha en toda la cara—, porque había llamado a Felicity elefantita, que era exactamente lo que parecía en sus años de colegio. Felicity se había convertido en una adulta con sobrepeso, «una chica grande con una cara bonita». Bebía Coca-Cola como si fuera agua, jamás se ponía a dieta ni hacía ejercicio ni parecía importarle particularmente su peso. Pero hacía unos seis meses se había afiliado a los Vigilantes del Peso, había dejado la Coca-Cola, se había apuntado a un gimnasio, consiguiendo perder cuarenta kilos, y se había puesto muy guapa. Extraordinariamente guapa. Era exactamente el tipo de persona que buscaban en el programa The Biggest Loser: una mujer imponente atrapada en el cuerpo de una persona gorda.

Tess se había alegrado mucho por ella. «Tal vez ahora encuentre a alguien estupendo», le había dicho a Will. «Ha ganado más confianza en sí misma».

Efectivamente, Felicity había encontrado a alguien realmente estupendo. Will. El hombre estupendo de Tess. Hacía falta tener mucha confianza en sí misma para birlarle el marido a tu prima.

—Lo siento tanto que quiero morirme. —Felicity lloraba.

Tess retiró la mano. Felicity, la puntillosa, sarcástica, graciosa, inteligente y gorda Felicity, hablaba como una animadora de equipo americana.

Will echó la cabeza hacia atrás y clavó la mirada en el techo apretando los dientes. Él también estaba procurando no llorar. La última vez que Tess lo había visto llorar fue cuando nació Liam.

Tess tenía los ojos secos y el corazón desbocado, como si estuviera aterrorizada, como si su vida corriera peligro. Sonó el teléfono.

—No contestes —pidió Will—. No son horas.

Tess se levantó, fue a su mesa y descolgó el teléfono.

—TWF Publicidad —dijo.

—Tess, cariño, ya sé que es tarde, pero tenemos un pequeño problema.

Era Dirk Freeman, director de marketing de Petra Farmacéutica, su cliente más importante y lucrativo. El trabajo de Tess consistía en hacer sentirse importante a Dirk, darle la seguridad de que, aunque tenía cincuenta y seis años y ya no iba a ascender en el escalafón de directivos de la empresa, él era el gran kahuna y Tess su sierva, su doncella, su humilde camarera de hecho, a la que podía decirle lo que tenía que hacer o ponerse insinuante, gruñón o distante mientras ella hacía como que se resistía, aunque, a la hora de la verdad, tenía que hacer lo que él decía. Por cierto, el servicio que estaba proporcionando últimamente a Dirk rayaba en lo sexual.

—El color del dragón del envase del Tos Stop está mal —dijo Dirk—. Demasiado morado. Se pasa de morado. ¿Hemos ido a la imprenta?

Sí, habían ido a la imprenta. Cincuenta mil cajitas de cartón habían salido de la imprenta ese día. Cincuenta mil sonrientes dragones morados enseñando los dientes.

¡Menudo trabajo habían dado los dichosos dragones! Un incesante intercambio de correos electrónicos, discusiones… Y, mientras Tess había estado hablando de dragones, Will y Felicity se habían enamorado.

—No —dijo Tess, con la mirada puesta en su marido y su prima, ambos sentados en la mesa de reuniones del centro de la sala, con la cabeza baja, mirándose las yemas de los dedos, como adolescentes castigados después de clase—. Es tu día de suerte, Dirk.

—Ah, creía que sí…, bueno, bien.

Apenas pudo ocultar su decepción. Habría querido dejar a Tess agobiada y preocupada. Habría querido oír el temblor del pánico en su voz.

Su voz se fue haciendo más grave hasta adquirir un tono áspero y autoritario, como si estuviera a punto de lanzar a sus tropas al campo de batalla.

—Necesito que pares todo lo de Tos Stop, ¿de acuerdo? Todo. ¿Lo has entendido?

—Lo he entendido. Parar todo lo de Tos Stop.

—Volveré a llamarte.

