Todo empezó a causa del Muro de Berlín.
De no haber sido por el Muro, Cecilia no habría encontrado nunca la carta ni estaría ahora aquí sentada, a la mesa de la cocina, sin decidirse a abrirla.
El sobre de un tono grisáceo estaba cubierto de una fina capa de polvo. Las palabras, escritas con bolígrafo azul de punta fina, con una letra tan familiar como la suya propia. Le dio la vuelta. Estaba sellado con una tira amarillenta de cinta adhesiva. ¿Cuándo se habría escrito? Parecía antiguo, como si se hubiera escrito hacía muchos años, aunque no podría asegurarlo con certeza.
No iba a abrirlo. Estaba meridianamente claro que no debía abrirlo. Era la persona más resuelta que conocía y ya había decidido no abrir el sobre, de manera que no iba a darle más vueltas.
Aunque, bien mirado, ¿qué podía pasar si lo abría? Cualquier mujer lo abriría sin pensar. Hizo una lista mental de todas sus amigas y pensó cuál sería su respuesta si las llamara por teléfono ahora mismo y les pidiera su opinión.
Miriam Openheimer: Síí. Ábrelo.
Erica Edgecliff: Te estás quedando conmigo, ya estás abriéndolo.
Laura Marks: Debes abrirlo y luego leérmelo en voz alta.
Sarah Sacks: No tendría sentido preguntarle a Sarah, porque es incapaz de tomar una decisión. Si Cecilia le preguntaba si quería té o café, se quedaba un minuto con el ceño fruncido sopesando los pros y los contras de las respectivas bebidas antes de acabar diciendo: «¡Café! ¡No, espera, té!». Una decisión como la del sobre le costaría un derrame cerebral.
Mahalia Ramachandran: De ninguna manera. Sería una falta total de respeto a tu marido. No debes abrirlo.
Mahalia podía resultar un tanto tajante en ocasiones, con esos inmensos ojos castaños suyos tan moralistas.
Cecilia dejó la carta en la mesa de la cocina y fue a poner la tetera.
Maldito Muro de Berlín y la dichosa Guerra Fría y quienquiera que fuese el que, en el año mil novecientos cuarenta y tantos, se puso a meditar sobre el problema de qué hacer con aquellos ingratos alemanes; el mismo que, de pronto, chasqueó los dedos y dijo: «¡Ya lo tengo, qué diantre! ¡Levantaremos un puñetero muro enorme y mantendremos a esos desgraciados dentro!».
Aquellas no parecían las palabras de un brigada británico.
Esther sin duda sabría a quién se le había ocurrido la idea del Muro de Berlín. Era capaz incluso de ponerle fecha de nacimiento. Debió de ser un hombre, por supuesto. Solo un hombre podía concebir algo tan despiadado: tan intrínsecamente estúpido, a la vez que brutalmente efectivo.
¿Era eso sexista?
Llenó la tetera, la enchufó y quitó las gotas de agua del fregadero con papel de cocina para dejarlo reluciente.
Una de las madres del colegio, que tenía tres hijos prácticamente de la misma edad que las tres hijas de Cecilia, había dicho que cierto comentario de Cecilia era «un pelín sexista», justo antes de empezar la reunión de la Comisión de Festejos la semana pasada. Cecilia no podía recordar qué había dicho, pero no había pasado de ser una broma. Además, ¿no era hora de que las mujeres se pudieran permitir ser sexistas durante los próximos dos mil años o así, hasta empatar el partido?
Tal vez ella fuera sexista.
La tetera empezó a hervir. Introdujo una bolsa de té Earl Grey y contempló cómo se expandían por el agua las volutas oscuras como si fueran de tinta. Había cosas peores que ser sexista. Por ejemplo, podías ser de esas personas que juntan los dedos cuando quieren indicar «un pelín».
Miró el té y suspiró. Ahora mismo le vendría bien una copa de vino, pero se había prohibido el alcohol durante la Cuaresma. Ya solo quedaban seis días. Tenía una botella de Shiraz del bueno lista para abrir el Domingo de Pascua, cuando esperaba a comer a treinta y cinco adultos y veintitrés niños, y entonces sí que lo iba a necesitar. Solía ejercer de anfitriona en Pascua, así como el Día de la Madre, el Día del Padre y en Nochebuena. John-Paul era el mayor de seis hermanos, todos ellos casados y con hijos. Una auténtica multitud. Por eso, la clave residía en la planificación. Una meticulosa planificación.
