El padre estaba sentado a la mesa, cenando solo; la abuela seguía arrodillada en su rincón rezando.
—¿Papá?
El tono de voz de Ale ocultaba mal su temor de provocar otra discusión.
—¿Qué quieres?
—¡Déjame salir, por favor! No puedo más, voy a volverme tarumba…
Ale se puso de rodillas en el suelo, con las manos juntas en señal de súplica.
—¡Ni hablar!
Pietro Cutrò parecía impasible.
—Papá, anda… Total, es inútil; o, mejor dicho, peor. Si me quedo en casa no estudio, porque me apetece salir, y si no salgo tampoco estudiaré mañana porque luego tendré más ganas de salir. Así que es preferible que me dejes salir esta noche, así mañana ya no me apetecerá salir y me quedaré en casa estudiando. ¿No?
El razonamiento era impecable, y el padre, confundido por todas esas palabras pronunciadas como una ráfaga de metralleta y más nervioso todavía porque la voz de su hijo impedía oír la televisión, impidiéndole oír las noticias, prorrumpió:
—¡Uf, no te aguanto más! ¡Haz lo que quieras, total… nunca me haces caso! Eso sí, que una cosa te quede clara, esta noche sales, pero ay de ti como mañana por la tarde asomes la nariz fuera de casa. ¡Inténtalo y verás! ¿Te has enterado?
—Gracias, papá. Te prometo que a partir de mañana me pasaré todas las tardes en casa estudiando. Pero tienes que dejarme salir por la noche… ¿Qué dices?
Se quedó esperando, pero, al no recibir respuesta, pensó que su padre por fin se había calmado y decidió llegar más lejos.
—No será que a lo mejor tú…
Antes de que pudiera terminar la frase el hombre lo interrumpió:
—Te he dicho que el carnet estará confiscado hasta que apruebes la selectividad. Y, como no respetes el trato que tú mismo me acabas de proponer, puede ser todavía peor.
—No, papá, te juro que lo respetaré.
Tras decir eso el muchacho se apresuró a desaparecer. Aunque su tono parecía convincente, lo cierto es que no tenía la menor intención de respetar las condiciones que le había impuesto a su padre.
Y en el fondo Pietro Cutrò era más que consciente de ello.
Finalizada la conversación, Ale voló literalmente a su habitación, corriendo el riesgo de resbalarse con un par de calcetines sucios y malolientes que había dejado esa mañana en el suelo. Cogió el móvil, buscó el número de su amigo y esperó impaciente hasta que oyó que respondía.
El pobre Claudio se había quedado dormido en la cama, con un auricular del iPod en la oreja. El timbre del teléfono lo despertó de mal humor.
—¿Diga?
—Claudio, soy yo, Ale.
—¿Se puede saber qué quieres? Estaba echando un sueñecito muy rico…
—¿Cómo, ya dormías? ¿A esta hora? ¡Venga, pasa a buscarme y salimos!
—Pero habías dicho que tu padre…
—No te preocupes, ya está todo arreglado. ¡Date prisa!
—Pero ¡yo ya estaba durmiendo!
—Ya sé que estabas durmiendo, pero… ¿y tus primas?
—Ya han quedado.
La euforia de Ale se apagó tras oír esas palabras.
—¡De todas formas, pasa a buscarme, no me apetece quedarme en casa!
—De acuerdo, me visto y te espero en tu puerta.
Después de apagar el móvil, Ale se preparó para la noche.
Al cabo de pocos minutos, el dueño de un viejo Fiat 127 trataba ruidosamente de aparcar debajo de la casa de Ale.
Alertado por el estruendo, Ale se asomó a la ventana y le sorprendió ver el «bólido» llevado por Ale, que intentaba, con escaso éxito, maniobrar para meterse entre dos coches.
—¡Claudio! ¡Eeeh, Claudio!
Al oír que lo llamaban, Claudio bajó la ventanilla, que chirrió espantosamente, sacó la cabeza y miró hacia arriba.
—¿Quieres dejar de armar tanto jaleo?
—¡Perdona, no sabía que hacía ruido!
Claudio decidió renunciar a sus intentos de maniobra y apagó el motor. Mientras tanto, Ale se había puesto la cazadora y había salido de casa. Una vez en el coche tuvo que tirar varias veces la puerta hacia sí antes de poder cerrarla.
—Podías darme un bocinazo…
—Si funcionase…
—Pero ¿de dónde has sacado esta pieza de museo?
—Lo dejó mi abuelo en herencia, y como no lo quería nadie ahora lo tengo yo.
