CAPÍTULO DIECISÉIS

Rachel despertó de un sueño que se desvaneció antes de que pudiera retenerlo. No recordaba más que el pánico. Algo relacionado con el agua. Janie de pequeña. ¿O era Jacob?

Se sentó en la cama y miró al reloj. La una y media de la noche. La casa apestaba a vainilla por la vela que había hecho añicos después de haberse quedado atrapada en la bañera.

Tenía la boca reseca por el alcohol ingerido en la reunión de Tupperware. Parecía que habían transcurrido años, no horas, desde entonces. Se levantó de la cama. No merecía la pena intentar volver a dormirse. Se quedaría levantada hasta que la tenue luz del alba invadiera la casa.

Momentos después había sacado la tabla de planchar y estaba zapeando por los canales de televisión con el mando a distancia. No había nada digno de verse.

En su lugar, se dirigió al armarito bajo el televisor, donde guardaba todos los vídeos. Todavía guardaba los antiguos VCR para poder ver su vieja colección de películas. «Mamá, ahora tienes todas esas películas en DVD», solía decirle Rob preocupado, como si hubiera algo ilegal en utilizar el VCR. Recorrió con el dedo el lomo de las fundas de los vídeos, pero no estaba de humor para ver a Grace Kelly o Audrey Hepburn, ni siquiera a Cary Grant.

Fue sacando cintas al azar y se encontró con una que tenía la etiqueta del lomo con su letra y la de Ed, Rob y Janie. Tachaban los programas a medida que iban grabando otros nuevos. Los niños de hoy probablemente considerarían aquella cinta una antigua reliquia. ¿No «descargan» programas ahora? Fue a sacar la cinta y se entretuvo viendo los títulos de los programas que veían en los años ochenta: The Sullivans, A Country Practice, Sons and Daughters. Por lo visto, había sido Janie la última en utilizarla. Sons and Daughters había garabateado.

Qué curioso. Esa noche había ganado el juego de las preguntas gracias a Sons and Daughters. Recordaba a Janie echada en el suelo del cuarto de estar, absorta en aquella tontería de programa, cantando el sensiblero tema principal. ¿Cómo era? Rachel casi pudo oír la melodía mentalmente.

En un impulso, metió el VCR en la grabadora y pulsó play. Se sentó en el suelo y vio el final de un anuncio de margarina, con esa imagen y sonido tan cómicos y anticuados de los viejos anuncios de televisión. Luego empezó Sons and Daughters. Rachel cantó mentalmente, admirada de poder recuperar del inconsciente la letra entera. Allí estaba Pat the Rat, más joven y atractiva de lo que Rachel la recordaba. El rostro torturado del protagonista masculino apareció en pantalla con el ceño fruncido. Seguía en la televisión, en algún programa de policías y rescates. La vida de todos había continuado adelante. Incluso las estrellas de Sons and Daughters. La pobre Janie había sido la única en quedarse en 1984.

Iba a pulsar eject cuando oyó la voz de Janie decir: «¿Está funcionando?».

A Rachel se le detuvo el corazón, con la mano a mitad de camino.

El rostro de Janie llenaba la pantalla, mirando directamente a la cámara con expresión jubilosa y descarada. Se había pintado la raya de los ojos de verde y llevaba demasiado rímel. Tenía una pequeña espinilla a un lado de la nariz. Rachel creía que conocía de memoria el rostro de su hija, pero había olvidado detalles que ignoraba haber olvidado, como la forma exacta de la dentadura y la nariz de Janie. No había nada de particular ni en la dentadura ni en la nariz, solo que eran de Janie y estaban allí otra vez. Su colmillo izquierdo estaba ligeramente torcido. La nariz, un poco demasiado larga. Sin embargo, o quizá por eso mismo, era guapa, más guapa incluso de lo que Rachel recordaba.

Nunca habían tenido grabadora de vídeo. Ed no creía que mereciera la pena lo que costaban. Las únicas imágenes que tenían de Janie viva eran de la boda de una amiga, en la que Janie fue dama de honor.

«Janie». Rachel puso la mano en la pantalla del televisor.

«Estás demasiado cerca de la cámara», dijo una voz de chico.

Rachel dejó caer la mano.

Janie retrocedió. Llevaba unos vaqueros azules de talle alto, con un cinturón metálico plateado y un top morado de manga larga. Rachel recordaba haber planchado aquel top. Las mangas eran complicadas, por el difícil plisado que tenían.

Janie era verdaderamente guapa, como un ave delicada, quizá una garza, pero, santo Dios, ¿había sido de verdad tan delgada la niña? Tenía los brazos y las piernas larguiruchos. ¿Le habría pasado algo? ¿Habría tenido anorexia? ¿Cómo no se había dado cuenta Rachel?

Janie estaba sentada en el borde de una cama individual. Estaba en una habitación que Rachel no conocía. La cama tenía una colcha a rayas azules y rojas. Las paredes eran de paneles de madera marrón oscuro. Janie bajaba la barbilla y miraba a la cámara fingiendo poner cara seria y llevándose un lápiz a la boca como si fuera un micrófono.

