La tarde pasó rápidamente para todos. Giorgio hizo algunas visitas para despedirse de los amigos más íntimos en nombre de la familia y del suyo propio, prometiendo llamarles por teléfono y mandar postales.
O al menos eso le contó a su mujer.
Ambra estaba muy atareada guardando en cajas lo estrictamente necesario, mientras que Ylenia, con la música a todo volumen, tumbada en la cama de su habitación, recorría con la mente los días felices que había pasado con sus mejores amigos. Trataba de imaginarse su nueva vida en Italia, a sus nuevos compañeros de instituto. Daba vueltas entre las manos a los pequeños regalos que sus amigas le habían preparado para la ocasión: una foto recuerdo tomada en una excursión, un CD con las canciones que habían servido de banda sonora a los momentos de ternura que había vivido con el chico al que quería, una libretita llena de frases breves escritas por ellos y un vídeo rodado esa misma mañana. Pero lo más importante de todo era sin duda una pequeña concha que alguien había recogido ese verano para ella. Alguien que le había robado el corazón y un beso, y también algo más, por primera vez. Un caballero al que le había dicho adiós esa mañana.
Se levantó de la cama y rebuscó en un cajón lleno de ropa interior. Extrajo un pequeño diario con las tapas rosas y, con él apretado contra su pecho, volvió a tumbarse.
Una manchitas oscuras se dibujaban sobre las páginas a medida que las pasaba, instantes de felicidad capturados para siempre en el papel, congelados de tan maravillosos como eran, tanto que el paso del tiempo no podía desgastarlos, y ahora marcados por lágrimas derramadas por la nostalgia y por el recuerdo de tardes que habían pasado juntos, de noches en el cine, de encuentros secretos en la biblioteca del instituto, para poder estar solos unos minutos entre clase y clase, y de tardes en la playa, que servían de fondo a románticos paseos cogidos de la mano.
No quería abandonar aquellos lugares, no quería ni podía, una parte de ella la retenía. Evocó su fabuloso verano, un verano maravilloso, quizá único, y aquella conchita era el testigo de un amor que había surgido en primavera y que enseguida había sido sometido a dura prueba.
Las lágrimas se transformaron en un río desbordado por el recuerdo de aquella noche… Solo la lluvia, el mar y ellos dos, el deseo de juntarse más, escalofríos que recorrían la espalda y suspiros profundos, ropa que se quita y manos que se entrelazan, la arena sobre todo el cuerpo… El bochorno, el miedo y luego la felicidad de aquel pequeño dolor, la dicha de ser como uno solo y luego quedarse ahí, echados, mojados por la lluvia y por las olas del mar, mirando las estrellas e inventando el mañana… y una excusa para justificar la tardanza, reír, bromear, sentirse una persona nueva, más hermosa, mujer al fin, y no querer ya marcharse, besar otra vez y una vez más, una noche mágica de agosto.
Y así, acunada por los recuerdos y con los ojos todavía húmedos por las lágrimas, indiferente al volumen de la música, Ylenia se quedó dormida, estrechando entre sus manos su pequeño tesoro, y en el corazón, las promesas de llamadas de teléfono, de correos electrónicos, de vacaciones que pasarían juntos, pero sazonadas por la amargura de no poder verse de nuevo, por culpa de ese puñetero fútbol sala, tan importante que les impedía un último beso, un último abrazo.
Solo unos minutos después de que se hubiera abandonado en brazos de Morfeo, la madre entró en la habitación, mosqueada porque no oía ningún ruido aparte de la música. Al encontrarla dormida, muy a su pesar la despertó dulcemente, regañándola por no haber empezado todavía a guardar sus cosas.
—Mamá, ¿crees que seremos felices en Italia? —le preguntó Ylenia, todavía amodorrada, mientras se sentaba con las piernas cruzadas sobre la cama y con las manos se frotaba los ojos.
—Estoy segura de que sí —la tranquilizó—. ¡Ya verás como allí también encontrarás buenas amigas, y a lo mejor hasta un nuevo amor! —le dijo sonriendo y con el tono de prever lo que iba a suceder.