Se sirvió una taza té y se la llevó a la mesa. ¿Por qué decidió dejar el vino durante la Cuaresma? Polly era más sensata. Se había quitado la mermelada de fresa. Cecilia nunca había visto a Polly manifestar poco más que un interés pasajero por la mermelada de fresa, si bien ahora solía encontrarla con la puerta del frigorífico abierta y mirándo el tarro con ansia. El poder de la renuncia.
—¡Esther! —llamó.
Esther estaba en la habitación contigua viendo con sus hermanas The Biggest Loser al tiempo que compartían una bolsa gigante de patatas fritas con sal y vinagre que había sobrado de la barbacoa del Día de Australia unos meses antes. Cecilia no entendía por qué a sus tres esbeltas hijas les encantaba ver sudar, llorar y pasar hambre a gente obesa. No parecía estar contagiándoles hábitos de alimentación saludables. Debería entrar y confiscarles la bolsa de patatas fritas, solo que habían cenado salmón y brócoli al vapor sin protestar y no se veía con fuerzas para empezar una discusión.
Oyó un grito procedente de la televisión: «¡No se consigue nada sin esfuerzo!». No le pareció mal que sus hijas escucharan una frase como esa. Nadie lo sabía mejor que ella. Pero, de todas formas, no le gustaban los gestos de repugnancia que se dibujaban en sus tersos rostros juveniles. Se cuidaba mucho de hacer comentarios negativos sobre el aspecto físico delante de sus hijas, aun cuando no podía decir lo mismo de sus amigas. El otro día, sin ir más lejos, Miriam Openheimer dijo lo suficientemente alto como para que todas sus impresionables hijas lo oyeran: «¡Dios, mirad qué tripa tengo!», y se pellizcó la carne con los dedos como si fuera algo asqueroso. Magnífico, Miriam, como si nuestras hijas no recibieran ya un millón de mensajes al día para odiar su cuerpo.
Aunque la verdad es que la tripa de Miriam estaba un poco fofa.
—¡Esther! —volvió a llamar.
—¿Qué pasa? —respondió Esther en un tono paciente y sufrido que Cecilia sospechó era una imitación inconsciente del suyo.
—¿De quién fue la idea de levantar el Muro de Berlín?
—Bueno, ¡lo más seguro es que fuera de Nikita Khrushchev! —respondió Esther inmediatamente, recreándose en la pronunciación del exótico nombre, con su peculiar interpretación de la fonética rusa—. Era algo así como el primer ministro de Rusia, solo que era el que mandaba en todo. Pero podía haber sido…
Sus hermanas saltaron al momento con su impecable cortesía habitual.
—¡Calla, Esther!
—¡Esther! ¡No puedo oír la televisión!
—¡Gracias, cariño! —Cecilia tomó un sorbo de té y se imaginó viajando hacia atrás en el tiempo y ajustándole las cuentas al tal Khrushchev.
No, señor Khrushchev, te vas a quedar sin muro. No va a ser la prueba de que el comunismo funciona. No va a funcionar de ninguna manera. Ahora, mira, estoy de acuerdo en que el capitalismo no es la maravilla de las maravillas. Si quieres te enseño la última factura de mi tarjeta de crédito. Pero lo que de verdad necesitas es volver a ponerte la gorra de pensar.
Y luego, cincuenta años después, Cecilia no habría encontrado está carta que le estaba haciendo sentirse tan…, ¿cómo decirlo?
Descentrada. Eso era.
Le gustaba sentirse centrada. Estaba orgullosa de su capacidad para centrarse. La vida cotidiana se componía de mil piezas diminutas —falta cilantro, cortar el pelo a Isabel, quién cuida de Polly el martes cuando lleve a Esther al logopeda—, como uno de esos enormes rompecabezas que Isabel solía pasarse horas haciendo. Y, sin embargo, Cecilia, que no tenía paciencia para los puzles, sabía a la perfección dónde encajaba cada diminuta pieza de su vida y dónde había que ponerla.
Bueno, de acuerdo, quizá la vida que llevaba no tuviera nada de insólito o impresionante. Era una madre metida en la junta del colegio y representante de Tupperware a tiempo parcial, no una actriz o una agente de seguros o… una poetisa residente en Vermont. (Cecilia había descubierto hacía poco que Liz Brogan, una chica del instituto, era ahora una laureada poetisa residente en Vermont. Liz, la que tomaba sándwiches de queso y Vegemite[1] y siempre perdía el abono de transporte. Cecilia tuvo que hacer de tripas corazón para no dejarse llevar por el disgusto. No es que ella quisiera escribir poesía. Lo que pasa es que si alguien parecía destinada a una vida anodina esa era Liz Brogan). Por supuesto, Cecilia nunca había aspirado más que a la normalidad. A veces se sorprendía a sí misma pensando: Aquí estoy, la típica madre de un barrio residencial, como si alguien la hubiera acusado de hacerse pasar por algo más, por alguien superior.