Colgó. No había el menor problema con el color. Al día siguiente volvería a llamar y diría que estaba bien. Lo que pasaba era que necesitaba sentirse poderoso durante unos instantes. Probablemente uno de los jóvenes fichajes le había hecho sentirse inferior en una reunión.

—Las cajas de Tos Stop han ido a imprenta hoy. —Felicity se giró y miró con preocupación a Tess.

—Está bien.

—Pero si va a cambiar… —dijo Will.

—He dicho que está bien.

Aún no estaba furiosa. La verdad es que no. Pero barruntaba la posibilidad de una furia peor que cualquiera que hubiera sentido en su vida, un acceso de ira in crescendo que podía explotar como una bola de fuego y destruir todo a su alrededor.

No volvió a sentarse. Se dio la vuelta y observó la pizarra blanca donde anotaban los trabajos en curso.

Envases Tos Stop!

Anuncio de Feathermart en prensa!!

Página web Bedstuff :)

Resultaba humillante ver su propia letra irregular, despreocupada y confiada con sus frívolos signos de exclamación. La cara sonriente junto a la página web de Bedstuff era porque les había costado mucho conseguir ese trabajo en pugna con empresas mayores, hasta que, por fin, lo habían ganado. Había dibujado la cara sonriente ayer, cuando todavía desconocía el secreto de Will y Felicity. ¿Habrían cruzado miradas ruines a su espalda mientras ella la dibujaba? Seguro que no sonríe tanto cuando confesemos nuestro secreto, ¿verdad?

Volvió a sonar el teléfono.

Esta vez Tess dejó que saltara el contestador.

TWF Publicidad. Las iniciales de sus nombres unidas para formar la empresa de sus sueños. La conversación intrascendente de «y si…» hecha realidad.

Hacía dos navidades estuvieron de vacaciones en Sydney. Como era costumbre, habían pasado la Nochebuena en casa de los padres de Felicity, los tíos Mary y Pete de Tess. Felicity seguía estando gorda. Guapa, sonrosada y sudorosa con ropa de la talla 50. Habían tomado la típica barbacoa de salchichas, la tradicional ensalada de pasta cremosa y la habitual tarta pavlova. Felicity y Will habían estado quejándose de su trabajo. Jefes incompetentes. Colegas idiotas. Oficinas con corrientes de aire. Y así sucesivamente.

—Dios mío, qué pena me dais —dijo el tío Pete, que no tenía nada de qué quejarse porque estaba jubilado.

—¿Por qué no montáis algo juntos? —propuso la madre de Tess.

Ciertamente, todos estaban en sectores parecidos. Tess era la directora de comunicación de marketing de una agencia de publicidad chapada a la antigua. Will era director creativo de una gran y prestigiosa agencia de publicidad muy pagada de sí misma. (Así se habían conocido: Tess había sido cliente de Will). Felicity era diseñadora gráfica a las órdenes de un malvado tirano.

Las ideas fueron saliendo muy deprisa en cuanto se pusieron a hablar de ello. ¡Una, otra, otra! Para cuando estaban tomando el último bocado de pavlova ya estaba todo decidido. ¡Will sería el director creativo! ¡Naturalmente! ¡Felicity, la directora artística! ¡Por supuesto! ¡Tess, la ejecutiva de cuentas! Aunque eso no estaba tan claro. Nunca había desempeñado esa función. Siempre había estado del lado del cliente, por lo que se consideraba a sí misma una especie de introvertida social.

De hecho, unas semanas antes había hecho un test del Reader’s Digest en la sala de espera de un médico, titulado: «¿Padece usted fobia social?», y sus respuestas (C en todos los casos) confirmaron que sí, la verdad es que padecía fobia social y debería acudir a un profesional o a un «grupo de apoyo». Probablemente, todos cuantos hicieron el test obtuvieron idéntico resultado. Quien no sospecha padecer fobia social no se molesta en hacer el test, se dedica a estar de cháchara con la recepcionista.

