CAPÍTULO TRECE

Rachel se metió en la bañera con el agua muy caliente, agarrándose a los laterales mientras la cabeza le daba vueltas. Era una idiotez bañarse estando achispada tras la reunión de Tupperware. Probablemente se resbalaría al salir y se rompería la cadera.

Quizá fuera una buena estrategia. Rob y Lauren cancelarían el traslado a Nueva York y se quedarían en Sydney para cuidar de ella. Mira a Lucy O’Leary. Su hija había venido de Melbourne para cuidarla en cuanto se enteró de que se había roto el tobillo. Incluso había sacado a su hijo del colegio de Melbourne, cosa que le parecía un tanto exagerada, ahora que lo pensaba.

Acordarse de las O’Leary hizo a Rachel pensar en Connor Whitby y la expresión de su rostro cuando vio a Tess. Rachel se preguntó si debería alertar a Lucy. «Un aviso. Connor Whitby podría ser un asesino».

O tal vez no. Tal vez fuera un profesor modélico de Educación Física.

Algunos días, cuando Rachel lo veía en el patio con los niños, al sol, el silbato al cuello y comiendo una manzana roja, pensaba: Es absolutamente imposible que este hombre tan simpático pudiera haber hecho daño a Janie. Y luego, otros días amargos y grises, cuando lo veía caminar solo, el rostro imperturbable, los hombros suficientemente anchos como para matar, pensaba: Tú sabes lo que le sucedió a mi hija.

Apoyó la cabeza en el borde de la bañera, cerró los ojos y recordó la primera vez que se enteró de su existencia. El sargento Bellach le había dicho que la última persona que había visto a Janie con vida había sido un chico llamado Connor Whitby, de la escuela pública de la zona, y Rachel había pensado: Pero eso no puede ser, nunca he oído hablar de él. Conocía a todos los amigos de Janie y a sus madres.

Ed había dicho a Janie que no le dejaban tener novio formal hasta que no hubiera terminado su último examen de bachillerato. Se había puesto muy solemne. Pero Janie no había protestado y ella había supuesto alegremente que todavía no le interesaban los chicos.

Ed y Rachel vieron a Connor por primera vez en el funeral de Janie. Estrechó la mano de Ed y rozó su mejilla fría con la de Rachel. Connor formaba parte de la pesadilla, tan irreal y desdichada como el ataúd. Meses después Rachel había encontrado aquella foto de ellos dos juntos en alguna fiesta. Él se estaba riendo de algo que había dicho Janie.

Y luego, después de tantos años, había entrado a trabajar en el Santa Ángela. Ni siquiera lo había reconocido hasta que vio su nombre en la solicitud de empleo.

—No sé si se acuerda de mí, señora Crowley —le dijo poco después de haber empezado, una vez que estuvieron a solas en la secretaría.

—Te recuerdo —respondió ella fríamente.

—Sigo pensando en Janie —añadió—. A todas horas.

Ella no supo qué decir: ¿Por qué piensas en ella? ¿Por qué la mataste?

Había algo inequívocamente semejante a la culpa en su mirada. No eran imaginaciones suyas. Llevaba trabajando quince años como secretaria del colegio. Connor tenía el aspecto del alumno al que han enviado al despacho de la directora. Pero ¿era culpable de asesinato? ¿O de algo más?

—Espero que no le incomode que yo trabaje aquí —dijo.

—Por mí, perfecto —respondió ella secamente, y esa había sido la última vez que hablaron de ello.

Había pensado en dimitir. Trabajar en el antiguo colegio de Janie siempre había sido un poco agridulce. Cuando las niñas pequeñas con sus larguiruchas piernas tipo Bambi pasaban a su lado por el patio, ella creía ver a Janie; en las calurosas tardes del verano veía a las madres recoger a sus hijos y se acordaba de aquellos lejanos veranos en que venía a buscar a Janie y Rob y se los llevaba a tomar un helado, con las caras sofocadas. Janie iba al instituto cuando murió, por lo que los recuerdos de Rachel del Santa Ángela no estaban empañados por el asesinato. Hasta que Connor Whitby apareció con su ruidosa moto por entre los suaves recuerdos color sepia de Janie.