Otras madres hablaban de su sensación de agobio y las dificultades de centrarse en algo, y siempre estaban diciendo: «¿Cómo puedes con todo, Cecilia?», y ella no sabía qué responder. Lo cierto es que no comprendía qué era lo que les parecía tan difícil.
Pero ahora, inexplicablemente, salvo por su relación con aquella estúpida carta, todo parecía estar en peligro. No era lógico.
Quizá no tenía nada que ver con la carta. Quizá fuera hormonal. Según el doctor McArthur, podía estar entrando en la «premenopausia». («De eso, nada», había saltado Cecilia como un resorte, como si respondiera a un insulto amable y chistoso).
Tal vez fuera un caso de esa ansiedad indefinible que sabía que experimentaban algunas mujeres. Otras mujeres. Siempre había pensado que las personas con ansiedad molaban. Personas ansiosas entrañables como Sarah Sacks. Le entraban ganas de acariciar sus cabezas tan repletas de preocupaciones.
Tal vez, si abría la carta y veía que no era nada, volvería a centrarse. Tenía cosas que hacer. Dos lavadoras que tender. Tres llamadas telefónicas urgentes que hacer. Comprar pan sin gluten para los miembros con intolerancia al gluten del School Website Project (es decir, Janine Davidson) que se reunían al día siguiente.
Aparte de la carta, había otras cosas que le provocaban ansiedad.
El asunto del sexo, por ejemplo. Siempre estaba al fondo de su mente.
Frunció el ceño y pasó las manos por los costados a la altura de la cintura. Los «músculos oblicuos», según su profesor de Pilates. Oh, mira, el sexo no era nada. En realidad, no lo tenía en mente. Se negaba a pensar en ello. Carecía de importancia.
Era verdad, tal vez, que desde cierta mañana del año pasado se le había hecho palpable una sensación latente de fragilidad, una intuición de que aquella vida de cilantro y lavadoras podía venirse abajo en cualquier momento y la normalidad esfumarse, y de pronto te convertías en una mujer arrodillada, con el rostro vuelto al cielo, y algunas mujeres iban corriendo a ayudarte, mientras que otras apartaban la vista y pensaban, aun cuando no lo dijeran con palabras: Que no me toque a mí.
Cecilia volvió a ver por enésima vez al pequeño Spiderman volando. Ella era una de las mujeres que corrían. Bueno, por supuesto que sí, después de abrir de golpe la puerta del coche, aun sabiendo que nada de lo que ella hiciera cambiaría las cosas. No era su colegio, ni su barrio ni su distrito. Ninguna de sus hijas había jugado jamás con el pequeño Spiderman. Ella misma nunca había tomado café con la mujer arrodillada. Dio la casualidad de que estaba parada en el semáforo del cruce cuando ocurrió. Un niño de unos cinco años, vestido con el disfraz rojiazul completo de Spiderman aguardaba en la acera de la mano de su madre. Era la Semana del Libro. Por eso el niño iba disfrazado. Cecilia se quedó mirándolo y pensando: Mmm, en realidad Spiderman no es el personaje de un libro, cuando inexplicablemente, al menos para ella, el niño se soltó de la mano de su madre, bajó el bordillo y se adentró en el tráfico. Cecilia dio un grito. Además, según recordaba, después aporreó instintivamente el claxon con el puño.
Si Cecilia hubiera pasado unos momentos después no lo habría visto. Diez minutos después y la muerte del niño no habría significado para ella más que otro desvío del tráfico. Ahora era un recuerdo que probablemente haría que sus nietos le dijeran algún día: «No me aprietes tanto la mano, abuela».
Estaba claro que no existía relación alguna entre el pequeño Spiderman y la carta.
Pero la imagen le venía a la cabeza en los momentos más peregrinos.
Cecilia deslizó la carta con la punta de los dedos hasta el otro lado de la mesa y tomó un libro de la biblioteca de Esther: Auge y caída del Muro de Berlín.
Conque el Muro de Berlín. Maravilloso.
La primera noticia de que el Muro de Berlín estaba a punto de convertirse en parte importante de su vida la había tenido esa mañana durante el desayuno.
