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Esta vez había perdido los papeles. Ya no aguantaba más las continuas decepciones que le ocasionaba su hijo. Lo estaba persiguiendo alrededor de la mesa, armado con un palo de escoba. Naturalmente, no tenía intención de hacerle daño. Lo único que pretendía era que las amenazas hicieran que ese chico de dieciocho años sentara por fin la cabeza, ya que no había conseguido nada por las buenas. Pero la verdad es que nada podría cambiar su naturaleza perezosa e insolente.

—Papá, espera… ¿Me explicas al menos qué he hecho? —preguntaba Ale, que en realidad se llamaba Alessandro, mientras corría alrededor de la mesa tratando de escapar de la cólera de su padre.

—¿Quieres saber qué has hecho? ¡Mejor sería preguntar qué no has hecho! ¡Para, infeliz!

Pietro Cutrò era obrero especializado en una papelera y vivía en Cecina desde hacía muchos años, pero por sus venas corría sangre siciliana. Había emigrado a la Toscana en los años del boom económico y, aunque varias veces se había prometido hacerlo, nunca había regresado a su tierra natal. Pero ya se sabe que la sangre siempre tira, y por eso en las maneras, en las expresiones y en las ideas de Pietro anidaba el rasgo indeleble de la mentalidad de su pueblo.

—Pero, papá, razonemos… —trataba de justificarse el muchacho.

—¿Acaso tú razonas? No te aguanto más, ¿te enteras? ¡No te aguanto más! Siempre la misma copla: «Su hijo no se esfuerza lo suficiente, a su hijo no le da la gana estudiar, y patatín, patatán…», nunca me puedo sentir orgulloso de ti. ¡Nunca! ¿Sabes qué me han dicho hoy tus profesores?: «¡Su hijo jamás ha tocado un libro!». ¿Te das cuenta?

Exasperado, el hombre ya había renunciado a esa inútil persecución. El peso de los años empezaba a hacerse notar, y después de esa carrera ya tenía flato.

Ale también estaba jadeando y aprovechó para descansar un poco.

—Mira, ¿lo ves? ¡Eso no es verdad! ¡Sí que he tocado los libros!

—¿No me digas? ¿Cuándo, para ser exactos?

—¡Cuando los compré!

Ale rompió a reír con ganas, pero el padre no pilló la broma. Al revés. Ciego de rabia, se quitó un zapato y lo lanzó al otro lado de la mesa. Ale lo esquivó con un salto atlético, y el zapato se estrelló contra una mesita que había en un rincón, de la que se cayó al suelo una imagen de la Virgen rodeada de flores artificiales y velas encendidas, una de las cuales se rompió.

La recogió una viejecita, que, indiferente a lo que estaba ocurriendo, rezaba en silencio arrodillada en el reclinatorio mientras desgranaba el rosario que tenía entre las manos. Una vez que hubo recogido la vela que se había caído al suelo, sin quejarse, volvió a sus oraciones.

—¿Lo ves? ¿Ves como siempre tienes la culpa? ¡Y encima te atreves a hacerte el gracioso! ¿No te da vergüenza? No eres más que un inútil. ¡Para empezar, ya te puedes ir olvidando del coche!

—¡Pero, papá, no me puedes hacer eso! ¡Acabo de sacarme el carnet, no puedes quitarme el coche! Ponme a hacer trabajos forzados, pégame, hazme daño, lo que quieras… Pero ¡el coche no, por lo que más quieras! ¡Lo necesito para practicar! ¡Ya sabes que no conduzco muy bien!

—¡Cierra el pico! ¡Tienes el carnet solo porque el buenazo de tu tío es el dueño de la autoescuela y te lo ha regalado, pero no te lo mereces! ¡Eres un inútil, has tardado un año en enterarte de un par de cosas sobre cómo se lleva un coche, pero sigues sin saber conducir! ¡Das pena, deshonras a la familia! Pero no voy a quitarte solo el carnet.

El padre se acercó, lo cogió de un brazo y tiró de él sin hacerle daño.

—También te voy a quitar la paga, así no podrás dedicarte a vaguear con esa pandilla de zoquetes con los que te juntas. Y que te quede claro, la próxima vez que un profesor me diga que no has estudiado, te saco del instituto y te mando a trabajar, ¿te enteras? ¡Me da todo igual, te saco aunque estés en el último curso!

Calló unos segundos, tratando de calmarse y de recuperar el aliento, pero sin soltarle el brazo. Luego prosiguió:

—Y ahora vete a tu cuarto y no aparezcas hasta que no hayas terminado de estudiar. ¿Ha quedado claro?

Le soltó el brazo y lo empujó fuera del salón.

Pero enseguida lo hizo regresar. Se puso delante de él y extendió la mano. Ale lo miró con gesto interrogante.

—Entrégamelo.