Desde luego, no había acudido a ningún profesional ni lo había comentado con nadie. Ni con Will. Ni siquiera con Felicity. Hablar de ello equivalía a aceptar que era verdad. Ambos la observarían cuando estuviera con gente y se mostrarían amablemente comprensivos con ella cuando constataran la humillante prueba de su timidez. Lo importante era disimular. De pequeña, su madre le había dicho en cierta ocasión que su timidez era casi una forma de egoísmo: «Mira, cuando bajas así la cabeza, la gente cree que no te cae bien». A Tess le había llegado al alma. Creció y aprendió a mantener breves conversaciones con el corazón desbocado. Se obligó a establecer contacto visual incluso cuando los nervios la apremiaban a apartar la vista. «Un poco resfriada», era toda la explicación que daba a su sequedad de garganta. Aprendió a sobrellevarla, igual que otras personas aprenden a sobrellevar la intolerancia a la lactosa o la piel sensible.

De todas formas, Tess no se había tomado muy en serio lo de aquella Nochebuena de hacía dos años. Todo quedó en meras palabras pronunciadas tras haber ingerido una buena cantidad del ponche de la tía Mary. No es que fueran a montar una empresa juntos. Ni que ella fuera a ser la ejecutiva de cuentas.

Pero luego, en Año Nuevo, una vez de vuelta en Melbourne, Will y Felicity siguieron dándole vueltas. La casa de Will y Tess tenía en la planta baja una zona enorme que los anteriores propietarios habían utilizado para sus hijos como «refugio de adolescentes». Contaba con una entrada independiente. No tenían nada que perder. Los costes de establecimiento no serían altos. Will y Tess habían estado invirtiendo dinero extra en su hipoteca. Felicity estaba compartiendo piso. Si no salía bien, podían dejarlo y buscar trabajo.

Tess se dejó llevar por la ola de su entusiasmo. Estuvo encantada de dejar su trabajo, pero la primera vez que se sentó en la sala de espera de la oficina de un posible cliente tuvo que apretarse las manos entre las rodillas para que dejaran de temblar. A menudo notaba que le daba vueltas la cabeza. Incluso ahora, al cabo de dieciocho meses, seguía padeciendo trastornos nerviosos cada vez que conocía a un nuevo cliente. Curiosamente desempeñaba bien su trabajo. «Es usted diferente de la gente de las agencias», le había dicho un cliente al final de su primera reunión mientras se daban la mano para sellar el trato. «Escucha más que habla».

Los horribles nervios se compensaban con la gloriosa euforia que la invadía cada vez que salía de una reunión. Era como caminar por el aire. Lo había conseguido una vez más. Había luchado contra el monstruo y había vencido. Y, lo mejor de todo, nadie sospechaba su secreto. Captaba clientes. El negocio prosperaba. La campaña de lanzamiento de un producto realizada para una empresa de cosméticos llegó a estar seleccionada para un premio de marketing.

El trabajo de Tess implicaba estar a menudo fuera de la oficina, dejando solos a Will y Felicity durante muchas horas seguidas. Si alguien le hubiera preguntado si eso la preocupaba, se habría reído. «Felicity es como una hermana para Will», habría dicho.

Se dio media vuelta alejándose de la pizarra blanca. Notó que le flaqueaban las piernas. Fue a sentarse en una silla al otro lado de la mesa. Trató de ordenar las ideas.

Eran las seis de la tarde de un lunes. Se hallaba justo en la mitad de la vida.

Su mente estaba ocupada en mil cosas cuando Will subió a decirle que Felicity y él necesitaban contarle algo. Tess acababa de colgar el teléfono a su madre, que había llamado para decirle que se había roto el tobillo jugando al tenis. Tendría que andar con muletas los próximos dos meses y, sintiéndolo mucho, ¿podían celebrar la Pascua este año en Sydney en vez de en Melbourne?

Era la primera vez en quince años, desde que Tess y Felicity se habían mudado a otro estado, que Tess se había sentido mal por no vivir cerca de su madre.

