Esa mañana Ylenia se levantó antes de lo habitual, se vistió rápidamente y bajó a desayunar. En la cocina encontró a su padre y a su madre. Como siempre, su padre estaba sentado en su sitio de la mesa y leía el periódico a la espera de que el desayuno estuviese listo. Su madre canturreaba mientras calentaba la leche al fuego. Al ver a su hija, no disimuló su estupor y exclamó:
—¡Buenos días, cariño! Hoy te has levantado pronto.
Ylenia no respondió al saludo, se acercó a su madre para darle un beso en la mejilla y para coger el pan para tostar del armario sin mirar a su padre. No se sentó a su lado, como hacía siempre, sino en el lado opuesto de la mesa.
—¿Durante cuánto tiempo piensas estar sin dirigirme la palabra?
Giorgio había apartado durante un momento la atención de las noticias del día, pero inmediatamente volvió a la lectura, sin sorprenderse de no haber obtenido respuesta.
—Mamá, hoy no voy al instituto.
Ylenia rompió así el pesado silencio que estaba impregnando la habitación, lo que agradó a sus padres en su fuero interno.
—¿Y eso? —preguntó Ambra con cierta calma.
—Porque Ashley ha organizado una especie de fiesta de despedida en su casa. Pasaremos toda la mañana con otras chicas y comeremos juntas. Hemos pensado que de todas formas debo dejar el instituto, y que un día más o menos no va a cambiar mucho las cosas. ¿No te parece?
—Pregúntale a tu padre qué opina.
—No me interesa lo que él opine —respondió Ylenia. Luego, irritada, elevando el tono de voz y poniendo los brazos en jarras como solía hacer, añadió—: ¡Todo esto es culpa suya, así que no tiene por qué interesarle cómo pase mis últimos días aquí!
El padre no replicó a las palabras de su hija, soltó con fuerza el periódico sobre la mesa y, sin haber comido nada, se levantó. Cogió el maletín y la gabardina, y salió de casa sin despedirse, dando un portazo.
Ambra suspiró y con tono firme regañó a su hija:
—No me gusta que te dirijas a tu padre de esa manera. No tiene la culpa de que lo hayan trasladado; además, por mucho que le guardes rencor, la situación no va a cambiar. ¡Así que procura cambiar tu actitud, señorita!
Calló unos segundos para darle tiempo a su hija para reflexionar, pero lo único que obtuvo fue que Ylenia se encogiera de hombros. Resignada, continuó:
—En cuanto a lo de esta mañana, de acuerdo, siempre que estés de vuelta a primera hora de la tarde, porque tienes que preparar tus maletas.
—Sí, sí —contestó resoplando Ylenia—, descuida, llegaré a casa a tiempo. Bueno, más vale que me vaya, si no el día va a durar poquísimo.
Siguiendo el ejemplo de su padre, se levantó de la mesa y salió sin despedirse dando un portazo.
Ambra suspiró nuevamente. Observó el desayuno que acababa de preparar: leche, tostadas con mantequilla y mermelada, café y galletas. Un desayuno hecho con el mayor cariño pero del que, en vez de reunir a la familia, disfrutaron los perros de casa, pues también a ella se le había quitado el apetito. Esforzándose por encontrar el lado cómico de la situación, mientras recogía la cocina exclamó entre dientes:
—¡De tal palo, tal astilla!
Esa mañana Giorgio fue a la oficina para solventar los últimos asuntos antes de su partida. Joseph Malton había depositado en él mucha confianza, asignándole la dirección del banco unos años antes y, ahora que se había encontrado en esa difícil tesitura, había demostrado ser no solamente un excelente jefe, sino además un amigo estupendo y generoso.
Precisamente por eso quería dejarlo todo en orden antes de marcharse.
Sin embargo, esa mañana se dio cuenta de que había algo diferente en el ambiente. En el pasillo todos lo miraban, y muchos colegas que creía que lo odiaban le prodigaban sonrisas y saludos. No pudo entender el motivo de ese cambio repentino, pensó que sencillamente habían recibido la noticia de su traslado y que estaban encantados.
Pero todo le quedó claro al final de la mañana, cuando la mayoría de los empleados habían salido a comer y un colega que le caía bastante mal, un tipo falso y oportunista, entró en su despacho diciendo que tenía un importante negocio que proponerle.
—Lo siento, pero ya no me incumben los negocios colombianos. A partir de mañana me encargaré de nuestra filial italiana. De modo que no tienes nada que ofrecerme.
