—No esperarás en serio que yo vaya a una reunión de Tupperware —había dicho Rachel a Marla cuando esta la invitó mientras tomaban un café hacía unas cuantas semanas.
—Eres mi mejor amiga. —Marla removió el azúcar de su cappuccino descafeinado de soja.
—Mi hija fue asesinada —dijo Rachel—. Eso me da una tarjeta de «fuera de circulación» para el resto de mi vida.
Marla levantó las cejas. Siempre había tenido unas cejas particularmente elocuentes.
Tenía derecho a enarcar las cejas. Ed estaba en Adelaide por trabajo (siempre se encontraba fuera por trabajo) cuando los dos policías se presentaron en la puerta de Rachel. Marla fue con ella al depósito de cadáveres y estuvo a su lado cuando levantaron aquella basta sábana blanca para descubrir el rostro de Janie. Estuvo atenta cuando a Rachel le flaquearon las piernas y la sostuvo al momento, hábilmente, con una mano en el codo y la otra en el brazo. Era matrona. Tenía mucha práctica en sostener maridos mareados antes de que cayeran al suelo.
—Lo siento —dijo Rachel.
—Janie habría acudido a la reunión —dijo Marla con ojos llorosos—. Janie me quería.
Era cierto. Janie adoraba a Marla. Siempre le estaba diciendo a Rachel que se vistiera como Marla. Y luego, por supuesto, mira lo que ocurrió cuando Rachel se puso un vestido que Marla le había ayudado a comprar.
—Me pregunto si a Janie le habrían gustado la reuniones de Tupperware —repuso Rachel mientras observaba a una mujer de mediana edad discutiendo con su hija de Primaria en la mesa de al lado. No conseguía, por mucho que se esforzara, imaginarse a Janie como una mujer de cuarenta y cinco años. A veces tropezaba con viejas amigas de Janie en las tiendas y se quedaba impresionada al intentar reconocer a las chicas de diecisiete años en esos rostros hinchados y fofos. Rachel tenía que contenerse para no exclamar: «¡Santo Dios, querida, cómo has envejecido!», del mismo modo que se dice a los niños: «¡Cuánto has crecido!».
—Recuerdo que Janie era muy ordenada —dijo Marla—. Le gustaba ser organizada. Seguro que habría encajado bien en Tupperware.
Lo maravilloso de Marla era que comprendía el deseo de Rachel de hablar sin cesar del tipo de adulto que habría sido Janie, cuántos hijos habría tenido y con qué clase de hombre se habría casado. Eso la mantenía viva durante unos momentos. Ed había odiado esas conversaciones hipotéticas y solía irse de la habitación. No podía comprender la necesidad que tenía Rachel de preguntarse qué habría sucedido, en vez de aceptar que no sucedería nunca. «Perdona, te estaba hablando», le gritaba Rachel cuando él se iba.
—Ven a mi reunión de Tupperware, por favor —dijo Marla.
—De acuerdo —respondió Rachel—. Pero que sepas que no voy a comprar nada.
De manera que allí estaba, sentada en el cuarto de estar de Marla, bullicioso y atestado de mujeres tomando cócteles. Rachel se había sentado en un sofá entre dos nueras de Marla, Eve y Arianna, que no tenían planes de mudarse a Nueva York y estaban preñadas de los primeros nietos de Marla.
—No me apetece sufrir —estaba diciendo Eve a Arianna—. Ya le he dicho a mi ginecólogo que tengo tolerancia cero al dolor. Cero. Que no quiero oír hablar de dolor.
—Bueno, me figuro que a nadie le gusta el dolor —repuso Arianna, que parecía dudar de cada palabra que salía de su boca—, salvo a los masoquistas.
—Es inaceptable —dijo Eve—. En estos tiempos. Me niego a sufrir. Dolor no, gracias.
Ah, conque ese fue mi error, pensó Rachel. Debería haber dicho: dolor no, gracias.
—¡Mirad quién está aquí, señoras! —Marla apareció con una bandeja de rollos de salchicha en las manos y Cecilia Fitzpatrick a su lado. Cecilia estaba arreglada y radiante y arrastraba una bonita maleta con ruedas.
Por lo visto no era nada fácil conseguir una reunión con Cecilia porque tenía una agenda muy cargada. Según su suegra, tenía otras seis representantes de Tupperware «por debajo de ella» y la enviaban a toda clase de «excursiones» por el extranjero y demás.