—Tomaremos un avión el jueves a la salida del colegio —había dicho Tess—. ¿Te apañarás hasta entonces?

—Oh, estaré bien. Mary me ayudará. Y también los vecinos.

Pero la tía Mary no sabía conducir y el tío Phil no podía estar llevándola de acá para allá todos los días. Además, Mary y Phil estaban empezando a tener pequeños problemas de salud. Y los vecinos de la madre de Tess eran señoras mayores o familias jóvenes muy ajetreadas que apenas tenían tiempo para saludar con la mano cuando salían marcha atrás de sus casas con sus grandes coches. No tenían pinta de andar llevándole guisos.

Tess había dudado si sacar un billete de avión a Sydney para el día siguiente y organizar allí la ayuda a domicilio para su madre. A Lucy no le gustaría nada tener a una extraña en la casa. Pero ¿cómo iba a ducharse? ¿Cómo iba a cocinar?

Era un asunto complejo. Tenían mucho trabajo y no le gustaba dejar solo a Liam. Todavía no se había recuperado. En su clase había un chico, Marcus, que se metía todo el rato con él. No es que estuviera acosándolo exactamente. Eso habría dejado las cosas claras y podrían haber recurrido al estricto Código de Prácticas del colegio contra el acoso escolar: «Tenemos tolerancia cero ante el acoso». Marcus era más complicado. Era un pequeño psicópata encantador.

Tess tenía la certeza de que algo nuevo y horrible había pasado ese día con Marcus en el colegio. Le había dado la cena a Liam mientras Felicity y Will estaban abajo trabajando. La mayoría de las noches, Will, Liam y ella, y a veces Felicity, cenaban en familia, pero la página web de Bedstuff tenía que estar activa el viernes, por lo que a todos les tocaba trabajar un montón de horas.

Liam había estado más callado de lo habitual durante la cena. Era un chico soñador y reflexivo, nunca había sido muy charlatán, pero había algo triste impropio de su edad en su forma de cortar mecánicamente los trozos de salchicha con el tenedor y untarlos en la salsa de tomate.

—¿Has jugado hoy con Marcus? —preguntó Tess.

—No —dijo Liam—. Hoy es lunes.

—¿Y qué?

Pero Liam se cerró en banda y se negó a decir una palabra más sobre el tema, y Tess notó que el corazón se le llenaba de cólera. Tenía que volver a hablar con su profesora. Le embargaba la clara sensación de que estaban abusando de su hijo y nadie se daba cuenta. La zona de juegos del colegio era como un campo de batalla.

Eso era lo que tenía Tess en la cabeza cuando Will le había preguntado si podía bajar: el tobillo de su madre y Marcus.

Will y Felicity estaban esperándola sentados a la mesa de reuniones. Antes de reunirse con ellos, Tess recogió todas las tazas de té que había por la oficina. Felicity tenía la costumbre de hacerse cafés que nunca terminaba. Tess puso las tazas en fila sobre la mesa de reuniones y, al sentarse, dijo:

—Nuevo récord, Lissy. Cinco tazas a medias.

Felicity no dijo nada. Miró a Tess de una manera extraña, como si se sintiera verdaderamente mal por las tazas de café, y entonces Will hizo su trascendental anuncio.

—Tess, no sé cómo decir esto —dijo—. Pero Felicity y yo nos hemos enamorado.

—Muy gracioso. —Tess agrupó las tazas de café y sonrió—. Muy divertido.

Pero por lo visto no era una broma.

Entonces apoyó las manos en el tabero de pino de la mesa y los miró fijamente. Tenía las manos pálidas, nudosas y con las venas marcadas. Un antiguo novio, no podía recordar cuál, le había dicho una vez que se había enamorado de sus venas. Will había tenido muchos problemas para pasar el anillo por su nudillo el día de la boda. Los invitados se habían reído discretamente. Will simuló un suspiro de alivio una vez que se lo hubo puesto, mientras acariciaba secretamente su mano.