Cecilia y Esther estaban sentadas en la mesa de la cocina. John-Paul se encontraba de viaje en Chicago hasta el viernes, e Isabel y Polly seguían durmiendo.
Cecilia no solía sentarse allí por las mañanas. Por lo general desayunaba de pie junto a la encimera mientras preparaba los almuerzos, comprobaba los pedidos de Tupperware en el iPad, vaciaba el lavaplatos o enviaba mensajes a clientes sobre sus citas y demás, pero esta era una rara oportunidad para disponer de algún tiempo a solas con su peculiar y querida hija mediana, de modo que se sentó con su muesli Bircher, mientras Esther despachaba un cuenco de copos de arroz, y esperó.
Había aprendido eso con sus hijas. A no decir una palabra. A no hacer preguntas. A darles tiempo suficiente, hasta que ellas acababan contándole lo que tuvieran en la cabeza. Era como pescar. Exigía silencio y paciencia. (O eso había oído. Cecilia prefería clavarse clavos en la frente antes que ir de pesca).
El silencio no era algo espontáneo en ella. Cecilia era habladora. «En serio, ¿es que nunca cierras el pico?», le había dicho en cierta ocasión un antiguo novio. Hablaba mucho cuando estaba nerviosa. Aquel antiguo novio la debía de haber puesto nerviosa. Aunque también hablaba mucho cuando estaba contenta.
Pero esa mañana no dijo nada. Se limitó a desayunar y esperar hasta que, efectivamente, Esther se puso a hablar.
—Mamá —dijo con el leve ceceo de su vocecilla ronca y precisa—, ¿tú sabías que hay gente que escapó por encima del Muro de Berlín en globos fabricados por ellos mismos?
—No lo sabía —respondió Cecilia, aunque bien podría haberlo sabido.
Adiós, Titanic; hola, Muro de Berlín, pensó.
Habría preferido que Esther le hubiera contado qué tal se encontraba en ese momento, sus preocupaciones sobre el colegio, las amigas, cuestiones relacionadas con el sexo, pero no, ella quería hablar del Muro de Berlín.
Esther había cultivado ese tipo de aficiones o, mejor dicho, obsesiones, desde que tenía tres años. Primero fueron los dinosaurios. Es verdad que a muchos chicos les interesan los dinosaurios, pero el interés de Esther era, bueno, agotador, para ser sinceros, y un tanto peculiar. Era lo único que le interesaba. Dibujaba dinosaurios, jugaba con dinosaurios, se disfrazaba de dinosaurio. «No soy Esther», decía. «Soy T-Rex». Todos los cuentos antes de acostarse tenían que ser sobre dinosaurios. Todas las conversaciones debían guardar alguna relación con los dinosaurios. Menos mal que a John-Paul también le interesaban, porque Cecilia se aburría a los cinco minutos. (¡Ya se habían extinguido! ¡No había nada más que decir!). John-Paul llevó a Esther a visitar ex profeso el museo. Le llevó a casa algunos libros. Se sentaba con ella horas y horas mientras hablaban de herbívoros y carnívoros.
Posteriormente, los «intereses» de Esther habían abarcado desde las montañas rusas a los sapos de caña. Últimamente le había dado por el Titanic. Ahora que ya tenía diez años, era lo bastante mayor como para buscar por su cuenta en la biblioteca y en la red, y Cecilia estaba asombrada de la información que recogía. ¿Qué niña de diez años se echaba en la cama a leer libros de historia tan grandes y gruesos que apenas podía sujetarlos?
«¡Anímela!», decían sus profesores, pero a veces Cecilia se preocupaba. Le parecía que Esther podía tener algo de autista o, al menos, que se encontraba en algún punto del espectro del autismo. La madre de Cecilia se había reído cuando ella le contó sus preocupaciones. «¡Pero si Esther es exactamente igual que tú de pequeña!», dijo. (Eso no era verdad. No podía compararse con guardar en perfecto orden la colección de muñecas Barbie).
—Pues yo tengo un fragmento del Muro de Berlín —le había dicho Cecilia a Esther esa mañana, porque se había acordado de repente; y fue muy gratificante ver cómo a su hija se le iluminó la cara—. Estaba en Alemania cuando la caída del Muro.
—¿Puedo verlo? —preguntó Esther.
—Puedes quedártelo, cariño.
Joyas y ropas para Isabel y Polly. Un fragmento del Muro de Berlín para Esther.
