CAPÍTULO ONCE

—Tengo un solo recuerdo de tu hija.

¿Estaba bien decirlo? ¿Y si hacía llorar a Rachel? Acababa de ganar un juego de tarteras y se la veía muy contenta.

Cecilia nunca estaba cómoda con Rachel. Se sentía superficial, porque seguramente todo el mundo le resultaría superficial a una mujer que había perdido a su hija en tales circunstancias y deseaba transmitirle que lo comprendía. Años atrás vio en un programa de televisión que los padres que habían perdido a sus hijos valoraban que la gente les contara recuerdos de ellos. Puesto que ya no iba a haber más recuerdos, contarles uno era todo un regalo. A partir de entonces, siempre que Cecilia veía a Rachel pensaba en su recuerdo de Janie, aunque era muy poca cosa, y se preguntaba cómo contárselo. Pero nunca encontraba el momento. No se podía sacar a colación en la secretaría del colegio entre conversaciones sobre la tienda de uniformes y los horarios del netball.

Ahora era el momento. El único. Y era Rachel quien había hablado de Janie.

—Por supuesto, en realidad yo no la conocía en absoluto —dijo Cecilia—. Ella iba cuatro cursos por delante de mí. Pero tengo un recuerdo.

Titubeó.

—Adelante —Rachel se irguió en el asiento—. Me encanta oír recuerdos de Janie.

—Bueno, es muy poca cosa —dijo Cecilia, aterrorizada porque no le pareciera suficiente, sin saber si debería embellecerlo—. Yo estaba en 2º. Janie, en 6º. Sabía cómo se llamaba porque era la capitana del equipo de los Rojos.

—Ah, sí. —Rachel sonrió—. Lo teñíamos todo de rojo. Una de las camisas de trabajo de Ed se tiñó accidentalmente de rojo. Tiene gracia cómo se olvidan las cosas.

—Pues se celebraba el carnaval en el colegio y…, ¿te acuerdas del desfile que solíamos hacer? Cada equipo tenía que dar la vuelta al patio. Siempre le digo a Connor Whitby que deberíamos recuperar el desfile. Él se ríe de mí.

Cecilia vio por el rabillo del ojo que la sonrisa de Rachel había decaído un poco. Ella no paraba de hablar. ¿Sería molesto? ¿Aburrido?

—Yo era una niña que se tomaba muy en serio el desfile. Y quería desesperadamente que ganaran los Rojos, pero tropecé y, como acabé en el suelo, todos los demás niños chocaron contra mí. La hermana Úrsula se puso a gritar como una loca y allí acabó todo para los Rojos. Yo estaba llorando a mares y me sentía la persona más inútil del mundo, cuando llegó Janie Crowley, tu Janie, y me ayudó a levantarme, me sacudió la parte de atrás del uniforme y me dijo en voz baja al oído: «No importa. No es más que un estúpido desfile».

Rachel no dijo nada.

—Eso es todo —dijo humildemente Cecilia—. No es mucho, pero siempre…

—Gracias, querida —dijo Rachel y a Cecilia le sonó a cuando un adulto da las gracias a un niño por un marcapáginas casero hecho de cartón y purpurina. Rachel levantó una mano como si fuera a saludar a alguien y luego frotó suavemente el hombro de Cecilia antes de dejarla caer en su regazo—. Eso es muy de Janie: «No es más que un estúpido desfile». ¿Sabes una cosa? Creo que me acuerdo. Todos los niños por los suelos. Marla y yo muertas de risa.

Hizo una pausa. El estómago de Cecilia se tensó. ¿Iba a romper a llorar?

—Dios, creo que estoy un poco bebida —confesó Rachel—. ¡Y yo que pensaba ir a casa en coche sola! Imagínate si matara a alguien.

—Estoy segura de que no lo habrías hecho —aseguró Cecilia.

—Me lo he pasado muy bien esta noche —dijo Rachel. Miraba para el otro lado, de manera que se estaba dirigiendo a la ventanilla del coche. Golpeó levemente la cabeza contra el cristal. Como lo habría hecho una mujer mucho más joven después de haber bebido más de la cuenta—. Debería esforzarme en salir más a menudo.

—¡Ah, bueno! —dijo Cecilia. Eso era cosa suya. ¡Ella podía ocuparse!—. Entonces debes venir a la fiesta de cumpleaños de Polly el fin de semana después de Pascua. El sábado a las dos de la tarde. Es una fiesta de piratas.

—Muy amable por tu parte, pero estoy segura de que Polly no necesita que le estropee la fiesta —dijo Rachel.

—¡Debes venir! Conocerás a montones de gente. La madre de John-Paul. Mi madre. Lucy O’Leary irá con Tess y su pequeño Liam. —De pronto Cecilia deseó desesperadamente que fuera—. Puedes traer a tu nieto. ¡Lleva a Jacob! A las chicas les encantará tener allí a un pequeñín.

El rostro de Rachel se iluminó.