Tess levantó la vista y vio a Will y Felicity cruzar rápidas miradas de preocupación.

—Entonces es amor de verdad —dijo Tess—. Sois almas gemelas, ¿no?

Un nervio palpitó en la mejilla de Will. Felicity se atusó el pelo.

Sí. Eso era lo que ambos estaban pensando. Sí, es amor de verdad. Sí, somos almas gemelas.

—¿Cuándo empezó esto exactamente? —preguntó—. ¿Cuándo surgieron estos «sentimientos» entre vosotros?

—Eso no importa —se apresuró a decir Will.

—¡Me importa a mí! —Tess alzó la voz.

—Creo, no estoy seguro, tal vez hará unos seis meses —murmuró Felicity con los ojos bajos.

—O sea, cuando empezaste a perder peso —conjeturó Tess.

Felicity se encogió de hombros.

—Tiene gracia que no la miraras ni una vez cuando estaba gorda —dijo Tess a Will.

El regusto amargo de la maldad inundaba su boca. ¿Cuánto tiempo hacía que no se permitía a sí misma decir algo que fuera pura maldad? Desde la adolescencia por lo menos.

Jamás había llamado gorda a Felicity. Nunca había hecho la menor crítica sobre su peso.

—Tess, por favor —pidió Will sin censura en la voz, solamente una súplica leve y desesperada.

—Está bien —dijo Felicity—. Me lo merezco. Nos lo merecemos.

Alzó la barbilla y miró a Tess con sincera y valiente humildad.

De manera que iban a dejar que Tess se despachara a gusto. Iban a quedarse allí sentados y soportarlo el tiempo que fuera. No iban a responder. Will y Felicity eran buenos en el fondo. Ella lo sabía. Eran buena gente y por eso querían hacer las cosas bien, ser comprensivos y encajar la cólera de Tess, de tal forma que, al final, la mala fuera Tess y no ellos. En realidad no se habían acostado juntos, no la habían traicionado. ¡Se habían enamorado! No era una sórdida aventurilla sin importancia. Era el destino. Estaba predestinado. Nadie podía pensar mal de ellos.

Era genial.

—¿Por qué no me lo has dicho tú solo?

Tess intentó acorralar a Will con los ojos, como si la fuerza de su mirada pudiera traerlo de vuelta de donde se había ido. Los ojos de él, sus extraños ojos color avellana, el color del cobre batido, con espesas pestañas negras, unos ojos bien distintos a los suyos de un vulgar azul claro; los mismos ojos que había heredado su hijo, y que Tess valoraba ahora como algo suyo, una preciada posesión por la que aceptaba agradecida elogios: «Tu hijo tiene unos ojos muy bonitos». «Han salido a los de mi marido. No tienen nada que ver conmigo». Tenían todo que ver con ella. Suyos. Eran suyos. Los ojos dorados de Will solían ser divertidos, siempre estaba dispuesto a reírse de todo, encontraba bastante divertida la vida cotidiana, era una de las cosas que más le gustaban de él, y resultaba que en ese momento estaban mirándola suplicantes, del mismo modo que la miraba Liam cuando quería algo en el supermercado.

Por favor, mamá, quiero esas gominolas con azúcar, con todos los conservantes y ese envoltorio con la marca tan bien puesta y ya sé que te prometí no pedir nada, pero es que las quiero.

Por favor, Tess, quiero a tu deliciosa prima y ya sé que prometí ser sincero en los buenos momentos y en los malos, en la salud y en la enfermedad, pero por favooor.

«No. No puedes quedarte con ella. He dicho que no».

—No encontrábamos el momento ni el lugar adecuado —explicó Will—. Y queríamos decírtelo los dos. No podíamos… y entonces pensamos que no podíamos seguir sin que tú lo supieras, de modo que… —Movía la mandíbula como un pavo, dentro y fuera, adelante y atrás—. Pensamos que nunca iba a haber un buen momento para una conversación como esta.

