50

Silencio en la habitación.

El señor Luciani miraba alrededor para tratar de rebajar la tensión. Los ojos de todos estaban clavados en él. Los de Ambra, los de Virginia, los de Silvia, los de Claudio y los de los demás. Pero, sobre todo, los de Ylenia. La operación había sido un éxito. Ylenia tenía un corazón nuevo.

Por primera vez, los médicos le habían permitido recibir visitas. Todos estaban con ella en la habitación. Todos los que la querían, todos los que habían rezado por ella, todos a los que ella quería. Todos, menos uno.

—Papá, ¿dónde está Ale? —preguntó de nuevo, ya que su padre todavía no le había respondido.

Giorgio miró a Claudio. Virginia le estrechó la mano con fuerza, y le susurró algo al oído. Claudio se dio ánimos y sacó de la mochila la agenda de su amigo. La de las tapas amarillas que ella había visto infinidad de veces en el instituto.

Se la tendió a Ylenia sin decir nada, sin atreverse a mirarla a los ojos.

Ella la cogió y empalideció. Había manchas de sangre.

—¿Qué significa?

La pregunta cayó en el vacío.

Una margarita, pequeña, apagada, un poco marchita, asomaba de la agenda como si fuera un punto de libro. Ylenia puso un dedo y la abrió.

En las páginas del día de junio en que Ale había muerto, como si fuese una broma cruel del destino, unos meses antes ella había dibujado un pequeño corazón y había escrito al lado su nombre.

Ahora había algo distinto. Había una frase color rojo sangre, una frase que Ale le había repetido muchas veces. Pero nadie, incluida ella, se habría imaginado jamás que algún día se convertiría en realidad.

Con los ojos llenos de lágrimas, Ylenia miró a la cara a todos los presentes para recibir una explicación, para obtener una respuesta.

—Lo atropellaron cuando venía al hospital —oyó que decía alguien, pero no pudo distinguir la voz, incapaz de apartar la mirada de aquella agenda.

Con la letra un poco insegura que ella adoraba, al lado del corazón dibujado por Ylenia, Ale había escrito:

Mi corazón te pertenece. ¡Para siempre!