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El frío gélido cortaba como la hoja de un cuchillo la piel blanca de Ylenia, que durante un instante se arrepintió de no haberle hecho caso a su madre y de no haberse puesto algo más abrigado. Era realmente brusco el contraste entre la tibieza que había dentro del aeropuerto y el frío de la calle, en la parada de taxis.

Por suerte, no fue difícil encontrar uno. Ella y la madre se sentaron en el asiento de atrás, mientras el padre ayudaba al taxista a meter el equipaje en el maletero.

Durante el trayecto Ylenia miró alrededor, tratando de encontrar algo bonito en el nuevo paisaje. En su corazón, nada podría reemplazar jamás Bogotá, la ciudad que tanto quería, el escenario de su adolescencia. Los años más hermosos de su vida.

Procuró distraerse, pues las primeras lágrimas amenazaban con anegarle los ojos.

—Mamá, ¿cuánto falta? ¿La casa queda lejos?

—No lo sé, pregúntaselo a tu padre.

—¡Bah, déjalo! Ya no quiero saberlo…

Ambra le dio un codazo a su hija, y, entre dientes, sin que la oyera su marido, le dijo que dejara de comportarse como una niña. No había vuelto a hablar con su padre, y no parecía tener intención de hacerlo.

En el avión montó un pollo para no sentarse al lado de sus padres y, dado que los asientos estaban asignados, una señora amable, a la que le hicieron gracia sus antojos, le cedió su sitio.

—¡Llegaremos dentro de media hora!

El taxista, que hasta ese momento no había pronunciado palabra, se sintió obligado a responder a la pregunta de la chica.

—¿Tanto tiempo? ¡Qué coñazo!

Ambra levantó la mano para darle un sopapo a su hija, que rápidamente agachó la cabeza y la esquivó.

—¡Cuando quieras dejar de hablar tan vulgarmente ya será demasiado tarde!

—¡Uf! Quizá quieres decir que el día que descubras que tu madre también dice «qué coñazo» ya será demasiado tarde.

—¡No metas a la abuela en esto!

—¡Y tú deja de jorobar!

—¡Parad las dos! ¡Y modera tu lenguaje, señorita, o te dejo sin paga un mes!

Giorgio había terciado para cortar la discusión. Su tono era severo y tenía una ceja enarcada, lo que le sucedía únicamente cuando estaba realmente enfadado. Ambas comprendieron enseguida que era preferible no continuar.

Resoplando, Ylenia se acomodó mejor en el asiento, cogió el móvil, lo encendió y trató de llamar, pero no obtuvo señal. Tras innumerables intentos sonó una llamada, pero al otro lado de la línea no contestó nadie. Lo volvió a intentar varias veces sin éxito. Entonces guardó el móvil en el bolso y miró el reloj: según el taxista aún faltaban veinte minutos para llegar. Sin dejar de resoplar, se acurrucó sobre las piernas de su madre y, vencida por el cansancio del viaje, se quedó dormida.

Cuando se despertó el taxi estaba cruzando una enorme verja de hierro forjado de color gris muy oscuro, que la penumbra volvía aún más majestuosa.

—¡Cariño…, despierta! ¡Venga, ya hemos llegado! —Ambra la estaba sacudiendo suavemente.

Ylenia abrió los ojos, pero necesitó un rato para acostumbrarse a la oscuridad. Se estiró en el asiento y observó delante de ella un larguísimo camino, consiguiendo a duras penas entrever a lo lejos el perfil de una casa inmensa. Su estupor aumentaba a medida que se acercaban a la vivienda. Ya completamente despierta, se quedó boquiabierta cuando el coche se detuvo delante del portal de una maravillosa villa decimonónica.

—¡Dios mío, pero… es magnífica! ¡Es la casa más hermosa que he visto jamás!

Se apeó corriendo del coche y fue a la fuente que había en el centro del patio. Desde ahí podía ver la enorme villa en todo su esplendor.

La villa era grande, tenía dos plantas o quizá más. Ylenia no alcanzaba a ver hasta dónde llegaba y se quedó pasmada. Delante de ella había un largo camino asfaltado delimitado por pequeñas luces, y a los lados se extendía el jardín, que parecía infinito.

Cuatro escalones, largos y estrechos, llevaban al portal de entrada, protegido por una gran lámina de cristal blanco con un dibujo abstracto que permitía entrever el interior de la vivienda. Encima, tres columnas blancas sostenían el balcón de la planta superior.

—¡Caray, es fantástica! ¡Si la viese Ashley, se moriría de envidia!

Sacó el portátil para tomar unas fotos, pero desde donde estaba no podía encuadrar bien, y además estaba oscuro.

Mientras tanto, todos habían bajado del coche, y su padre, sonriendo, se acercó y le rodeó los hombros con un brazo.

—Mañana por la mañana tendrás tiempo para hacer todas las fotos que quieras. ¡Ahora es mejor que entres; si no vas a coger un resfriado!

Ylenia no respondió, pero Giorgio lo intentó de nuevo.

