CAPÍTULO QUINCE

Tess despertó de repente, plenamente consciente. Miró el reloj digital al lado de la cama y gruñó. No eran más que las once de la noche. Encendió la luz de la mesilla y se recostó en la almohada, con la mirada fija en el techo.

Estaba en su antigua habitación, aunque ya no quedaban en ella muchos recuerdos de su infancia. Apenas acababa Tess de salir por la puerta cuando su madre se apresuró a transformarlo en un elegante cuarto de invitados con una buena cama de matrimonio con sus correspondientes mesillas y lámparas. Una reacción en abierto contraste con la de la tía Mary, que había conservado respetuosamente la habitación de Felicity tal como estaba cuando se fue. La habitación de Felicity era como un yacimiento arqueológico en perfecto estado de conservación, con los carteles de TV Week aún en la pared.

La única parte de la habitación de Tess que había permanecido intacta era el techo. Recorrió con la mirada el trazado ondulado de las molduras blancas. Solía echarse en la cama mirando al techo los domingos por la mañana, preocupada por lo que había dicho, no había dicho o debería haber dicho en la fiesta de la noche pasada. Las fiestas la aterrorizaban. Seguían aterrorizándola. Por la falta de orden, el azar, el no saber dónde sentarse. De no haber sido por Felicity jamás hubiera asistido a ninguna, pero Felicity siempre tenía ganas de ir. Se quedaba en una esquina con Tess, cuchicheando sobre los invitados y haciendo reír a Tess.

Felicity había sido su salvadora.

¿Acaso no era verdad?

Esa noche, cuando su madre y ella se sentaron a tomar un vaso de brandy y un montón de chocolate («Así es como salí adelante cuando se fue tu padre», explicó Lucy. «Es medicinal»), estuvieron hablando de la llamada telefónica de Felicity y Tess dijo:

—La otra noche adivinaste que se trataba de Will y Felicity. ¿Cómo lo sabías?

—Felicity nunca te dejó tener nada tuyo —explicó su madre.

—¿Qué? —Tess se quedó desconcertada, no lo podía creer—. Eso no es verdad.

—Tú querías aprender piano. Felicity aprendía piano. Tú jugabas al netball. Felicity jugaba al netball. Tú eras muy buena en netball, de manera que ella se quedaba atrás; acto seguido, tú perdías de pronto el interés por el netball. Empiezas a hacer publicidad. ¡Qué sorpresa! Felicity también se mete en publicidad.

—Oh, mamá —dijo Tess—, no sé. Según tú, estaba todo calculado. Lo que pasa es que nos gustaba hacer las mismas cosas. Además, Felicity es diseñadora gráfica. Yo era ejecutiva de cuentas. Hay bastante diferencia.

Pero no para su madre, que frunció los labios como si callara algo, antes de terminar lo que le quedaba de brandy.

—Mira, no estoy diciendo que lo hiciera deliberadamente. ¡Pero te agobiaba! Cuando naciste, recuerdo que di gracias a Dios porque no fuerais gemelas, porque pudieras vivir tu propia vida, sin tantas comparaciones y competencia. Y resulta que luego acabáis como Mary y yo, como gemelas. ¡Peor que gemelas! Me pregunto cómo habrías sido si no la hubieras tenido siempre como una sombra, qué amistades habrías hecho…

—¿Amistades? No habría hecho amistades. ¡Era demasiado tímida, algo enfermizo! Todavía sigo siendo huraña cuando estoy en sociedad —se interrumpió de golpe para no contarle a su madre su autodiagnóstico.

—Felicity te hacía tímida —dijo su madre—. Le convenía. En realidad no eras tan tímida.

Tess apoyó la cabeza en la almohada. Echaba de menos la almohada de su casa en Melbourne. ¿Era cierto lo que había dicho su madre? ¿Había mantenido la mayor parte de su vida una relación disfuncional con su prima?

Pensó en aquel horrible, extraño y caluroso verano en que sus padres se separaron. Era como recordar una larga enfermedad. No había captado el menor indicio. Sin duda, sus padres se sacaban de quicio mutuamente. Eran muy diferentes. Pero eran su padre y su madre. Todas las personas que conocía tenían a su padre y a su madre viviendo en la misma casa. El círculo de su familia y amigos era muy reducido, conservador y católico. Conocía la palabra «divorcio», pero le sonaba igual que la palabra «terremoto». No era algo que pudiera ocurrirle a ella. Sin embargo, cinco minutos después de hacer su extraño y artificioso anuncio, su padre metió su ropa en la maleta que solían llevar de vacaciones y se fue a vivir a un piso que olía a moho, lleno de muebles viejos y desvencijados; mientras que su madre estuvo con la misma ropa ocho días seguidos, dando vueltas por la casa, riendo, llorando y murmurando: «Buen viaje y hasta nunca, tío». Tess tenía diez años. Había sido Felicity quien se había ocupado de ella aquel verano, quien la había llevado a la piscina y se había quedado a su lado en el duro cemento bajo un sol abrasador (y eso que Felicity, con su bonita piel blanca, odiaba tomar el sol) todo el tiempo que Tess había querido, quien se había gastado sus ahorros en comprarle un disco de Grandes Éxitos para hacer que Tess se sintiera mejor, quien le había llevado tarrinas de helado bañadas en chocolate cada vez que se sentaba en el sofá y se echaba a llorar.

Había sido a Felicity a quien Tess había llamado cuando perdió la virginidad, cuando perdió su primer trabajo, cuando le dieron calabazas por primera vez, cuando Will le dijo «Te quiero», cuando tuvieron su primera discusión de pareja, cuando la pidió en matrimonio, cuando rompió aguas, cuando Liam dio sus primeros pasos.