Al final, se había quedado por puro empecinamiento. Le gustaba el trabajo. ¿Por qué debía ser ella la que se fuera? Es más, por alguna extraña razón, sentía que le debía a Janie no huir, plantar cara a aquel hombre a diario, con independencia de lo que hubiera hecho.

Si hubiera matado a Janie, ¿habría buscado trabajo en el mismo sitio que su madre? ¿Habría dicho: «Sigo pensando en ella»?

Rachel abrió los ojos y notó el duro nudo de furia alojado permanentemente en la parte de atrás de su garganta, como si no hubiera tosido lo suficiente o algo así. Era el no saber. El jodido no saber.

Echó más agua fría al baño. Estaba demasiado caliente.

«Es el no saber», había dicho una mujer pequeña de aspecto refinado en el grupo de apoyo a las víctimas de homicidios al que Ed y ella habían asistido algunas veces, sentados en sillas plegables en un salón social de Chatswood, sosteniendo con manos temblorosas las tazas de plástico con café instantáneo. El hijo de la mujer había sido asesinado camino de su casa después de jugar al críquet. Nadie había oído nada. Nadie había visto nada. «El jodido no saber», había dicho ella.

Hubo una oleada de leves parpadeos en el círculo. La mujer tenía una voz dulce y de cristal tallado, era como oír a la reina decir palabrotas.

«Odio tener que decírtelo, cariño, pero saber no sirve de mucho», le interrumpió un hombre corpulento con la cara colorada. Al asesino de su hija lo habían condenado a cadena perpetua.

A Rachel y Ed les disgustó profundamente aquel hombre, sentimiento que era mutuo, y por eso dejaron de asistir al grupo de apoyo.

La gente creía que la tragedia te hacía sabio, que te elevaba de modo automático a un nivel superior, más espiritual, pero a Rachel le parecía que era precisamente todo lo contrario. La tragedia te hacía mezquino y rencoroso. No te proporcionaba mayor conocimiento ni perspectiva. Lo único que tenía claro era que la vida es arbitraria y cruel, que hay quienes asesinan y se van de rositas, mientras que otros pagan un precio terrible por una negligencia leve.

Puso un paño de lavarse la cara bajo el grifo del agua fría, lo dobló y se lo colocó en la frente, como si fuera una paciente con fiebre.

Siete minutos. Su error podía medirse en minutos.

Marla era la única persona que lo sabía. Ed nunca se enteró.

Janie se quejaba todo el tiempo de que estaba cansada. «Haz más ejercicio», le repetía su madre. «No te acuestes tan tarde». «Come más». Era alta y muy flaca. Y luego empezó a quejarse de un dolor difuso en la parte baja de la espalda. «Mamá, te digo en serio que tengo mononucleosis infecciosa». Rachel pidió cita a la doctora Buckley, para que le dijera a Janie que no le pasaba nada y que tenía que hacer caso a su madre.

Janie solía tomar el autobús y hacía a pie el tramo desde la parada de Wycombe Road a casa. El plan era que Rachel la recogería en la esquina del instituto y la llevaría directamente a la consulta de la doctora Buckley en Gordon. Se lo recordó a Janie por la mañana.

Pero Rachel se retrasó siete minutos y, al llegar a la esquina, Janie no estaba esperando. Se habrá olvidado, pensó Rachel, tamborileando con los dedos en el volante. O se habrá hartado de esperar. La chica era muy impaciente y se comportaba como si Rachel fuera una especie de transporte público con la obligación de cumplir un horario. Por aquel entonces no había teléfonos móviles. Rachel no pudo hacer otra cosa que esperar diez minutos en el coche (a ella tampoco le gustaba mucho esperar) antes de volver a casa y telefonear a la recepcionista de la doctora Buckley para cancelar la cita.

