CAPÍTULO DIECIOCHO

—Entonces la has leído —dijo John-Paul.

Cecilia lo miró como si no lo hubiera visto nunca. Un hombre de mediana edad que en otro tiempo había sido muy guapo y, al menos para ella, lo seguía siendo. John-Paul tenía uno de esos rostros honrados y francos que inspiraban confianza. Podías comprarle un coche de segunda mano. La famosa mandíbula de los Fitzpatrick. Todos los chicos Fitzpatrick tenían potentes mandíbulas. Tenía una buena mata de pelo, gris y espeso. Aún presumía de pelo. Se secaba el pelo con secador de mano y cepillo. Sus hermanos le envidiaban por eso. Estaba a la puerta del estudio con unos calzoncillos largos de rayas blancas y azules y una camiseta roja. Se le veía pálido y sudoroso, como si hubiera ingerido veneno.

No le había oído bajar del desván ni venir por el pasillo. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, mientras ella estaba sentada, mirándose las manos sin verlas, hasta que las vio angelicalmente unidas sobre el pecho, como una niña pequeña en la iglesia.

—La he leído —dijo ella.

Se acercó la hoja de papel y volvió a leerla despacio, como si esta vez, ahora que tenía a John-Paul delante, fuera a decir algo diferente.

Estaba escrita con bolígrafo azul en una hoja de papel rayado. Tenía relieve, como si fuera braille. Debía de haber apretado al escribir, como si hubiera querido grabar las palabras en el papel. No había párrafos separados ni puntos y aparte. Las palabras se sucedían formando un bloque.

Querida Cecilia:

Si estás leyendo esto, entonces estaré muerto, por melodramático que quede ponerlo por escrito, pero supongo que todo el mundo se muere. Ahora mismo estás en el hospital, con nuestra hija recién nacida Isabel. Ha nacido esta mañana temprano. Es muy guapa, pequeñita e indefensa. Nunca he sentido nada parecido a lo que he sentido al tenerla en mis brazos. Ya estoy aterrorizado porque pueda ocurrirle algo. Y por eso tengo que escribirte esto. Si me ocurriera algo, al menos habré podido hacerlo. Al menos habré podido dejar las cosas claras. Me he tomado unas cuantas cervezas. Tal vez lo que diga no tenga sentido. Probablemente romperé esta carta. Cecilia, tengo que decirte que, cuando tenía diecisiete años, maté a Janie Crowley. Si sus padres siguen vivos, haz el favor de decirles que lo siento y que fue un accidente. No fue premeditado. Perdí los estribos. Tenía diecisiete años y era jodidamente estúpido. No puedo creer que fuera yo. Me parece una pesadilla. Parece como si hubiera tomado drogas o hubiera estado borracho, pero no fue así. Estaba perfectamente sobrio. Estallé. Tuve un estallido cerebral, como dicen esos idiotas jugadores de rugby. Parece que estoy intentando justificarme, pero no estoy poniendo excusas. Hice una cosa terrible, inimaginable y no sé explicarla. Sé lo que estás pensando, Cecilia, porque para ti todo es blanco o negro. Estás pensando por qué no confesé. Pero tú sabes por qué no podía ir a la cárcel, Cecilia. Tú sabes que no podía estar encerrado. Sé que soy un cobarde. Por eso quise quitarme la vida a los dieciocho años, pero no tuve pelotas para llevarlo a cabo. Por favor, di a Ed y Rachel Crowley que no ha pasado un solo día sin que pensara en su hija. Diles que ocurrió muy deprisa. Janie estaba riéndose momentos antes. Fue feliz hasta el final. Quizá esto suene horrible. Suena horrible. No se lo digas. Fue un accidente, Cecilia. Janie me dijo que se había enamorado de otro chico y luego se rio de mí. Eso fue todo lo que hizo. Yo perdí la cabeza. Por favor di a los Crowley que lo siento mucho, no podría sentirlo más. Por favor di a Ed Crowley que ahora que soy padre comprendo exactamente lo que he hecho. La culpa ha sido como si un tumor me devorara y ahora es peor que nunca. Siento dejarte con esto, Cecilia, pero sé que eres lo bastante fuerte como para sobrellevarlo. Te quiero mucho a ti y a nuestra niña y tú me has dado mucha más felicidad de la que yo merecía. No merecía nada y lo tuve todo. Lo siento mucho.