—¿Has visto cómo al final merecía la pena? Puede que Italia tenga muchas cosas hermosas que ofrecernos…

—¡Pero si esta casa ni siquiera es nuestra! ¡Solo es prestada… menudo chollo! Además, la casa de Bogotá, nuestra casa, no estaba nada mal…

Ylenia había asumido la misma expresión enfurruñada de cuando era pequeña. Ante esa carita, Giorgio nunca había podido evitar enternecerse.

—Tienes razón, pero hagamos lo siguiente: si me garantizan que ya no tenemos que trasladarnos, te prometo que haré todo lo posible para comprarla…

Ylenia, que no daba crédito a sus oídos, preguntó tímidamente:

—¿En serio?

Giorgio asintió con la cabeza, sonriendo dulcemente.

Presa de la euforia, su hija se arrojó al cuello de su padre. Olvidándose de su rabia, exclamó:

—¡Gracias, papá, de verdad, mil gracias! Te quiero, y perdona si he estado desagradable contigo…

Aquellas palabras fueron capaces de hacer templar los corazones de ambos. Padre e hija se estrecharon en un fuerte abrazo, tan fuerte que ya no sintieron frío, sino solamente el calor de su afecto. A veces pasa eso, basta un abrazo para borrar todo rastro de rencor.

A veces.

Ambra, que había presenciado la escena, sonrió, feliz de que a su hija se le hubiese pasado por fin la rabia contra su padre y de que fuera receptiva a las emociones de una nueva vida.

Se acercó a su marido.

—¡Tengo que reconocer que en vivo da otra impresión! De todas formas, no me atrevo a imaginar todo el trabajo que hay que hacer… ¡todo debe de estar sucio y lleno de polvo! Si no me equivoco, has dicho que el señor Malton no viene a esta casa desde hace años…

—No, no te equivocas, pero el señor Malton se ha asegurado de que encontremos la casa limpia y ordenada. Hay personal que se ocupa cada semana de la villa y también del jardín. Y no solo eso, Joseph me ha dicho que, si quieres, sus asistentas están a tu disposición.

—¡Qué amable! Pues me temo que las necesitaré. No puedo ocuparme sola de una casa tan grande.

—¡Pues estupendo! Mañana por la mañana lo llamaré y le diré que avise a las asistentas de que las necesitaremos. Pero pasemos, Ylenia nos está llamando.

Mientras marido y mujer charlaban, el taxista había sacado el equipaje del coche y había dejado rápidamente todas las maletas en la entrada.

Giorgio le pagó y el taxista se alejó.

Al tiempo que los padres empezaban a poner un poco de orden, colocando la ropa en cajones y las cosas de primera necesidad en su sitio, Ylenia inspeccionó toda la casa, emitiendo un sonoro «Oh» cada vez que abría una puerta o descubría un nuevo espacio. Al final de su recorrido de exploración estaba realmente entusiasmada, y la excitación llegó a las estrellas cuando abrió la puerta de la que debía de ser su habitación. En lo primero que reparó fue en un majestuoso dosel, con unas telas de un delicado rosa antiguo tapando la cama matrimonial. Las cortinas que colgaban de las paredes eran de la misma tela y del mismo color y ocultaban una ventana enorme, que ofrecía una vista maravillosa del jardín. Las paredes estaban pintadas de un rosa un poco más oscuro, con algún detalle blanco y dorado. El resto de los muebles, de estilo decimonónico, hacían juego con la cama y convertían esa habitación en una auténtica joya.

Ylenia creía que estaba soñando. La habitación era más hermosa de lo que jamás se hubiese podido imaginar.

La madre fue a verla, también encantada con la nueva casa. En efecto, su dormitorio era maravilloso, y no tenía nada que envidiarle al de su hija. Ambas inspeccionaron todas las habitaciones, quedándose sin adjetivos para describir cada detalle.

Fueron interrumpidas por el sonido del timbre: por consejo del taxista, quien se había ofrecido amablemente a llamar por él, Giorgio había encargado la cena a un restaurante situado allí cerca, y el repartidor había llegado con el pedido. Giorgio abrió la puerta y lo invitó a poner la comida sobre una mesita de la entrada. Tras dejar el paquete humeante, el muchacho extrajo del bolsillo un recibo y se lo tendió.

—Son cuarenta y cuatro euros con cincuenta céntimos.

El señor Luciani abrió la cartera, cogió un billete de cincuenta euros y otro de diez y se lo entregó al repartidor, que lo miró sorprendido y un poco perplejo.

Giorgio, al intuir las dudas del muchacho, se apresuró a aclarar la situación.

—Esto es lo de la cena, y quédate con el cambio; y esto… —dijo señalando el otro billete—, ¡esto es de propina!

Incrédulo, el repartidor le dio sinceramente las gracias y salió de la villa, felicitándolo por su hermosa casa.

Giorgio cogió el paquete y fue al comedor, donde su mujer y su hija habían puesto rápidamente la mesa.

—¡Por fin se come! Mmm… ¡Qué olor tan rico!

Tras echar un vistazo al paquete, Ylenia ayudó a su madre a sacar las viandas, luego se sentó a la mesa entre sus padres y juntos disfrutaron alegremente de su primera cena en la casa nueva, haciendo planes para el futuro inmediato e imaginándose qué sorpresas les depararía Italia.