Nosotros. Eran un nosotros. Ya lo habían hablado. Al margen de ella. Bien. Por supuesto que lo habían hablado al margen de ella, como también se habían enamorado al margen de ella.

—Creí que yo también debería estar aquí —añadió Felicity.

—Ah, ¿sí? —ironizó Tess. No podía soportar mirar a Felicity—. ¿Y ahora qué va a pasar?

Formular la pregunta la llenó de una nauseabunda ola de incredulidad. Seguramente no iba a pasar nada. Seguramente Felicity saldría disparada a una de sus recientes clases de gimnasia y Will subiría a charlar con Liam mientras se bañaba, quizá llegara al fondo del problema de Marcus, mientras Tess freía algo para la cena; ya tenía listos los ingredientes, era demasiado extraño pensar en la pequeña bandeja de tiras de pollo envuelta en plástico, que esperaba aburrida en el frigorífico. Seguramente Will y ella se tomarían un vaso de la botella de vino medio vacía y hablarían de posibles hombres para la renovada y atractiva Felicity. Habían barajado muchas posibilidades. Su gestor bancario italiano. El gran tipo silencioso que les suministraba todas sus mermeladas de gourmet. Ni una sola vez se había dado Will una palmada en la frente diciendo: «¡Por supuesto! ¿Cómo se me ha podido pasar? ¡Yo! ¡Sería perfecto para ella!».

Era una broma. No podía dejar de pensar que todo era una broma macabra.

—Sabemos que no hay nada que pueda hacer esto fácil, justo o mejor —dijo Will—. Pero haremos lo que tú quieras, lo que tú creas que es mejor para Liam y para ti.

—Para Liam —repitió ella estupefacta.

Inexplicablemente, no se le había ocurrido que tendrían que contárselo a Liam, que el niño tendría algo que decir o que le afectaría de algún modo. Liam, que en ese momento estaría arriba, echado en el suelo viendo la televisión, con su pequeña mente de seis años abarrotada de preocupaciones por Marcus.

«No, pensó. No, no. No. En absoluto».

Vio a su madre aparecer en la puerta de su habitación. «Papá y yo queremos hablar de una cosa contigo».

A Liam no le sucedería lo que le sucedió a ella. Por encima de su cadáver. Su guapo hijo de rostro serio no iba a experimentar la pérdida y el estupor que ella sintió aquel horrible verano de hace tantos años. No prepararía la mochila con ropa cada dos viernes. No iba a poner un calendario en el frigorífico para ver dónde le tocaba dormir cada fin de semana. No iba a aprender a pensárselo antes de hablar cada vez que uno de sus padres le hiciera una pregunta aparentemente inocente sobre el otro.

Las ideas se le agolpaban en la cabeza.

Ahora lo que más importaba era Liam. Sus propios sentimientos eran irrelevantes. ¿Cómo podía salvar esta situación? ¿Cómo podía impedirla?

—Nunca, jamás hemos querido que pasara esto. —Los ojos de Will eran grandes y cándidos—. Queremos hacer las cosas de la mejor manera. La mejor manera para todos. Incluso nos hemos preguntado…

Tess vio que Felicity hacía un leve movimiento de cabeza a Will.

—Incluso os habéis preguntado ¿qué? —dijo Tess.

Una prueba más de sus charlas. Podía imaginar la placentera intensidad de esas conversaciones. Ojos llorosos en demostración de lo buenas personas que eran, cuánto sufrían por la mera idea de hacer daño a Tess, pero ¿qué podían hacer ellos ante su pasión, su amor?

—Es demasiado pronto para hablar de lo que vamos a hacer. —De pronto la voz de Felicity se había hecho más resuelta.

Tess se clavó las uñas en las palmas de las manos. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a hablar con su voz habitual, como si fuera una situación habitual, un problema habitual?

—Incluso os habéis preguntado ¿qué? —Tess no apartaba la mirada de Will.

Olvídate de Felicity, se dijo a sí misma. No tienes tiempo para sentir cólera. Piensa, Tess, piensa.