—A ver, Cecilia. —Marla estaba agobiada por la responsabilidad. Sus manos distraídas inclinaron la bandeja haciendo que los rollos de salchicha se deslizaran—. ¿Quieres tomar algo?
Cecilia soltó la maleta justo a tiempo de rescatar los rollos de salchicha.
—Un vaso de agua estaría bien, Marla —dijo—. ¿Por qué no los reparto mientras me voy presentando? Aunque veo muchas caras conocidas, por supuesto. Hola, soy Cecilia, eres Arianna, ¿verdad? ¿Un rollito de salchicha? —Arianna miró con indiferencia a Cecilia al tomar el rollo de salchicha—. Tu hermana pequeña da clase de ballet a mi hija Polly. ¡Voy a enseñarte unos contenedores ideales para congelar los purés de tu bebé! Rachel, me alegro de verte. ¿Qué tal el pequeño Jacob?
—Se va dos años a Nueva York. —Rachel tomó un rollo de salchicha y sonrió sarcástica a Cecilia.
Cecilia se detuvo.
—Oh, Rachel, qué mal —dijo comprensiva, pero luego, muy en su estilo, se puso a dar soluciones—: Supongo que irás a visitarlos. Hace poco me hablaron de una página web con grandes ofertas de pisos en Nueva York. Te pondré un correo electrónico con el enlace, te lo prometo. —Siguió adelante—. Hola, soy Cecilia. ¿Un rollo de salchicha?
Y siguió recorriendo la sala repartiendo rollos de salchicha y saludos, ganándose a cada invitada con aquella penetrante mirada suya, de tal forma que, cuando terminó y estuvo lista para hacer su demostración, todas se habían girado inconscientemente en su dirección, atentas y dispuestas a que les vendiera los Tupperware, como una maestra justa y enérgica que se hubiera hecho con el control de una clase revoltosa.
Rachel estaba sorprendida de lo bien que acabó pasándoselo esa noche. No solo por los estupendos cócteles que Marla estaba sirviendo, sino también gracias a Cecilia, que entremezclaba su apasionada y algo evangélica demostración del producto («Soy una fanática de Tupperware. Me encanta», les decía. A Raquel le conmovía su pasión. Era tan persuasiva. ¡Sería magnífico que las zanahorias se conservaran más tiempo frescas!, pensó) con una especie de concurso de preguntas. Quien acertara la respuesta recibiría una moneda de chocolate. Al final de la reunión había un premio para quien hubiera ganado más monedas.
Algunas preguntas estaban relacionadas con los Tupperware. Rachel no sabía, ni sentía especial necesidad de saberlo, que en el mundo se empezaba una reunión de Tupperware cada 2,7 segundos («Uno, dos segundos, ¡y otra reunión de Tupperware!», comentaba Cecilia) o que un hombre llamado Earl Tupper era el creador de la famosa «tapa eructo». Pero poseía una cultura general bastante amplia y empezó a sentirse muy competitiva a la vista de la gran pila de monedas doradas apiladas frente a ella.
Al final hubo una feroz batalla entre Rachel y Jenny Cruise, una amiga de cuando Marla era matrona, y Rachel levantó el puño al ganar por una sola moneda con la pregunta: «¿Quién interpretó a Pat the Rat en la teleserie Sons and Daughters?».
Rachel sabía la respuesta (Rowena Wallace) porque Janie había estado obsesionada con aquel estúpido programa en su adolescencia. Envió a Janie un mensaje de agradecimiento.
Había olvidado cuánto le gustaba ganar.
De hecho, estaba tan eufórica que acabó encargando varios productos Tupperware por importe de más de trescientos dólares y Cecilia le aseguró que transformarían su despensa y su vida.
Al final de la noche acabó un poco bebida.
En realidad todas estaban un poco bebidas, menos las nueras embarazadas de Marla, que se habían ido temprano, y Cecilia, que seguramente estaba ebria del éxito de su reunión de Tupperware.
Había mucho griterío. Llamadas a los maridos. Negociaciones para que las recogieran. Rachel estaba sentada en el sofá dando buena cuenta de su montón de monedas de chocolate.
—¿Y tú, Rachel? ¿Tienes forma de volver a casa? —dijo Cecilia mientras Marla estaba a la puerta despidiendo a sus amigas del tenis.