Giorgio había tratado de quitárselo de encima, pero el otro no se arredró.
—¡No digas no tan rápido, querido Luciani!
Ese hombre tenía la voz ronca y una cara que no prometía nada bueno, recordaba a uno de esos mafiosos de las películas sobre la Sicilia de antaño.
—Siéntate y escúchame. Creo que tengo algo que puede interesarte mucho.
Giorgio optó por sentarse y escucharlo, aunque poco convencido:
—¡Pues explícate rápido! No puedo perder mucho tiempo, tengo que terminar de organizar mi marcha.
—Iré enseguida al grano.
Tras decir eso, el hombre encendió un cigarrillo, se arrellanó en la silla que había delante de la mesa y cruzó las piernas sobre esta.
A la vista de esa actitud Giorgio pensó en despedirlo, pero luego se dijo que esa era la última vez que lo veía y que no valía la pena estropearse el día por un ser tan despreciable. Sin duda, no se podía imaginar lo mucho que iba a arrepentirse de esa decisión. En efecto, cuando este empezó a hablar, se le heló la sangre en las venas.
—He sabido que necesitas un corazón.
—¿Cómo lo has sabido?
Giorgio se arrepintió enseguida de esa pregunta lanzada tan impulsivamente. Pero ya la había hecho.
—Así que es verdad… Deberías saber que las paredes oyen, querido Luciani.
—¿Qué diablos quieres? —Giorgio apretaba los puños, como hacía siempre cuando estaba nervioso.
En otra época no habría vacilado en partirle la nariz de un puñetazo, pero en ese momento y en ese lugar, y después de todo lo que había hecho para conseguir su posición, no le quedaba más remedio que contenerse. No le gustaba el hombre que tenía delante, y menos aún el cariz que estaba tomando la conversación. Además, no acertaba a entender su extraño comportamiento. Antes de continuar, en efecto, se había levantado de la silla —y al hacerlo había tirado la ceniza del cigarrillo encendido a la alfombra—, luego había abierto la puerta y comprobado que no había nadie en el pasillo. Ahora se le había acercado y lo miraba con sus ojos pequeños y muy juntos, como si quisiera escrutarlo por dentro. Era un tipo bajo y flaco, de aspecto baboso, que no se trataba con nadie como no fuera con unos pocos colegas tan miserables e idiotas como él, a los que Giorgio había despreciado siempre.
—¿Y bien? ¡Si no tienes nada que contarme, puedes coger la puerta y desaparecer!
—Estamos un poquito nerviosos, ¿eh? —Hablaba con un tono de voz tan bajo que a Giorgio le costaba oírlo pese a que tenía su boca a pocos centímetros de distancia—. Supongamos que, dado que eres un amigo, con unos setenta mil pesos puedo encontrarte un buen corazoncito, tal y como el que quieres. Desde luego, si necesitaras un riñón o una córnea sería más fácil, bastaría con la mitad, pero comprenderás que un corazón en perfecto funcionamiento es difícil de conseguir. Así que, si quieres, a cambio de una retribución, naturalmente, podría contactar con un amigo que en dos días te conseguirá lo que estás buscando. Luego hay otro amigo que, siempre a cambio de una retribución, podría hacer la operación. Digamos que con ciento treinta mil pesos todo quedaría arreglado y no se hablaría más. ¿Qué te parece?
Silencio.
—Te veo pensativo… ¿no será por motivos económicos? Una persona con tus posibles no debería ni plantearse el problema cuando se trata de salvar la vida de su hija… —Aquel hombre proseguía insinuante.
Ciento treinta mil pesos eran unos cincuenta mil euros. La cifra para conseguir un corazón.
La adrenalina a mil. Taquicardia, respiración entrecortada. Las manos cosquillean, las uñas se clavan en la carne, pese a que los puños están cerrados. No es verdad. No puede ser verdad. Pero los oídos nunca mienten. Ganas de romperle la cara. Ya lo ve. Oye cómo los huesos de su nariz se parten. Cómo su cara se tiñe de rojo. Cómo todo se tiñe de rojo. La expresión de su rostro. Pero no, no puede hacerlo. Ni aquí ni ahora. Y el cabrón lo sabe. Cabrón de mierda. Aunque una cosa sí se puede hacer. Sí, eso sí. Claro que se puede.
Giorgio se levantó de golpe, tirando la mitad de los objetos que había en el escritorio. Asió al hombre por el cuello de la camisa, levantándolo del suelo.