No estaba preocupada. Estaba irritada. Rachel sabía que a Janie no le pasaba nada malo. Era muy típico que la hiciera molestarse en pedir cita a la doctora y que luego se olvidara. No fue hasta mucho más tarde, al decir Rob, con la boca llena de sándwich: «¿Dónde está Janie?», cuando Rachel miró el reloj de la cocina y notó la primera punzada fría de temor.

Nadie había visto a Janie esperando en la esquina o, si la habían visto, no comparecieron. Rachel nunca supo qué había pasado en aquellos siete minutos.

Al final se enteró por las investigaciones policiales de que Janie había ido a casa de Connor Whitby sobre las tres y media y habían visto un vídeo juntos (Nine to Five, con Dolly Parton), antes de que Janie dijera que tenía algo que hacer en Chatswood y Connor la acompañara a la estación de ferrocarril. Nadie más volvió a verla viva. Nadie recordaba haberla visto en el tren ni en Chatswood.

A la mañana siguiente, dos niños de nueve años que montaban en bici de montaña por el parque de Wattle Valley encontraron el cadáver. Se detuvieron en la zona de juegos y lo hallaron al final del tobogán. Le habían echado por encima la chaqueta del colegio, como para protegerla del frío, y tenía un par de cuentas de rosario en las manos. Alguien la había estrangulado. «Asfixia traumática», fue la causa de la muerte. No había indicios de pelea. Ningún resto en las uñas. Ni huellas digitales útiles. Ni cabellos. Ni ADN. Rachel lo preguntó al enterarse de que a finales de los noventa se estaban resolviendo casos gracias a la prueba de ADN. Tampoco hubo sospechosos.

«Pero ¿adónde querría ir?», no hacía más que preguntar Ed, como si, a base de repetir la pregunta, Rachel fuera a recordar la respuesta. «¿Por qué estaba cruzando ese parque?».

A veces, después de haber repetido la pregunta una y otra vez, acababa llorando de rabia y frustración. Rachel no podía soportarlo. No quería tener nada que ver con su dolor. No quería conocerlo, sentirlo ni compartirlo. Le bastaba con el suyo propio. ¿Cómo iba a hacer frente también al de él?

Ahora se preguntaba por qué no habían podido compartir su dolor. Se amaban, pero cuando murió Janie no fueron capaces de soportar las lágrimas del otro. Se trataron como lo hacen dos extraños ante una catástrofe natural, con los cuerpos rígidos, dándose palmaditas en la espalda. Y el pobre Rob, un adolescente que procuraba torpemente hacer las cosas bien, todo falsas sonrisas y mentiras piadosas, quedó pillado en medio. No es de extrañar que acabara siendo agente de la propiedad inmobiliaria.

El agua ya estaba demasiado fría.

Rachel empezó a temblar sin control, como si sufriera hipotermia. Apoyó las manos en los laterales de la bañera para levantarse.

No pudo. Llevaba pegada allí toda la noche. Sus brazos, sus brazos blancos y delgados como palillos, ya no tenían fuerza. ¿Cómo podía ser que su cuerpo frágil y varicoso fuera el mismo que en otro tiempo había sido tan moreno, firme y fuerte?

«Buen bronceado para estar en abril», le había dicho Toby Murphy aquel día. «¿Has tomado el sol, Rachel?».

Por eso había llegado siete minutos tarde. Había estado flirteando con Toby Murphy. Toby estaba casado con su amiga Jackie. Era fontanero y necesitaba una secretaria. Rachel había ido a una entrevista y se había quedado flirteando en el despacho de Toby más de una hora. Toby era un ligón empedernido, ella se había puesto el vestido nuevo que Marla le había convencido para que se comprara y él no dejaba de mirarle las piernas. Rachel nunca habría sido infiel a Ed y Toby adoraba a su mujer, de manera que los vínculos matrimoniales de todos estaban a salvo, pero él no dejaba de mirarle las piernas y a ella le gustaba.