Cecilia ya había guardado su colección deTupperware en la maleta negra y seguía tan impoluta como al principio de la noche, salvo por dos manchas de color en las mejillas.
—¿Yo? —Rachel miró alrededor y se dio cuenta de que era la última invitada—. Estoy bien. Iré en coche.
Inexplicablemente, no se le había ocurrido que necesitaba algún medio para volver a casa. Tenía que ver con su sensación de sentirse siempre separada de los demás, como si las cosas que les preocupaban a otros no fueran con ella, como si fuera inmune a las menudencias de la vida cotidiana.
—¡No seas absurda! —Marla entró triunfante en la sala. La noche había sido un éxito—. ¡No puedes conducir, estás loca! Seguro que das positivo. Mac puede llevarte a casa. No tiene nada mejor que hacer.
—No te preocupes. Tomaré un taxi.
Rachel se levantó. Tenía la cabeza cargada. No quería que Mac la llevara a casa. Mac, que había estado en su estudio durante toda la reunión de Tupperware, era un buen hombre y se había llevado bien con Ed, pero era terriblemente tímido cuando tenía que hablar a solas con una mujer. Sería tremendo estar sola en un coche con él.
—Vives cerca de las canchas de tenis de Wycombe Road, ¿verdad, Rachel? —dijo Cecilia—. Te llevo a casa. Me pilla de camino.
Momentos después decían adiós con la mano a Marla y Rachel estaba en el asiento del copiloto del Ford Territory blanco de Cecilia con el logo gigante de Tupperware en un lateral. El coche era muy cómodo, silencioso, limpio y olía bien. Cecilia conducía tal como hacía todo: segura y animada; y Rachel se apoyó en el reposacabezas y aguardó el discurso bien informado y relajante de Cecilia sobre sorteos, carnavales, boletines y todo cuanto tuviera relación con el Santa Ángela.
Sin embargo, reinó el silencio. Rachel miró a Cecilia de reojo. Se estaba mordiendo el labio inferior y arrugaba el ceño como si le afligiera algún pensamiento.
¿Problemas matrimoniales? ¿Algo relacionado con las chicas? Rachel recordó todo el tiempo que ella misma había dedicado a darle vueltas a problemas sobre el sexo, el mal comportamiento de los niños, los malentendidos, las averías domésticas y el dinero.
No es que ahora creyera que esos problemas no importaran. En absoluto. Le encantaría tenerlos. Le encantaría sentir esa comezón de la lucha por la vida como madre y esposa. Qué maravilla ser Cecilia Fitzpatrick de vuelta a casa con sus hijas tras una exitosa reunión de Tupperware, preocupada por lo que fuera que la preocupara.
Al final fue Rachel quien rompió el silencio.
—Esta noche me he divertido —dijo—. Lo has hecho muy bien. No me extraña que tengas tanto éxito.
Cecilia se encogió levemente de hombros.
—Gracias. Me encanta. —Dirigió una sonrisa irónica a Rachel—. Mi hermana me gasta bromas por mi trabajo.
—Celos —aseguró Rachel.
Cecilia se encogió de hombros y bostezó. Parecía una persona diferente de la que había hablado en casa de Marla y de aquella que se conocía al dedillo todo lo que se organizaba en el Santa Ángela.
—Me encantaría ver tu despensa —murmuró Rachel—. Seguro que está todo etiquetado y en el recipiente adecuado. La mía parece una zona catastrófica.
—Estoy orgullosa de mi despensa —sonrió Cecilia—. John-Paul dice que es como un archivador de comida. Suelo llevarme algún berrinche si las niñas colocan algo donde no deben.
—¿Qué tal las niñas? —preguntó Rachel.
—Maravillosas —dijo Cecilia, aunque Rachel vio cómo fruncía levemente el ceño—. Creciendo deprisa. Respondonas.
—Tu hija mayor —dijo Rachel—, Isabel. La vi el otro día en la asamblea. Me recuerda un poco a la mía. A Janie.
Cecilia no contestó.
¿Por qué le he dicho eso?, pensó Rachel. Debo de estar más bebida de lo que creo. Ninguna mujer querría oír que su hija se parece a una chica que había sido estrangulada.
Pero entonces Cecilia dijo, con la mirada puesta en la carretera:
—Tengo un solo recuerdo de tu hija.