Habían compartido todo a lo largo de sus respectivas vidas. Juguetes. Bicis. La primera casa de muñecas. (Seguía en casa de su abuela). El primer coche. El primer piso. Las primeras vacaciones en el extranjero. El marido de Tess.

Ella había permitido que Felicity compartiera a Will. Por supuesto que sí. Había dejado que Felicity fuera como una madre para Liam y había dejado que Felicity fuera como una esposa para Will. Había compartido toda su vida con ella. Porque Felicity estaba demasiado gorda para encontrar su propio marido y su propia vida. ¿Era eso lo que pensaba inconscientemente? ¿O era porque pensaba que Felicity estaba demasiado gorda incluso para necesitar una vida propia?

Y luego Felicity se había hecho codiciosa. Lo quería todo de Will.

Si hubiera sido cualquier otra mujer distinta de Felicity, Tess nunca habría dicho: «Tened vuestra aventura y devuélveme a mi marido». Habría sido inconcebible. Pero, como se trataba de Felicity…, ¿estaba bien? ¿Se podía perdonar? ¿Se trataba de eso: había compartido con Felicity el cepillo de dientes y, por tanto, le había dejado usar a su marido? Pero, al mismo tiempo, eso hacía peor la traición. Un millón de veces peor.

Se puso boca abajo y hundió la cabeza en la almohada. Sus sentimientos hacia Felicity carecían de importancia. Necesitaba pensar en Liam. («Y yo, ¿qué?», se dijo a los nueve años, cuando sus padres se separaron. «¿No tengo nada que decir en esto?». Creía que era el centro del universo de sus padres y había descubierto que no tenía voz ni voto. Ni control).

Los divorcios nunca son buenos para los hijos. Lo había leído en alguna parte, hacía unas semanas, antes de todo esto. Incluso en los casos de separación amistosa, incluso cuando los padres hacían un enorme esfuerzo, los hijos sufrían.

Peor que gemelas, había dicho su madre. Quizá estuviera en lo cierto.

Tess retiró las mantas y se levantó de la cama. Necesitaba ir a algún sitio; salir de aquella casa y librarse de sus pensamientos. Will. Felicity. Liam. Will. Felicity. Liam.

Tomaría el coche de su madre para dar una vuelta. Miró los pantalones a rayas del pijama y la camiseta que llevaba. ¿Debería vestirse? De todas formas, no tenía nada que ponerse. No se había llevado suficiente ropa. No importaba. No saldría del coche. Se puso un par de zapatos bajos, salió de la habitación y bajó al pasillo sin hacer ruido, mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. La casa estaba en silencio. Encendió la lámpara del comedor y dejó una nota a su madre por si se despertaba.

Cogió su cartera y las llaves del coche de su madre del gancho al lado de la puerta y salió sigilosa al suave y dulce aire de la noche, respirando a pleno pulmón.

Condujo el Honda de su madre por la Pacific Highway con las ventanas bajadas y la radio apagada. La North Shore de Sydney estaba en silencio, vacía. Un hombre con un maletín, que debía de haber tomado el tren de vuelta a casa después de haberse quedado trabajando por la noche, caminaba deprisa por la acera.

Probablemente una mujer no caminaría sola desde la estación a casa a esas horas de la noche. Tess recordó cierta ocasión en que Will dijo que no le gustaba nada caminar detrás de una mujer entrada la noche, por si al sentir sus pasos creía que era un asesino con un hacha. «Me dan ganas de decir en voz alta: ¡Tranquila! ¡No soy un asesino con un hacha!». «Pondría pies en polvorosa si alguien me dijera eso», había dicho Tess. «Lo ves, no tiene arreglo», señaló él.

Siempre que sucedía algo malo en la North Shore, los periódicos calificaban la zona como «los suburbios del North Shore de Sydney», para que sonara más terrible.

Tess se detuvo ante un semáforo, bajó la mirada y vio el indicador rojo de que el depósito de gasolina estaba en la reserva.

—¡Maldita sea! —exclamó.

En la esquina siguiente había una estación de servicio profusamente iluminada que abría por la noche. Repostaría allí. Al llegar detuvo el coche y salió. No había nadie más que un motorista en la otra punta del recinto, ajustándose el casco después de haber repostado.

Abrió el depósito de gasolina del coche de su madre y sacó la boca del surtidor de su sitio.

—¡Hola! —dijo una voz de hombre.

Se volvió sobresaltada. El hombre había echado a andar con la moto, de modo que estaba al otro lado de su coche. Se levantó la visera del casco. Las potentes luces de la estación de servicio la deslumbraban, dificultando la visión. No podía distinguir las facciones, solo la mancha blanca y borrosa de un rostro.

Dirigió la mirada al mostrador vacío del interior de la estación de servicio. ¿Dónde estaba el maldito empleado? Tess puso un brazo protector sobre su pecho sin sujetador. Pensó en un episodio de Oprah que había visto con Felicity en el que un policía aconsejaba a mujeres qué hacer si las acosaban. Había que ser muy agresiva y gritar cosas como «¡No! ¡Fuera! ¡No quiero problemas! ¡Fuera! ¡Fuera!». Hubo un tiempo en que Felicity y ella se lo habían pasado en grande gritándoselo a Will cada vez que entraba en una habitación.

Tess carraspeó y cerró los puños como si estuviera en una de sus clases de defensa personal. Sería mucho más fácil mostrarse agresiva si llevara sujetador.

—Tess —dijo el hombre—. Soy yo. Connor. Connor Whitby.