A Ed no le habría gustado que trabajara con Toby. Nunca supo lo de la entrevista. Rachel notaba que competía con Toby, tal vez porque este era un industrial y Ed un representante farmacéutico menos varonil. Ed y Toby jugaban juntos al tenis y generalmente perdía Ed. Fingía que no le importaba, pero se daba cuenta de que siempre le dolía.

Por eso era particularmente mezquino por su parte disfrutar de que Toby le mirara las piernas.

Sus pecados de ese día habían sido una vulgaridad. Vanidad. Autocomplacencia. Una pequeña traición a Ed. Una pequeña traición a Jackie Murphy. Pero quizá esos pequeños pecados vulgares eran los peores. La persona que había matado a Janie probablemente estaría enferma o loca, mientras que Rachel estaba en sus cabales y era plenamente consciente y sabía exactamente lo que estaba haciendo cuando dejó que la falda se le subiera por encima de las rodillas.

El gel de baño que había echado en el agua flotaba por la superficie en grumos aceitosos, resbaladizos y grasientos. Rachel efectuó otro intento fallido de salir del baño.

Tal vez sería más fácil vaciando primero la bañera.

Quitó el tapón con un dedo del pie y el rugido del agua por el sumidero sonó como el terrible rugido de un dragón. A Rob le aterrorizaba el sumidero. «¡Raaah!», Janie solía gritar, curvando las manos como garras. Cuando el agua hubo desaparecido, Rachel se puso boca abajo. Se apoyó en las manos y las rodillas. Le dolían las rótulas como si se las estuvieran aplastando.

Se incorporó, se apoyó en un lateral y levantó despacio primero una pierna y luego la otra. Estaba fuera. Su corazón se apaciguó. Gracias a Dios. Ningún hueso roto.

Quizá fuera el último baño de su vida.

Se secó con una toalla y cogió la bata del colgador detrás de la puerta. Era de un bonito y suave tejido. Otro regalo bien pensado de Lauren. La casa de Rachel estaba repleta de regalos bien pensados de Lauren. Por ejemplo, una gruesa vela con aroma de vainilla en un tarro de cristal que había en el armario del cuarto de baño.

«Una vela grande y olorosa», habría dicho Ed.

Echaba de menos a Ed en momentos intempestivos. Echaba de menos discutir con él. Echaba de menos el sexo. Siguieron practicando sexo después de la muerte de Janie. Ambos estaban sorprendidos y asqueados de que sus respectivos cuerpos siguieran respondiendo igual que antes, pero siguieron practicándolo.

Echaba de menos a todos: a su madre, a su padre, a su marido, a su hija. Cada ausencia dolía como una herida abierta. Ninguna de sus muertes había sido justa. Malditas sean las causas naturales, el asesino de Janie era el responsable de todas ellas.

Ni se te ocurra, fue el extraño pensamiento que acudió a la cabeza de Rachel cuando vio desplomarse a Ed en el pasillo una calurosa mañana de febrero. Quería decir: Ni se te ocurra dejarme sola con este dolor. Se dio cuenta inmediatamente de que acababa de morir. Dijeron que había sido un infarto masivo, pero Ed y sus padres habían muerto porque les habían partido el corazón. Solo el corazón de Rachel se había negado tenazmente a hacer lo propio y siguió latiendo. Le daba vergüenza, su forma de desear el sexo le daba vergüenza. Seguía respirando, comiendo, follando, viviendo mientras Janie se pudría bajo tierra.

Pasó la palma de la mano por el espejo empañado de vapor y observó su reflejo borroso tras las gotas de agua. Pensó en cómo la besaba Jacob con sus pequeñas manitas gordezuelas en sus mejillas y sus grandes ojos azul claro fijos en ella. En esos momentos sentía una inmensa gratitud porque su rostro arrugado pudiera inspirar tal admiración.

Por hacer algo, empujó suavemente la gruesa vela hasta que llegó al borde del armario, cayó y se estrelló contra el suelo en mil añicos con aroma de vainilla.