El rostro de Will pasó del blanco al carmesí.

—Nos hemos preguntado si podríamos vivir todos juntos. Aquí. Por Liam. Esto no es una ruptura normal. Somos todos… familia. Por eso pensamos, quiero decir, quizá sea una locura, pero hemos pensado que podría ser. De momento.

Tess soltó una carcajada. Un sonido fuerte, casi gutural. ¿Habían perdido el juicio?

—¿Quieres decir que yo salgo del dormitorio y entra Felicity? ¿Y qué le decimos a Liam?: «No te preocupes, cariño, ahora papá se acuesta con Felicity y mamá duerme en otra habitación».

Felicity parecía avergonzada.

—Por supuesto que no.

—Si lo quieres ver así… —empezó Will.

—¿Cómo quieres que lo vea?

Will suspiró. Echó el cuerpo hacia delante.

—Mira —continuó—, no tenemos por qué decidir nada ahora mismo.

A veces Will empleaba en la oficina un tono particularmente masculino, razonable pero autoritario, cuando quería que las cosas se hicieran de determinada manera. A Tess y Felicity les repateaba. En ese momento estaba empleando el mismo tono, como si hubiera llegado la hora de poner las cosas en su sitio.

Qué atrevimiento.

Tess levantó los puños y dio tal puñetazo en la mesa que temblaron hasta las patas. Jamás había hecho nada semejante. Se sentía ridícula, absurda y algo excitada. Le gustó ver estremecerse a Will y Felicity.

—Voy a deciros lo que va a pasar —precisó, porque de pronto lo vio meridianamente claro.

Era sencillo.

Will y Felicity necesitaban tener un romance en condiciones. Cuanto antes mejor. La ardiente pasión que sentían debía seguir su curso. Por el momento era dulce y sexy. Eran amantes maltratados por el destino; Romeo y Julieta mirándose tiernamente por encima del dragón de Tos Stop. Tenía que volverse sudorosa, pegajosa, sórdida y por último, con suerte, si Dios quiere, banal y aburrida. Will amaba a su hijo y, una vez disipada la niebla del deseo, comprendería que había cometido un error terrible pero no irremediable.

Las cosas podían arreglarse.

La única salida para Tess era irse. Inmediatamente.

—Liam y yo nos vamos a vivir a Sydney —dijo—. Con mamá. Acaba de llamar para decirme que se ha roto el tobillo. Necesita alguien allí que la ayude.

—¡Oh, no! ¿Cómo ha sido? ¿Se encuentra bien? —dijo Felicity.

Tess no le hizo caso. Felicity ya no tenía que fingir ser la sobrina cariñosa. Era la otra mujer. Tess era la esposa. Iba a luchar por ello. Por Liam. Lucharía y vencería.

—Nos quedaremos con ella hasta que mejore su tobillo.

—Pero, Tess, no puedes llevarte a Liam a vivir a Sydney. —El tono mandón de Will se había esfumado—. Él era un chico de Melbourne. Nunca se había planteado vivir en ninguna otra parte.

Miró a Tess con expresión herida, como si él fuera Liam injustamente reprendido por algo. Luego enarcó las cejas.

—¿Qué pasa con el colegio? —dijo—. No puede perder clases.

—Puede ir al Santa Ángela un cuatrimestre. Necesita alejarse de Marcus. Le vendrá bien. Un cambio total de escenario. Podrá ir andando al colegio como hice yo.

—No podrás matricularle —aseguró Will fuera de sí—. ¡No es católico!

—¿Cómo que no es católico? —dijo Tess—. Está bautizado en la Iglesia católica.

Felicity abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Lo matricularé —anunció Tess. No tenía ni idea de lo difícil que iba a ser—. Mamá conoce gente en la parroquia.