Rachel soltó una carcajada y juntó las manos como si estuviera rezando. También había olvidado aquello. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Janie solía fingir que era periodista por aquel entonces. Entraba en la cocina, agarraba una zanahoria y decía: «Dígame, señora Rachel Crowley, ¿qué tal ha sido el día de hoy? ¿Normal? ¿Extraordinario?». Luego ponía la zanahoria delante de Rachel y ella tenía que agacharse y decir muy cerca de la zanahoria: «Normal».

Decía normal, por supuesto. Los días para ella eran de lo más normal.

«Buenas tardes, soy Janie Crowley informando desde Turramurra, donde me hallo entrevistando a un solitario joven llamado Connor Whitby».

Rachel contuvo el aliento. Volvió la cabeza y notó la palabra «Ed» en la garganta. Ed. Ven. Debes ver esto. Habían pasado muchos años desde que había dicho eso.

Janie seguía hablando al lápiz. «Si pudiera acercarse un poco más, señor Whitby, para que puedan verle mis espectadores».

«Janie».

«Connor», Janie imitaba el tono de él.

Un muchacho de torso ancho y cabellos oscuros con una camiseta de rugby a rayas azules y amarillas y pantalones cortos se deslizó sobre la cama hasta sentarse junto a Janie. Miró a la cámara y apartó la mirada incómodo, como si pudiera ver a la madre de Janie observándolos desde el futuro, a treinta años vista.

Connor tenía el cuerpo de un hombre y el rostro de un muchacho. Rachel pudo distinguir las espinillas que salpicaban su frente. Tenía esa mirada hambrienta, asustada y sombría que suelen tener muchos adolescentes. Era como si necesitaran dar un puñetazo a la pared y mimos al mismo tiempo. El Connor de hacía treinta años no habitaba su cuerpo tan cómodamente como ahora. No sabía qué hacer con sus brazos y piernas. Abría las piernas y se daba ligeros puñetazos en la palma de la otra mano.

Rachel podía oír su propia respiración entrecortada. Quería introducirse en la televisión y sacar a Janie. ¿Qué estaba haciendo allí? Debía de ser el dormitorio de Connor. No la dejaban estar sola en el dormitorio de un chico. Ed se llevaría un disgusto.

Janie Crowley, señorita, vuelva a casa inmediatamente.

«¿Por qué necesitas que salga?», preguntó Connor. «¿No puedo estar sentado fuera de plano?».

«No puede hacerse una entrevista fuera de plano», dijo Janie. «Podría necesitar esta cinta cuando busque trabajo de periodista en 60 Minutes». Sonrió a Connor y él le devolvió la sonrisa: una sonrisa involuntaria, de enamorado.

Enamorado era la palabra adecuada. El chico estaba loco por su hija. «Solo éramos buenos amigos», dijo a la policía. «No era mi novia». «Pero yo conozco a todos sus amigos», dijo Rachel a la policía. «Conozco a todas sus madres». No se le escapó la comedida discreción de sus rostros. Años después, cuando Rachel decidió por fin quitar la cama individual de Janie, encontró una caja de píldoras anticonceptivas oculta bajo el colchón. No había conocido a su hija en absoluto.

«Háblame de ti, Connor», dijo Janie con el lápiz en alto.

«¿Qué quieres saber?».

«Bueno, por ejemplo, ¿tienes novia?».

«No lo sé», dijo Connor. Miró fijamente a Janie y de pronto pareció mayor. Se inclinó hacia delante y le dijo al lápiz: «¿Tengo novia?».

«Depende», Janie jugueteó con su coleta. «¿Qué tienes que ofrecer? ¿Cuáles son tus puntos fuertes? ¿Cuáles son tus puntos débiles? Me refiero a que tienes que venderte un poco, sabes».

Ahora sonaba tonta, estridente, incluso frívola. Rachel torció el gesto. «Oh, Janie, cariño. Calla. Habla bien. No puedes hablarle así». Los adolescentes solo flirteaban con hermosa sensualidad en las películas. En la vida real era terrible verlos haciendo aspavientos.

«Dios, Janie, si no puedes darme una respuesta clara, quiero decir…, ¡joder!».

Connor se levantó de la cama y Janie soltó una breve carcajada desdeñosa, al tiempo que su rostro se arrugaba como el de una niña pequeña, pero Connor solo oyó la risa. Fue derecho a la cámara. Alargó la mano para tapar el objetivo.

Rachel extendió la mano para impedírselo. No, no lo apagues. No me la quites.

En ese momento la pantalla se llenó de electricidad estática y la cabeza de Rachel dio una sacudida como si la hubieran abofeteado.

Bastardo. Asesino.

Estaba llena de adrenalina, excitada por el odio. ¡A ver, aquello era una prueba! ¡Una nueva prueba después de tantos años!

«Llámeme cuando quiera, señora Crowley, si recuerda cualquier cosa. No me importa que sea en plena noche», le había dicho el sargento Bellach tantas veces que resultaba cargante.

Nunca lo había hecho. Ahora por lo menos tenía algo para él. Lo cogerían. Podría sentarse en la sala del tribunal y ver a un juez declarar culpable a Connor Whitby.

Mientras marcaba el número del sargento Bellach, se balanceaba impaciente sobre la punta de los pies, al tiempo que el rostro arrugado de Janie ocupaba su mente.