Claudio lanzó una carcajada y arrancó el coche. Sin embargo, pocos segundos después el motor se apagó, sin duda por algún motivo inexplicable.
—¡No entiendo por qué cada vez que arranco e intento poner el coche en marcha el motor se apaga!
Perplejo, Ale le pidió que lo intentase de nuevo.
—Trata de soltar lentamente el embrague.
Claudio asintió, luego giró la llave y soltó el embrague de golpe. El coche dio un respingo, y Ale se estrelló contra la luna del parabrisas.
—¡Así no, gilipollas! ¿Eres memo? ¡Ve despacio! ¿Se puede saber quién te ha dado el carnet?
—¿Adónde?
—¡Con el pie! ¡Ve soltando despacio el embrague! ¡Tienes que ser delicado con los pedales!
Hasta Ale se sorprendió de lo competente que era en el tema. Y empezó a despotricar otra vez contra su padre. Le habría gustado decirle: «¡Fíjate, al menos he aprendido eso! ¡No es verdad lo que dices de que en un año de autoescuela no he aprendido nada!».
Claudio se volvió hacia su amigo.
—¿Qué haces? ¿Ahora hablas solo?
Ale se apresuró a ponerse el cinturón y se colocó bien en el asiento.
—¡Déjalo! ¡Mi padre está convencido de que soy un inútil, pero antes o después tendrá que reconocer que está completamente equivocado!
—¡Yaaa! ¡Por supuesto! ¡Genio y figura, hasta la sepultura, querido amigo! ¡Si naces inútil, serás un inútil toda tu vida! ¡Acéptalo!
—¡Sobre todo si uno tiene amigos gilipollas como los que tengo yo! —Ale le dio un puñetazo amistoso a Claudio—. Y, entre todos, tú eres el rey de los gilipollas, ¿verdad, Clà?
El amigo no respondió. Ale prefirió cambiar de tema.
—Bueno, ¿qué hacemos? ¿Nos vamos o no?
Por suerte, tras varios intentos fallidos, por fin el coche empezó a moverse dando tirones por la carretera.
—Esta noche nos quedamos en Cecina, así puedo practicar un poco en estas carreteras, que tienen menos tráfico que las de la ciudad. ¿Vale?
—Lo seguro es que por aquí no va a costarnos encontrar carreteras vacías, nunca hay nadie… ¡Qué coñazo!
A Ale no le gustaba ir por las carreteras del pueblo donde se había criado. No es que el lugar estuviera mal, había playas y pinares preciosos, pero él prefería ir a la ciudad, a Livorno, o, cuando se podía, a las otras capitales toscanas, porque allí había discotecas, pubes, cines, salas de billar y muchas cosas más. Al menos podías divertirte, pasar una noche alegre en compañía.
—Anda, no me apetece ir por la autopista… ¿Y si tengo un accidente?
—¡Haz el favor! ¿Y por qué no vamos a Vada o a Rosignano?
—¿Bromeas? ¡Están muy lejos!
—¡Qué dices!… ¡Vada quedará como mucho a cuatro o cinco quilómetros!
—Te he dicho que no. ¡Esta noche nos quedamos aquí!
—¡Mira que eres coñazo!
Resignado, Ale tiró de la palanca que había a la derecha de su asiento, al lado de la puerta, pero no pasó nada. En efecto, tuvo que dar un fuerte puñetazo al respaldo para que se bajase, haciéndose daño en los nudillos de la mano.
—¡Ay! ¡Este coche es una mierda!
—¡Yo al menos tengo coche! ¡Y carnet! ¡Así que confórmate, y para!
Claudio apartó un segundo las manos del volante y le hizo un gesto inequívoco.
Ale miró mal a su amigo y respondió con otro gesto inequívoco, tras lo cual, suspirando, se tumbó sobre el asiento, se puso las manos detrás de la cabeza y procuró relajarse mientras el otro se divertía al volante.
Casi se había dormido cuando lo despabiló un brusco ruido de claxon. Oyó a Claudio murmurar alguna injuria, y amodorrado le preguntó:
—¿Qué coño haces?
—¡Pasa, capullo!
—¿Qué…?
—¡No te lo digo a ti, idiota!
Claudio no quitaba los ojos del espejo retrovisor.
Ale se volvió y vio que llevaban un coche detrás muy pegado a ellos. Tuvo que entornar los ojos, porque la potencia de las luces largas lo estaba cegando.