Mientras hablaba, Tess evocaba imágenes del Santa Ángela, el pequeño colegio católico al que habían acudido Felicity y ella. Jugando a la rayuela a la sombra de las agujas de la iglesia. El sonido de las campanas. El rancio olor dulzón de los plátanos olvidados al fondo de la mochila. Estaba a cinco minutos de camino de la casa de la madre de Tess. Al final de una calle sin salida flanqueada de árboles que, en verano, formaban una cúpula de hojas verdes semejante a una catedral. Estaban en otoño, todavía hacía suficiente calor para nadar en Sydney. Las hojas de los ocozoles estarían marrones y doradas. Liam caminaría por senderos irregulares entre montones de hojas de jacarandás tenuemente moradas.

Todavía seguían en Santa Ángela algunos viejos profesores de los tiempos de Tess. Sus antiguos compañeros de clase habían crecido y se habían convertido en madres y padres que llevaban allí a sus propios hijos. La madre de Tess mencionaba a veces sus nombres y ella apenas podía creer que siguieran existiendo. Como los fantásticos hermanos Fitzpatrick. Seis chicos rubios de mandíbula cuadrada tan parecidos entre sí que parecían comprados en un lote. Eran tan guapos que Tess solía ruborizarse cuando pasaba cerca alguno de ellos. Uno de los monaguillos siempre era un Fitzpatrick. Todos ellos dejaron el Santa Ángela en 4º curso para cambiarse al exclusivo colegio católico masculino de la bahía. Eran tan ricos como maravillosos. Por lo que había oído, el mayor de los Fitzpatrick tenía tres hijas que estaban todas en el Santa Ángela.

¿Sería capaz de hacerlo? ¿Llevarse a Liam a Sydney y enviarlo a su antiguo colegio? Le parecía imposible, como si estuviera intentando enviarlo a su propia infancia a través del tiempo. Por un momento volvió a sentir vértigo. Aquello no estaba ocurriendo. Por supuesto, no sería capaz de sacar a Liam del colegio. Su proyecto sobre los animales marinos estaba previsto para el viernes. Debía ir a atletismo el sábado. Tenía montones de ropa que tender y un posible nuevo cliente que visitar al día siguiente por la mañana.

Pero vio que Will y Felicity volvían a intercambiar miradas y le dio un vuelco el corazón. Consultó el reloj. Eran las seis y media de la tarde. El tema musical del insoportable programa The Biggest Loser llegaba desde el piso de arriba. Liam debía de haber quitado el DVD y puesto la televisión. No tardaría en cambiar de canal en busca de alguna peli de tiros.

«¡No se consigue nada sin esfuerzo!», gritaba alguien en el plató de televisión.

Tess odiaba las frases huecas de motivación empleadas en ese programa.

—Sacaré dos billetes de avión para esta noche —dijo.

—¿Esta noche? —repitió Will—. No puedes hacer volar a Liam esta noche.

—Claro que puedo. Hay un vuelo a las nueve. No hay problema.

—Tess —intervino Felicity—, nos estamos pasando. No te hace ninguna falta…

—Nos quitamos de en medio —dijo Tess—. Para que Will y tú podáis acostaros juntos. Al fin. ¡Ocupad mi cama! He cambiado las sábanas esta mañana.

Se le venían otras cosas a la cabeza. Cosas mucho peores que podría decir.

A Felicity: «¡Menos mal que has perdido peso, porque a él le gusta contigo encima!».

A Will: «No le mires demasiado cerca las estrías».

Pero, no, eran ellos quienes deberían sentirse tan sórdidos como un motel de carretera. Se levantó y se alisó la falda.

—Esto es todo. Tendréis que llevar la agencia sin mí. Decid a los clientes que ha habido una emergencia familiar.

Lo cual era verdad.

Se disponía a recoger la fila de tazas de café medio llenas de Felicity, ensartando con los dedos el máximo posible de asas, cuando cambió de idea y volvió a dejar las tazas. Luego, mientras Will y Felicity la observaban, eligió las dos que estaban más llenas, las levantó en las palmas de sus manos y, con la cuidadosa puntería de una jugadora de netball, arrojó el café frío a sus estúpidas, serias y compungidas caras.