CAPÍTULO DIECINUEVE

—¡Ahí! ¡Mire!

Rachel pulsó el botón de pausa para que el rostro enfadado de Connor Whitby quedara congelado en la pantalla. Era el rostro de un monstruo. Sus ojos eran malvados agujeros negros. Tenía los labios retraídos en un feroz desdén. Rachel había visto cuatro veces las imágenes y cada vez estaba más convencida. Eran, en su opinión, asombrosamente concluyentes. Cualquier jurado que las viera lo declararía culpable.

Se volvió a mirar al sargento retirado Rodney Bellach sentado en su sofá, inclinado hacia delante, con los codos sobre las rodillas, y lo sorprendió tapándose la boca para disimular un bostezo.

Bueno, estaban en mitad de la noche. El sargento Bellach —«Puede llamarme Rodney a secas», le había insistido él— estaba profundamente dormido cuando ella le llamó por teléfono. Había respondido a la llamada su mujer y Rachel había oído cómo trataba de despertarlo. «Rodney. ¡Rodney! Es para ti». Cuando se puso al teléfono tenía la voz ronca y pastosa por el sueño. «Ahora mismo voy, señora Crowley», dijo al final, cuando ella le hubo explicado todo y, al colgar el teléfono, Rachel había oído decir a su mujer: «¿Adónde, Rodney? ¿Adónde vas? ¿Por qué no se puede esperar hasta mañana?».

Su mujer parecía una vieja gruñona.

Probablemente podría haberse esperado hasta mañana, pensaba en ese momento Rachel al ver a Rodney haciendo denodados esfuerzos para reprimir otro gran bostezo, restregándose los ojos adormilados. Al menos entonces habría estado más espabilado. No tenía buen aspecto. Por lo visto acababan de diagnosticarle diabetes de tipo 2. Había efectuado cambios drásticos en su dieta. Lo había comentado mientras se sentaban a ver el vídeo.

—Nada de azúcar —explicó acongojado—. Nunca más comeré helado de postre.

—Señora Crowley —dijo finalmente—, comprendo por qué cree que esto es una prueba de que Connor tenía un móvil, pero si he de ser sincero con usted, no creo que baste para convencer a nadie de reabrir el caso.

—¡Estaba enamorado de ella! —dijo Rachel—. Estaba enamorado de ella y ella lo había rechazado.

—Su hija era una chica muy guapa —dijo el sargento Bellach—. Seguro que había muchos chicos enamorados de ella.

Rachel se quedó patidifusa. ¿Cómo nunca se había dado cuenta de que Rodney era tan idiota? ¿Tan obtuso? ¿Le habría afectado la diabetes al cociente intelectual? ¿Le había encogido el cerebro la falta de helados?

—Pero Connor no era un chico cualquiera. Era el último que la vio antes de morir —dijo esmerándose en que le entendiera.

—Tenía coartada.

—¡Su madre fue su coartada! —dijo Rachel—. ¡Está claro que mentía!

—Y el novio de su madre también la ratificó —dijo Rodney—. Pero lo más importante, hubo un vecino que vio a Connor sacar la basura a las cinco de la tarde. El vecino era un testigo fiable. Abogado y padre de tres hijos. Recuerdo todos los detalles del caso de Janie, señora Crowley. Se lo garantizo, si creyera que tenemos algo…

—Ojos mentirosos —interrumpió Rachel—. Usted dijo que Connor tenía ojos mentirosos. Bueno, ¡tenía usted razón! ¡Toda la razón!

—Pero es que esto lo único que prueba es que tuvieron un pequeño altercado —dijo Rodney.

—¡Un pequeño altercado! —exclamó Rachel—. ¡Mire la cara de ese chico! ¡Él la mató! Sé que la mató. Lo sé en mi corazón, en mí… —fue a decir «cuerpo», pero no quiso parecer una chiflada. Aunque era cierto. Su cuerpo le decía que lo había hecho Connor. Estaba ardiendo, como si tuviera fiebre. Tenía calor hasta en las yemas de los dedos.

—Bueno, mire, veré lo que puedo hacer, señora Crowley —dijo Rodney—. No le prometo nada sobre lo que pueda conseguirse, pero sí le prometo que este vídeo llegará a las manos adecuadas.

—Gracias. Es todo cuanto puedo pedir.

Era mentira. Podía pedir mucho más. Quería que un coche de policía con la sirena a todo volumen fuera disparado en ese preciso instante a casa de Whitby Connor. Quería que esposaran a Connor, mientras un ceñudo y corpulento agente de policía le leía sus derechos. Oh, y no quería que ese agente de policía protegiera delicadamente la cabeza de Connor cuando lo metieran en la parte de atrás del coche. Quería que la cabeza de Connor se golpease una y otra vez hasta convertirse en pulpa sanguinolenta.

—¿Qué tal va su nieto? ¿Está muy alto? —Rodney tomó una foto enmarcada de Jacob de la repisa de la chimenea mientras Rachel sacaba la cinta de vídeo.

—Se va a Nueva York. —Rachel le alargó la cinta.

—¿Será una broma? —Rodney tomó la cinta y volvió a dejar cuidadosamente en su lugar la foto de Jacob—. Mi nieta mayor también se va a Nueva York. Ya tiene dieciocho años. Emily. Ha obtenido una beca en alguna universidad importante. Lo llaman la Gran Manzana. No sé por qué.

Rachel esbozó una sonrisa forzada y lo acompañó hasta la puerta.

—No tengo la menor idea, Rodney. Ni la más mínima idea.