Pietro Cutrò hablaba con un tono inusualmente amenazador.

—¿Qué, perdona?

—¡Qué va a ser, idiota! El carnet. ¡Contigo nunca se puede estar seguro!

—Pero, papá… y si me paran en un control, ¿qué hago?

—¡Claro, lo sabía! ¡Estaba seguro! ¡Tenías pensado conducir el coche de tus amigos! ¡Es de locos! ¿Es que no has entendido nada? ¡Que no, hijo, un castigo es un castigo, hasta que no apruebes la selectividad no vuelves a tocar un volante!

—¡Papá, seré el hazmerreír de todo el mundo! ¿Cómo lo haré para salir con chicas?

—¡Pues sales con ellas en autobús! ¡O si lo prefieres, en taxi! Me da igual, ahora dame el carnet.

—Pero, papá…

—¡Oye, como no me lo des, yo mismo te lo quitaré por la fuerza!

Ale sabía cuándo había llegado el momento de ceder con su padre, y para su desgracia lo único que podía hacer ya era obedecer sin rechistar. Pietro tenía la cara roja y las venas del cuello hinchadas: iba a estallar en cualquier momento.

Muy a su pesar extrajo la cartera del bolsillo trasero de los vaqueros, la abrió, sacó el carnet, que todavía olía a nuevo, y lo puso en las manos de su padre.

—Míralo bien, porque no lo volverás a ver antes de julio. ¿Te has enterado? —dijo el hombre riendo.

Ale dio media vuelta y, abatido y cabreado, despotricando entre dientes contra su padre, los profesores, el instituto y contra todo aquello de dudosa naturaleza que debía tenerla tomada con él, a la vista de la mala pata que tenía, se refugió en su habitación.

En cuanto el hijo hubo abandonado el salón, Pietro Cutrò se dirigió a la anciana que rezaba en su rincón.

—¡Qué vergüenza! ¿Te haces cargo? ¡Ya estamos a mitad de curso y todavía no ha abierto un libro! ¿Cómo piensa construirse un futuro? ¡Es de locos! Pero… ¿mamá? ¿Me escuchas, mamá?

La mujer estaba en realidad tan concentrada en su rosario que no había oído una sola palabra de lo que le había dicho su hijo, quien, todavía más airado, salió de la habitación murmurando:

—Desde que hace tres años vio a la Virgen parece sordomuda. ¡Qué vida! Un hijo que pasa de todo y una madre atontada… ¡Bah!

Mientras tanto, Ale se había encerrado en su habitación, que más que una habitación parecía realmente una pocilga: desorden por todas partes, la cama deshecha, la televisión encendida con la PlayStation puesta, con un juego en pausa desde a saber cuánto tiempo. Había ropa aquí y allá, también en el suelo; las hojas del armario y los cajones estaban abiertos. Una guitarra y unos bongós estaban tirados en el suelo. En las paredes había pósters de futbolistas, algunos con las esquinas rotas, y un calendario de una famosa modelo con el pecho desnudo. Sobre una cómoda llena de pegatinas estaba la foto de su madre, y al lado, en una estantería, una polvorienta colección de latas y de botellas de cerveza. Había una valiosísima (al menos para él) colección de tebeos esperando imperturbable a alguien que se decidiese a leerlos, pero lo peor eran los restos de comida esparcidos por todas partes.

Absolutamente indiferente a ese manicomio, el chico encendió el equipo de música, que estaba al lado de la foto de su madre, y se sentó en la silla giratoria. Resoplando, abrió un libro al azar que había sacado de la mochila y empezó a leer unas páginas con muy pocas ganas. Lo rescató el timbre del móvil. Encantado con aquella interrupción inesperada, Ale le respondió a Claudio, su mejor amigo desde hacía años, un chico tan desganado y vago como él, o incluso más. El amigo lo llamaba para contarle que esa mañana por fin había conseguido aprobar el examen para el carnet de conducir, y que después de una larga espera se lo habían entregado.

—¿Qué me dices, te paso a buscar a las nueve y media?

Ale le contestó a su pesar que tenía que quedarse en casa estudiando, porque se lo había mandado su padre, y le contó también cómo pocos minutos antes había sido privado de su bien más preciado, a su entender injustamente.

—¿Estás seguro? Están mis primas… ¡esas que te gustan tanto!

—Oye, de verdad que no puedo.

Viendo que no podía convencerlo, Claudio dejó de insistir.

—De acuerdo, otra vez será. ¡Adiós!

Ale colgó el móvil y se puso nuevamente a estudiar, o por lo menos intentó hacerlo, pero su mente estaba en otra parte.

Al cabo de una media hora se dio cuenta de que esa noche no iba a conseguir enterarse de nada. De modo que, sin pensarlo dos veces, salió de la habitación y se dirigió a paso rápido al salón.