Un poco azorada, Ylenia no respondió nada, pero pensó para sus adentros que no necesitaba encontrar un nuevo amor. No quería sufrir más por eso. El que tenía estaba muy bien, pese a todos sus defectos y a su puñetero fútbol sala. Aunque seguramente habría pensado de otro modo si hubiese sabido que la excusa del fútbol sala era una rubia que en ese preciso instante estaba improvisando para él un alegre striptease en el chalet de papá, entre copas de champán y sábanas de seda. Es verdad que muchas historias serían diferentes si las personas contasen menos mentiras, pero no podemos impedirlo; si las cosas son de una manera significa que hay un motivo por el que deben ser así.
—¿Quieres que te ayude con toda esta ropa? —preguntó solícita la madre.
Ylenia hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ahora me pongo manos a la obra. Verás como para la cena estará todo listo y ordenado.
La madre asintió poco convencida, porque sabía perfectamente que no podía fiarse mucho. En efecto, Ylenia se pasó no solamente toda la tarde, sino buena parte de la noche guardando sus cosas en las cajas, y al día siguiente no estaba segura de haber cogido todo lo necesario, y temía haberse olvidado de algo importante.
Así, cuando sus padres ya estaban listos para partir, ella seguía revolviendo los cajones y los armarios para asegurarse de que había cogido lo necesario para los primeros días en Italia.
—¡Ylenia! —gritó la madre desde la planta baja—. ¿Quieres darte prisa? Solo falta meter tus cosas en el coche para que nos podamos ir.
—¡Voy, voy!
Antes de bajar, Ylenia se detuvo a mirar un instante las paredes desnudas de su habitación, que hasta unas horas antes estaban llenas de fotos y pósters. Los muebles ya no contenían sus cosas, una gran tristeza la embargó e hizo denodados esfuerzos para no llorar. Sin mirar atrás, cogió la maleta y bajó corriendo las escaleras.
—Me da miedo haberme olvidado de algo.
—No te preocupes, el resto llegará dentro de pocos días con el transporte internacional. De modo que, a menos que se trate de algo de vital importancia, puedes estar tranquila.
Ambra le sonrió a su hija, le puso una mano en la barbilla y le dio un beso en la mejilla.
Ylenia abrazó con fuerza a su madre y de nuevo procuró no llorar; aun así, alguna lágrima silenciosa resbaló por su rostro, dejando una huella en sus ojos brillantes.
Hubo un momento de silencio, tras el cual Ambra se dirigió a su marido:
—¿Por qué tenía que pasarte precisamente a ti, Giorgio?
En esos instantes, durante los cuales realmente se despedían de su vida, muchas dudas acuciaban su mente, aunque trataba de ocultarlo.
—La competencia es un enemigo despiadado, también para los bancos.
Giorgio intentó por todos los medios evitar la mirada de su mujer, porque sabía perfectamente que si le escrutaba los ojos descubriría enseguida que estaba mintiendo.
La suerte quiso que los perros de casa, Rómulo y Remo, jugaran a perseguirse, y que pasaran entre los dos, chocando con Ambra, casi tirándola al suelo. Todo ello bajo la mirada alegre de Ylenia, feliz de que al menos sus mascotas siguieran a su lado, llenándole los días también en Italia.
—Vale, ya estamos todos.
Giorgio dio un tirón y la puerta del maletero se cerró. El ruido sordo de la carrocería retumbó en el aire amenazador.
Con un nudo en la garganta, Ylenia no pudo hacer otra cosa que acercarse tristemente al coche y sentarse en el asiento trasero.
Mientras el coche se alejaba por la avenida, la chica se volvió un instante para dar su último y melancólico adiós. Ahora que la imagen de la casa, de su casa, se empequeñecía cada vez más, le venían a la mente los recuerdos de los amigos y de su amor, a los que quizá no volvería a ver más. No pudo contener los sollozos.
Al revés que Ambra, Giorgio no trató de consolarla, sabedor de que aquella había sido una decisión difícil, pero que había tomado con el afán de brindar una vida nueva y quizá mejor a su hija.