Cecilia, que contaba entonces diecinueve años, había pasado seis semanas de vacaciones recorriendo Europa con su amiga Sarah Sacks en 1990, pocos meses después del anuncio de la caída del Muro. (La famosa indecisión de Sarah compensada con la famosa resolución de Cecilia las convertía en perfectas compañeras de viaje. Ni conflictos ni nada).
Al llegar a Berlín se encontraron con un montón de turistas a lo largo del Muro, tratando de llevarse fragmentos de recuerdo, valiéndose de llaves, piedras o lo primero que encontraban. El Muro era como la osamenta gigantesca de un dragón que hubiera aterrorizado a la ciudad en otro tiempo y los turistas eran los cuervos picoteando entre sus restos.
Sin las herramientas adecuadas era prácticamente imposible hacerse con un fragmento en condiciones, de manera que Cecilia y Sarah decidieron, bueno, más bien lo decidió Cecilia, comprárselo a los vecinos emprendedores que habían extendido alfombras donde exponían variadas ofertas. Efectivamente, había triunfado el capitalismo. Se podía comprar de todo, desde fragmentos grises del tamaño de canicas a bloques enormes con grafitis pintados con aerosoles.
Cecilia no podía recordar cuánto había pagado por la diminuta piedra gris, que podía haber salido de cualquier jardín. «Seguro que es así», había dicho Sarah la noche en que tomaron el tren para salir de Berlín y ambas se habían reído de su propia credulidad, pero al menos se habían sentido partícipes de un hecho histórico. Cecilia había guardado el fragmento en una bolsa de papel con la leyenda: MI FRAGMENTO DEL MURO DE BERLÍN y, al regresar a Australia, lo había tirado a una caja con el resto de recuerdos que había reunido: posavasos, billetes de tren, menús, monedas extranjeras, llaves de hotel.
Ahora lamentaba no haberse concentrado más en el Muro, haber sacado más fotos, haber recopilado más anécdotas que podría haberle contado a Esther. En realidad, lo que mejor recordaba del viaje a Berlín era haber besado a un guapo muchacho alemán de pelo castaño en una discoteca. El chico se había dedicado a sacar los cubitos de hielo de su bebida y pasárselos por la clavícula, pero lo que en su momento le pareció increíblemente erótico, ahora le parecía antihigiénico y pegajoso.
Ojalá hubiera sido una de esas chicas curiosas y con una fuerte conciencia política que entablaban conversación con la gente de allí sobre lo que significaba vivir a la sombra del Muro. En lugar de eso, ahora a su hija no podía contarle más que historias de besos y cubitos de hielo. Por supuesto, a Isabel y Polly les encantaría oír hablar de besos y cubitos de hielo. O tal vez solo a Polly. Isabel había llegado a esa edad en la que el solo pensamiento de su madre besando a alguien le parecía vergonzoso.
Cecilia puso «Encontrar fragmento del Muro de Berlín para E» en la lista de cosas por hacer ese día (ya tenía apuntadas veinticinco; se valía de una aplicación del iPhone para hacer la lista) y, a eso de las dos de la tarde, entró en el desván a buscarlo.
Quizá fuera mucho decir llamar desván a la zona de almacenamiento en el altillo. Se subía desplegando una escalera desde una trampilla del techo.
Una vez arriba, tuvo que agacharse para no darse un golpe en la cabeza. John-Paul se negaba en redondo a subir allí. Padecía una claustrofobia terrible y subía a diario seis tramos de escalera hasta su despacho con tal de no meterse en el ascensor. Una de sus pesadillas habituales era verse atrapado en una habitación cuyas paredes se encogían. «¡Las paredes!», gritaba nada más despertarse, sudoroso y con los ojos desorbitados. «¿Crees que estuviste encerrado en un armario de pequeño?», le había preguntado una vez Cecilia (hubiera sido muy propio de su suegra), y él contestó que estaba seguro de que no. «En realidad, John-Paul jamás tuvo pesadillas de pequeño», le aseguró su madre cuando ella se lo preguntó. «Era muy dormilón. ¿No será que les das mucho de comer por la noche?». Cecilia ya se había acostumbrado a las pesadillas.
El desván era pequeño y estaba atestado, aunque limpio y bien organizado, por supuesto. En los últimos años, «organizada» parecía haberse convertido en su rasgo más característico. Como si hubiera adquirido cierta notoriedad gracias a esta única cualidad. Tenía gracia que al principio hubiera sido objeto de comentarios y bromas de la familia y las amistades, para acabar perpetuándose, hasta el punto de que su vida ahora estaba extraordinariamente bien organizada, como si la maternidad fuera un deporte y ella, una atleta de élite. Como si pensara hasta dónde podía llegar y cuánto más podría abarcar en su vida sin perder el control.
