La mañana del último día de su vida, Janie Crowley se sentó al lado de Connor Whitby en el autobús.
Se notaba extrañamente agitada y procuró calmarse inspirando despacio por la nariz y espirando por la boca. Pero no le sirvió de mucho.
«Tranquilízate», dijo para sus adentros.
—Tengo algo que contarte —anunció.
Él nunca decía nada. Nunca decía gran cosa, pensó Janie. Lo vio observarse las manos, que tenía apoyadas en las rodillas y luego observó las suyas propias. Vio con un estremecimiento de temor o anticipación, o ambos, que él tenía las manos muy grandes. Ella tenía las manos heladas. Siempre estaban frías. Las metió debajo de la ropa para calentarlas.
—He tomado una decisión —afirmó.
Él volvió súbitamente la cabeza para mirarla. El autobús se inclinó al tomar una curva y sus cuerpos se juntaron, de manera que sus ojos quedaron a pocos centímetros.
Respiraba tan rápido que llegó a pensar si le estaba pasando algo malo.
—Cuéntame —dijo él.