Con todo mi amor,

John-Paul

Cecilia creía que ya había sentido furia antes, cantidad de veces, pero ahora se daba cuenta de que no tenía ni idea de cómo era la auténtica furia. Pura furia al rojo vivo. Una sensación frenética, enloquecida y maravillosa. Como si pudiera volar. Volar por la habitación como un demonio y clavar las garras en el rostro de John-Paul hasta hacerle sangre.

—¿Es verdad? —dijo. Le decepcionó el sonido de su voz. Era débil. No parecía propio de alguien en pleno ataque de furia—. ¿Es verdad? —repitió más fuerte.

Sabía que era verdad, pero su deseo de que no lo fuera era tan avasallador que tenía que preguntarlo. Quería hacer que no fuera verdad.

—Lo siento —dijo él con los ojos enrojecidos y desencajados como los de un caballo salvaje.

—Pero si tú jamás… —dijo Cecilia—. Nunca harías. No podías.

—No sé explicarlo.

—Ni siquiera conocías a Janie Crowley —rectificó—: Ni siquiera sabía que la conocieras. Nunca me hablaste de ella.

John-Paul se puso a temblar visiblemente al oír el nombre de Janie. Se apoyó en las jambas de la puerta. Verle temblar de ese modo era aún más impactante que las palabras que había escrito.

—Si tú murieras —dijo ella—, si tú hubieras muerto y yo encontrara esta carta… —se interrumpió, no podía respirar a causa de la furia—. ¿Cómo has podido dejarme eso? Dejar que haga eso por ti. ¿Esperas que me presente a la puerta de Rachel Crowley y le diga… esto? —Se levantó, se tapó la cara con las manos y se puso a andar en círculo. Estaba desnuda, se dio cuenta sin que le importara gran cosa. La camiseta había acabado al fondo de la cama después de haber tenido sexo y no se había preocupado de recuperarla—. ¡He llevado a Rachel en coche a casa esta noche! ¡Le he hablado de Janie! Me pareció que hacía bien contándole un recuerdo que tenía de ella, mientras esta carta estaba aquí. —Apartó las manos y le miró—. ¿Qué habría pasado si la encuentra una de las niñas, John-Paul? —La idea le vino a la cabeza de repente y le pareció tan horrible que tuvo que repetirla—. ¿Qué habría pasado si la encuentra una de las niñas?

—Lo sé —susurró él. Entró en la habitación, se apoyó en la pared y la miró como si estuviera enfrentándose a un pelotón de fusilamiento—. Lo siento.

Lo vio desmoronarse y caer sentado sobre la alfombra.

—¿Por qué la escribiste? —Tomó la carta por uno de sus extremos y volvió a soltarla—. ¿Cómo pudiste poner una cosa así por escrito?

—Había bebido demasiado y al día siguiente traté de localizarla para romperla. —La miró lloroso—. Pero se me perdió. Por poco me vuelvo loco buscándola. Debí de estar trabajando en la declaración de la renta y entonces se me traspapeló. Creía que había mirado…

—¡Calla! —gritó ella.

No soportaba oírle hablar con ese tono desesperado tan habitual sobre las cosas que perdía y luego recuperaba, como si aquella carta fuera algo absolutamente normal, como la factura del algún impago del seguro del coche.

John-Paul se llevó un dedo a los labios.

—Vas a despertar a las niñas —dijo con voz trémula.

Su nerviosismo la sacó de quicio. Sé un hombre, quiso gritar. Llévatela. ¡Aparta esto de mí! Él debía destruir aquella repugnante, asquerosa y horrible criatura. Era su deber quitarle de encima aquella onerosa carga. Y no estaba haciendo nada.

Llegó una vocecilla por el pasillo:

—¡Papá!

Era Polly, la que tenía el sueño más ligero. Siempre llamaba a su padre. Cecilia no servía. Solo su padre podía espantar a los monstruos. Solo su padre. Su padre, que había matado a una chica de diecisiete años. Su padre, que era también un monstruo asesino. Su padre, que lo había mantenido en secreto todos esos años. Era como si no hubiera entendido nada de nada.

Se sintió desbordada. Se dejó caer en la silla de cuero negro.

—¡Papá!

—¡Ya voy, Polly!

John-Paul se incorporó despacio, apoyándose en la pared. Miró a Cecilia con ojos temerosos y se dirigió al pasillo, en dirección a la habitación de Polly.