—Me he ofrecido a cuidar de Jacob mientras Rob y Lauren estén en Nueva York hablando con agentes inmobiliarios sobre el alquiler de su casa. Oh, yo vivo aquí, justo ahí delante.

Cecilia detuvo el coche delante de un bungalow de ladrillo rojo. Parecía como si se hubieran dejado puestas todas las luces de la casa.

—Muchas gracias por traerme. —Rachel salió del coche con el mismo y cauteloso deslizamiento lateral de cadera que la madre de Cecilia. Se había dado cuenta de que, a una cierta edad, la gente perdía la confianza que una vez habían tenido en sus cuerpos—. ¡Te enviaré la invitación al colegio!

Cecilia se apoyó en el asiento del copiloto como para hablar por la ventanilla, preguntándose si debía ofrecerse a acompañar a Rachel hasta la puerta. Su madre se ofendería si lo hiciera. En cambio, la madre de John-Paul se ofendería si no lo hiciera.

—Perfecto —dijo Rachel echando a andar toda decidida, como si hubiera leído el pensamiento a Cecilia y quisiera demostrar que todavía no era tan vieja—, muchas gracias.

Cecilia giró en redondo en la calle sin salida y, al volver, Rachel ya había entrado y la puerta estaba cerrada. Buscó su silueta a través de las ventanas, pero no vio nada. Trató de imaginar qué estaría haciendo Rachel en ese momento y qué sentiría, sola en una casa con los fantasmas de su hija y su marido.

Bueno. Sentía cierta excitación, como si hubiera llevado a casa a un personaje importante. ¡Y le había hablado de Janie! Le parecía que había salido bien. Había dado a Rachel un recuerdo, tal como recomendaban en aquel programa. Tenía una sensación de logro social y la satisfacción de haber cumplido un deber largamente aplazado, y en ese momento le dio vergüenza enorgullecerse o tener cualquier otra sensación placentera en relación con la tragedia de Rachel.

Se detuvo en un semáforo y recordó al conductor enfadado de la tarde y ese pensamiento le devolvió al curso ordinario de su vida. Mientras llevaba a Rachel a casa se había olvidado de todo: los extraños comentarios que habían hecho en el coche Polly y Esther sobre John-Paul y su decisión de abrir la carta esa misma noche.

¿Seguía encontrándolo justificado?

Todo había transcurrido con total normalidad tras la visita al logopeda. No había habido más revelaciones extrañas de sus hijas e Isabel había quedado especialmente contenta con su corte de pelo. Le habían hecho un corte pixie y, por el modo en que se comportaba, estaba claro que creía que le daba un aire más sofisticado, cuando en realidad le hacía parecer más joven y dulce.

Había llegado al buzón una postal de John-Paul para las niñas. Era un juego común entre ellos: enviarles la postal más estúpida que pudiera encontrar. La de esta vez representaba a un perro con muchos pliegues en la piel, diadema y collar, y Cecilia pensó que era una estupidez, aunque, como era de esperar, las niñas se partieron de risa y la pusieron en el frigorífico.

—Lo que faltaba —dijo en voz baja cuando de pronto un coche se metió en su carril delante de ella. Levantó la mano para tocar el claxon, pero luego desistió.

No pienso ponerme a gritar como una loca, se dijo acordándose del furioso conductor del camión de la tarde, por si diera la casualidad de que se hubiera detenido allí para leerle la mente. Tenía delante un taxi. Estaba haciendo la tontería habitual de los taxistas de pisar el freno cada pocos segundos.

Genial. Iba en la misma dirección que ella. El taxi siguió avanzando a tirones por la calle y, sin previo aviso, estacionó en el bordillo frente a la casa de Cecilia.

Se encendió la luz interior del taxi. El pasajero iba en el asiento del copiloto. Uno de los chicos de los Kingston, pensó Cecilia. Los Kingston residían enfrente y tenían tres hijos veinteañeros que seguían viviendo en casa, utilizando su cara educación privada para hacer carreras interminables y emborracharse en los bares de la ciudad. John-Paul siempre decía: «Si algún chico de los Kingston se acerca alguna vez a una de nuestras chicas, tendré preparada la escopeta».

Se detuvo en el camino de entrada a su casa, pulsó el botón del mando a distancia del garaje y miró por el espejo retrovisor. El taxista había abierto el maletero. Un hombre trajeado de hombros anchos estaba sacando su equipaje.

No era un chico de los Kingston.

Era John-Paul. Siempre se le hacía raro cuando, como ahora, lo veía de repente en ropa de trabajo, como si ella tuviera aún veintitrés años y él se hubiera ido y se hubiera hecho mayor y canoso sin ella.

John-Paul había vuelto a casa tres días antes de lo esperado.

Sus sentimientos se dividieron a partes iguales entre el placer y la exasperación.

Había perdido su oportunidad. Ya no podría abrir la carta. Quitó el contacto, tiró del freno de mano, soltó el cinturón y corrió por el camino a encontrarse con él.