Por eso otras personas, como su hermana Bridget, tenían habitaciones repletas de trastos polvorientos, mientras que en el desván de Cecilia estaba todo apilado en cajas de plástico blanco con sus correspondientes etiquetas. Lo único que desmerecía allí era la torre de cajas de zapatos del rincón de John-Paul. Le gustaba guardar los recibos de cada año fiscal en diferentes cajas de zapatos. Llevaba años haciéndolo antes de conocer a Cecilia. Estaba encantado con sus cajas de zapatos, de modo que ella se abstenía de decirle que con un archivador el uso del espacio sería mucho más efectivo. Gracias a las etiquetas de las cajas encontró a la primera el fragmento del Muro de Berlín. Quitó la tapa de la caja con la etiqueta «Cecilia: Recuerdos de viajes. 1985-1990», y allí estaba en su bolsa de papel descolorido. Su pequeño trozo de historia. Sacó el fragmento de piedra (¿cemento?) y lo sostuvo en la palma de la mano. Era menor de lo que recordaba. No tenía nada de impresionante, pero seguro que bastaría para obtener la recompensa de una de las raras medias sonrisas de Esther. Había que esforzarse mucho para conseguir una sonrisa de Esther.
Luego Cecilia se dejó llevar (sí, hacía un montón de cosas al día, pero no era ninguna máquina, a veces perdía el tiempo un rato), revolviendo la caja y riéndose de su foto con el muchacho alemán de los cubitos de hielo. Le pasaba como al fragmento del Muro de Berlín, tampoco él era tan impresionante como lo recordaba. Entonces sonó el teléfono fijo, sacándole de sus ensoñaciones del pasado, saltó como un resorte y se dio un buen porrazo en la cabeza contra el techo. ¡Las paredes, las paredes! Soltó un taco, se tambaleó hacia atrás y dio con el codo en la torre de cajas de zapatos de John-Paul.
Tres de ellas perdieron la tapa y su contenido se esparció, causando una pequeña avalancha de papelajos. Esa era precisamente la razón de que las cajas de zapatos no fueran tan buena idea.
Cecilia soltó otro taco y se frotó la cabeza, que le dolía de verdad. Miró las cajas de zapatos y vio que eran todas de ejercicios fiscales de los años ochenta. Se puso a guardar el montón de recibos en una de las cajas y entonces le llamó la atención ver su nombre en su sobre blanco de la empresa.
Lo tomó y vio que la letra era de John-Paul.
Decía así:
Para mi esposa, Cecilia Fitzpatrick
Abrir después de mi muerte
Soltó una carcajada y se interrumpió bruscamente, como si estuviera en una tertulia y se hubiera reído de algún comentario de alguien pero luego se hubiera dado cuenta de que no tenía gracia, sino que se trataba de algo muy serio.
Volvió a leerlo: Para mi esposa, Cecilia Fitzpatrick y, curiosamente, por un momento, notó que sus mejillas se encendían, como si sintiera vergüenza. ¿De él o de sí misma? No estaba segura. Era como si hubiera topado con algo vergonzoso, como si lo hubiera sorprendido masturbándose en la ducha. (Miriam Openheimer había sorprendido una vez a Doug masturbándose en la ducha. Era tremendo que todas lo supieran, pero en cuanto Miriam iba por la segunda copa de champán los secretos fluían de su boca y, una vez que todas se enteraban, ya era imposible ignorarlo).
¿Qué sería lo que contenía la carta? Decidió abrirlo en ese mismo momento, sin pensárselo dos veces, del modo en que en ocasiones (no muy a menudo) se llevaba a la boca el último bizcocho de chocolate, antes de que su conciencia tuviera tiempo de reaccionar contra su gula.
Volvió a sonar el teléfono. No llevaba reloj y de pronto tuvo la sensación de haber perdido completamente la noción del tiempo.
Metió el resto de los papelajos en una de las cajas de zapatos y bajó con el fragmento del Muro de Berlín y la carta.