Cecilia se concentró en su respiración. Inspirar por las fosas nasales. Vio el rostro de Janie Crowley con doce años. «No es más que un estúpido desfile». Espirar por la boca. Vio la granulosa foto en blanco y negro de Janie que apareció en las portadas de los periódicos, con su larga cola de caballo rubia cayéndole por un hombro. Todas las víctimas de asesinato tenían aspecto de víctimas de asesinato: bellas, inocentes, predestinadas, como si estuviera programado. Inspirar. Vio a Rachel dar golpes con la frente contra la ventanilla del coche. Espirar. ¿Qué hacer, Cecilia? ¿Qué hacer? ¿Cómo arreglarlo? ¿Cómo resolverlo? Ella arreglaba cosas. Las resolvía. No había más que levantar el teléfono, entrar en Internet, rellenar los formularios adecuados, hablar con las personas apropiadas, organizar las devoluciones, las sustituciones, los modelos mejores.

Solo que nada de eso traería de vuelta a Janie. Su mente volvía una y otra vez a ese hecho frío, inamovible y horroroso, como un enorme muro que no pudiera traspasarse.

Empezó a romper la carta en pedacitos.

Confesar. John-Paul debería confesar. Eso era evidente. Debería aclararlo. Dejarlo todo más claro que el agua. Reparar. Cumplir las normas. La ley. Tendría que ir a la cárcel. Tendría que ser condenado. Una condena. Entre rejas. Pero no podrían encerrarlo. Se volvería loco. Por tanto, necesitaría medicación, terapia. Ya lo hablaría ella con quien fuera. Se informaría. No sería el primer preso con claustrofobia. ¿No eran las celdas bastante amplias? ¿No tenían patio para hacer ejercicio?

La claustrofobia no mata. Te da la sensación de que no puedes respirar.

En cambio, dos manos alrededor del cuello pueden matar.

Él había estrangulado a Janie Crowley. Había puesto las manos alrededor de su flaco cuello de niña y había apretado. ¿No lo convertía eso en malvado? Sí. La respuesta tenía que ser sí. John-Paul era un malvado.

Siguió rompiendo la carta, haciendo los pedacitos cada vez más pequeños hasta que pudo convertirlos en bolitas con los dedos.

Su marido era un malvado. En consecuencia, debía ir a la cárcel. Cecilia sería la esposa de un presidiario. Se preguntaba si había un club social para las esposas. Fundaría uno si no lo hubiera. Rompió a reír histéricamente, como una loca. ¡Por supuesto que lo haría! Ella era Cecilia. ¿Sería la presidenta de la Asociación de Esposas de Presidiarios y organizaría colectas para que instalaran aire acondicionado a sus pobres maridos? ¿Tenían aire acondicionado las cárceles? ¿O eran las escuelas primarias las que lo tenían? Se imaginó hablando con otras esposas mientras esperaban a pasar el detector de metales. «¿Por qué está aquí tu marido? Ah, ¿por atracar un banco? El mío por asesinato. Pues sí, estranguló a una chica. Cuando terminemos aquí nos vamos al gimnasio ¿verdad?».

—Ya se ha dormido —dijo John-Paul.

Había vuelto al estudio y se había quedado delante de ella, dándose ligeros masajes circulares bajo los pómulos, como acostumbraba hacer cuando estaba agotado.

No tenía aspecto de malvado. Sino el de su marido. Sin afeitar. El pelo desgreñado. Ojeroso. Su marido. El padre de sus hijas.

Si había matado a alguien una vez, ¿qué le impedía volver a hacerlo? Le había dejado entrar en la habitación de Polly. Había dejado entrar a un asesino en la habitación de su hija.

¡Pero era John-Paul! Su padre. Era papá.

¿Cómo iba a decir a las niñas lo que había hecho John-Paul?

«Papá va a ir a la cárcel».

Por un momento su mente se detuvo del todo.

Nunca se lo podría decir a las niñas.

—Lo siento —dijo John-Paul. Extendió los brazos en vano, como si quisiera abrazarla, pero les separaba algo demasiado vasto como para atravesarlo—. Lo siento mucho.

Cecilia se cubrió el cuerpo desnudo con los brazos. Temblaba de frío. Le castañeteaban los dientes. Estoy sufriendo un ataque de nervios, pensó con alivio. Estoy a punto de perder la cabeza y eso es porque esto no se puede arreglar. Sencillamente no tiene arreglo.