—¿Qué coño dices, eh? ¿Qué coño estás diciendo? ¿Es que no sabes que eso es ilegal? ¿No sabes de dónde provienen los órganos de los que hablas? ¿No sabes que, para vender sus órganos, raptan y matan a niños? Niños inocentes a los que torturan, a los que seccionan vivos. ¿Comprendes lo que estás diciendo? ¡Podrían ser tus hijos! ¿Cómo se te ocurre proponerme semejante cosa? ¡Eres un hijo de puta! ¡Tendría que denunciarte! ¡Lárgate ahora mismo de aquí!
Giorgio lo empujó lejos con todas sus fuerzas, haciendo que se cayera a la alfombra y que se golpeara con la silla.
«Perfecto. Te lo mereces. Tendrías que romperte la pierna. Gusano asqueroso. Calma. Calma. Mantener la calma». Necesita romper algo. Lo que sea, pero no su cara. «Luego ponte a explicar por qué le has roto la cara. El cristal es otra cosa, el cristal de la caja del extintor. Eso sí, total, luego lo pago. Qué más me da. Lo hago. Qué más me da».
—Oye, ¿qué coño haces? Pero ¿qué coño…?
Sangre. Sangre en la mano, sangre en el cristal, trozos de cristal y sangre en el suelo. «Coño, escuece, pero había que hacerlo».
El otro, que no esperaba una reacción así, acostumbrado como estaba a tratar con desesperados dispuestos a todo con tal de conseguir que sobreviviera un ser querido, habría querido responder, habría querido reaccionar, pero no pudo hacer nada, porque los gritos de Giorgio y el ruido del cristal roto atrajeron a su despacho a toda la gente de la planta. Para evitar sospechas y complicaciones, prefirió escabullirse haciéndose el tonto, cojeando y medio asfixiado.
Giorgio decidió no hablar con nadie de lo ocurrido, limitándose a señalar que había sido una discusión entre colegas, y que el cristal roto había sido un simple accidente.
Cuando por fin consiguió calmarse, recogió sus cosas y dejó el banco, jurándose que, si toda aquella historia acababa bien, se dedicaría personalmente a la lucha contra el tráfico ilegal de órganos.
En el camino hacia casa, atascado en el tráfico exasperante, recordó que en un programa de televisión de hacía unas semanas contaban de un niño de cuatro años que precisamente allí, en Bogotá, había sido ingresado en un hospital por una diarrea y había salido sin ojos. Y que en Kabul otra niña, también de cuatro años, había sido raptada, y que pocos días después su cadáver había sido encontrado por sus padres, o por lo menos lo que quedaba de él: el cuerpo, en efecto, no tenía los órganos vitales. Asimismo, en Mozambique muchos niños habían sido raptados para alimentar el tráfico clandestino de órganos: no era una película de terror, sino la triste realidad que denunciaban con valor las monjas misioneras.
Se estremeció de solo pensarlo. Por televisión, aquellos hechos parecían lejanos. Los había olvidado enseguida tras apagarla, pero después de lo que acababa de vivir sentía en su propia piel toda la podredumbre del mundo. Haber trabajado codo con codo y durante años con semejante tipejo hacía que se sintiera sucio. Quién sabía cuánta gente desesperada había caído en las manos de ese cabrón.
Se miró la herida de la mano derecha. ¿Cómo se lo explicaría a Ambra? La enésima mentira.
«Perdona, amor mío. Lo hago por ti. Y por nuestra hija».
Se preguntó si no debía informar a las autoridades de lo ocurrido. Ese cabrón no podía irse de rositas, pero se dio cuenta de que el asunto habría requerido tiempo y dinero. Su palabra contra la de él. Ningún testigo.
Además, las investigaciones, las pruebas, los abogados… mucho tiempo, demasiado. La prioridad estaba en otra cosa, como en la vida de su hija, que estaba antes que todo.
A veces conviene tener amigos en la policía. Amigos de confianza, amigos de verdad, que saben hacer las cosas. Amigos capaces de hacer que se pudra en la cárcel un sujeto como ese sin que tu nombre salga a relucir, al menos durante el tiempo necesario. Amigos dispuestos a creerte sin necesidad de pruebas. Amigos dispuestos a iniciar una investigación. Amigos que, como tú, están cabreados con el mundo. Amigos a los que algún día les devolverás el favor.
Cambio de rumbo.