En cuanto salió del desván volvió a verse atraída y arrastrada por la veloz corriente de su vida. Había que enviar un gran pedido de Tupperware, recoger a las chicas del colegio, comprar pescado para la cena (comían mucho pescado cuando John-Paul estaba fuera, porque él lo odiaba), contestar llamadas telefónicas. El párroco, el padre Joe, había estado llamando para recordarle que mañana era el funeral de la hermana Úrsula. Parecía haber cierta preocupación con la asistencia. Ella iría, por supuesto. Dejó la misteriosa carta de John-Paul encima del frigorífico y dio a Esther el fragmento del Muro de Berlín antes de sentarse a cenar.
—Gracias. —Esther acarició el pequeño fragmento de piedra con un respeto reverencial—. ¿De qué parte del Muro era exactamente?
—Bueno, creo que estaba muy cerca del Checkpoint Charlie —aclaró Cecilia en tono jovial. No tenía ni idea.
De lo que sí estoy segura es de que el muchacho de los cubitos de hielo llevaba una camiseta roja y que cogió mi coleta y la sostuvo entre sus dedos diciendo: «Muy bonita».
—¿Vale dinero? —preguntó Polly.
—Lo dudo. ¿Cómo se puede demostrar que perteneció de verdad al Muro? —cuestionó Isabel—. No es más que un trozo de piedra.
—Por la prueba de ADM —dijo Polly. La niña veía demasiada televisión.
—Se dice ADN, no ADM, y es para las personas —puntualizó Esther.
—¡Ya lo sé! —Polly había llegado al mundo con la rabia de descubrir que sus hermanas lo habían hecho antes que ella.
—Pues, entonces, ¿por qué…?
—A ver, ¿quién creéis que va a salir expulsado esta noche en The Biggest Loser? —preguntó Cecilia al tiempo que pensaba: Bueno, seas quien seas el que observas mi vida, estoy cambiando de tema de un período fascinante de la historia contemporánea que podría enseñar algo a mis hijas a un programa de telebasura que no les va a enseñar nada, aunque al menos mantendrá la paz y hará que no me duela la cabeza. Si John-Paul hubiera estado en casa, probablemente no habría cambiado de tema. Ella era mucho mejor madre cuando tenía público.
Las chicas estuvieron hablando de The Biggest Loser el resto de la cena y Cecilia hizo como que le interesaba, sin dejar de pensar en la carta que había dejado encima del frigorífico. Una vez que quitaran la mesa y las chicas estuvieran viendo la televisión la cogería para verla.
Dejó la taza de té y sostuvo el sobre al trasluz, medio riéndose de sí misma. Parecía una carta escrita a mano en papel cuadriculado de cuaderno. No pudo descifrar ni una palabra.
¿Habría visto acaso John-Paul en la televisión algo sobre los soldados en Afganistán que escribían cartas para que se las enviaran a sus familias si morían, como si fueran mensajes desde la tumba, decidiendo que estaría bien hacer algo parecido?
Era incapaz de imaginárselo haciendo semejante cosa. Era tan sentimental.
Y bonito también. Si moría, quería que todos supieran cuánto los quería.
… después de mi muerte. ¿Por qué estaba pensando en la muerte? ¿Estaba enfermo? Pero la carta parecía haber sido escrita mucho tiempo atrás y él seguía vivo. Además, se había hecho un chequeo hacía unas semanas y el doctor Kluger había dicho que estaba tan «en forma como un semental». Luego se había pasado unos días echando la cabeza atrás, relinchando y piafando por toda la casa, con Polly a cuestas blandiendo una servilleta de té a manera de látigo.
Cecilia sonrió al recordarlo y su inquietud se desvaneció. El caso era que hacía unos años John-Paul se había puesto insólitamente sentimental y había escrito aquella carta. No había que sacar las cosas de quicio y, por supuesto, ella no iba a abrirla dejándose llevar por la pura curiosidad.
Miró el reloj de la pared. Casi las ocho de la tarde. Él llamaría pronto. Cuando estaba fuera solía llamar todas las noches a esa hora.
Ni siquiera le iba a mencionar la carta. Sería violento para él y no era un tema apropiado para hablarlo por teléfono.
Ahora bien, ¿exactamente cuándo se supone que habría encontrado la carta si él hubiera muerto? ¡Podría no haberla encontrado nunca! ¿Por qué no se la había dado a su abogado Doug Openheimer, el marido de Miriam? Qué difícil no imaginárselo en la ducha cada vez que se le venía a la cabeza. Por supuesto, no tenía nada que ver con sus dotes de abogado, quizá se refería más a las habilidades de Miriam en el dormitorio. (Cecilia mantenía con Miriam una relación levemente competitiva).
Claro que, en las actuales circunstancias, no era el momento de darse aires en materia de sexo. Calla. No pienses en el sexo.