El coche no hacía nada por adelantar; es más, tocaba el claxon con mayor insistencia. Claudio se puso nervioso, y en el intento de parar se salió a la cuneta, destrozando la llanta anterior derecha del 127. También el coche que iba detrás de ellos paró al borde de la cuneta.
—Pero ¿quién coño es este memo?
—Bah, bajemos a ver…
Ale se frotaba la rodilla, que al chocar se había golpeado contra el salpicadero. Iba a salir del coche, pero su amigo lo retuvo tirándole de la chaqueta.
—¿Qué haces? ¡Espera! ¿Y si es un maleante que nos quiere matar?
—No digas chorradas. ¡Ves demasiadas películas! Vamos a averiguar quién es.
Con un movimiento decidido, Ale se soltó, abrió la puerta y bajó del coche. Asustado, Claudio lo siguió, ocultándose detrás de él.
La sorpresa de ambos fue mayúscula cuando vieron que el conductor de aquel viejo Ritmo era su amigo Pietro, llamado irónicamente el Guaperas. No precisamente un Adonis, pese a lo cual estaba convencido de que era un verdadero latin lover. Menos mal que tenía gustos muy especiales en cuestión de chicas: le parecían preciosas las que los demás no habrían ni siquiera mirado, de manera que nunca le faltaba compañía femenina.
—Pero ¡si es el imbécil de Pietro!
—Entre tu coche y el de Pietro la verdad es que me siento como en un museo.
—¡Mira quién habla! Nosotros por lo menos tenemos coche.
Claudio se acercó al muchacho, seguido por Ale.
—¡Me he sacado el carnet hoy, idiota! ¿Qué puñetas haces? ¿Querías que nos la pegáramos? ¡Nunca cambiarás!
—Nunca cambiarás, ¿eh? ¡Gilipollas! —remachó Ale.
—¡Eh, calmaos, solo quería divertirme un poco, no hay por qué ponerse así!
—¿Querías divertirte? Nos podría haber pasado algo… ¡imbécil!
—Vale, perdona, madre mía, qué plastas sois… ¿Adónde ibais?
—¡A ninguna parte! ¡Solo estaba intentando practicar en paz y tranquilidad, con permiso de los idiotas! De todas formas, más te vale apagar los faros y la radio si no quieres quedarte sin batería…
Pietro se volvió y vio que, en efecto, se había dejado las luces y la música del coche puestas. Así pues, se alejó unos pasos para apagarlas.
Ale aprovechó para acercarse a Claudio. Lo cogió de un brazo y se puso a hablarle en voz baja para que no lo oyera Pietro.
—¡Ahora va a contarnos que ha conocido a una chica que se parece a una modelo o a una azafata de la televisión! Como la otra vez, cuando…
No pudo terminar la frase, porque el amigo ya estaba junto a ellos.
—¡Oh, casi lo olvidaba! Esta noche he conocido a una chica que es la copia exacta de la que trabajaba en Los vigilantes de la playa… ¿cómo se llama?
Ale y Claudio se miraron y rompieron a reír. Luego, sin poder contenerse, preguntaron al unísono:
—¿Quién, la Anderson?
—¡Sí, ella! Era idéntica, de cara y de…
Y se puso las manos delante del pecho, para que entendieran que tenía una talla muy grande de sujetador.
—¡Sí, claro, cómo no! ¡Como la de la otra vez, que debía ser igual a Monica Bellucci y en cambio parecía la gemela de King Kong!
Cuando los dos terminaron de desternillarse, Pietro propuso:
—¿Qué me decís de ir a la ciudad a ligarnos a unas chicas?
Ale y Claudio se miraron sin saber qué hacer. Luego Ale se acercó al oído de su amigo.
—Si tenemos que ligarnos a las que le gustan a él, no merece la pena.
—Anda, vamos, por lo menos nos reiremos un poco. ¡Total, no tenemos un plan mejor!
—A ver, ¿qué secretitos tenéis? ¡Subid al coche y vámonos, venga!
Pietro sacó del bolsillo las llaves y se dirigió hacia su coche. Los dos finalmente se convencieron. Sin embargo, Pietro los detuvo.
—Pero ¿qué hacéis? ¡Dejad aquí ese trasto! ¡Vamos en mi coche, que está mejor; por lo menos así estamos seguros de causar sensación!
Aunque sabía perfectamente que su coche era una chatarra, Claudio no aguantaba que nadie se lo hiciese notar, de modo que le advirtió a su amigo que más le valía no pasarse con las ofensas. Tras lo cual trató de aparcarlo bien en la cuneta y, una vez que los tres hubieron subido al Ritmo, emprendieron la marcha rumbo a Livorno.