Eso no quitaba que fuera una torpeza que John-Paul no hubiera entregado la carta a Doug. Si él hubiera muerto, lo más seguro era que ella hubiera tirado todas sus cajas de zapatos en uno de sus arrebatos de limpieza sin molestarse en curiosear. Si hubiera querido que encontrara la carta, era una idiotez haberla metido en cualquier caja de zapatos.
¿Por qué no ponerla en la carpeta con la copia de los testamentos de ambos, el seguro de vida y demás?
John-Paul era una de las personas más inteligentes que conocía, menos en lo tocante a la logística de la vida.
—La verdad es que no entiendo cómo los hombres llegaron a gobernar el mundo —le había dicho a su hermana Bridget esa mañana, tras haberle contado que John-Paul había perdido las llaves de su coche de alquiler en Chicago. Cecilia se había puesto de los nervios al ver ese mensaje de texto de él. ¡Y ella sin poder hacer nada! ¡Él tampoco esperaba que ella hiciera nada más que no hacer nada!
A John-Paul le pasaban siempre ese tipo de cosas. La última vez que viajó al extranjero se olvidó el portátil en un taxi. Perdía cosas continuamente. Billeteros, teléfonos, llaves, el anillo de boda. Sus objetos personales se le escurrían.
—Se les da bastante bien construir —había explicado su hermana—. Puentes y carreteras. Quiero decir, ¿tú sabrías hacer una choza? ¿Una simple choza de barro?
—Yo sabría hacer una choza.
—Seguro que tú sí —gruñó Bridget, como si eso fuera un defecto—. Además, no gobiernan el mundo. Tenemos una primera ministra. Y tú gobiernas tu mundo. Gobiernas la familia Fitzpatrick. Gobiernas el Santa Ángela. Gobiernas el mundo del Tupperware.
Cecilia era la presidenta de la Asociación de Padres y Amigos del Colegio de Santa Ángela. Además, era la undécima en el escalafón de vendedoras de Tupperware en Australia. A su hermana estas dos cosas le parecían terriblemente cómicas.
—No gobierno el hogar de los Fitzpatrick —dijo Cecilia.
—Vaya que no —se carcajeó Bridget.
Era verdad que si Cecilia muriera la familia Fitzpatrick, bueno, era terrible pensar en lo que sucedería. John-Paul necesitaría más que una carta suya. Necesitaría todo un manual, con plano de la casa incluido, para localizar la lavadora y el armario de la ropa de cama.
El teléfono sonó y se apresuró a cogerlo.
—A ver si lo adivino. Nuestras hijas están viendo a esa gente regordeta —dijo John-Paul.
A ella siempre le había encantado su voz por teléfono: grave, cálida, reconfortante. Oh, sí, su marido era un caso perdido, lo perdía todo, llegaba tarde, pero cuidaba responsablemente de su esposa e hijas al viejo estilo de yo-soy-el-hombre-y-este-es-mi-trabajo. Bridget estaba en lo cierto. Cecilia gobernaba su mundo, pero ella siempre había sabido que, en caso de emergencia —un asesino enloquecido, una inundación, un incendio—, sería John-Paul quien les salvaría la vida. Se interpondría ante la bala, construiría una balsa, les llevaría sin problemas a través del infierno en llamas y, cumplida su misión, devolvería el control a Cecilia, tantearía los bolsillos y preguntaría: «¿Alguien ha visto mi billetero?».
Lo primero que hizo cuando vio morir al pequeño Spiderman fue telefonear a John-Paul con dedos temblorosos al pulsar los números.
—He encontrado una carta —dijo Cecilia de pronto.
Recorrió con las yemas de los dedos lo que había escrito en el sobre. En cuanto oyó su voz supo que iba a preguntarle por la carta en cualquier momento. Llevaban casados quince años. Nunca habían tenido secretos.
—¿Qué carta?
—Una carta tuya —explicó Cecilia. Intentaba parecer despreocupada y distendida, para que la situación no se le fuera de las manos, y para que el contenido de la carta no significara nada, no cambiara nada—. Dirigida a mí, para abrir después de tu muerte.
Era imposible emplear las palabras «después de tu muerte» con tu marido sin poner una voz rara.
Siguió un silencio. Por un momento creyó que se había cortado la comunicación, pero oía un suave zumbido de voces y cacharros de fondo. Sonaba como si estuviera llamando desde un restaurante.
Se le encogió el estómago.
—¿John-Paul?