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Ale estaba de pie en el pasillo, con el corazón en un puño.

¿Qué hacía allí? ¿Por qué le había hecho caso a Ylenia? ¿Por qué estaba en el instituto, y no en el hospital con ella?

Dentro del aula los profesores estaban examinando a los primeros alumnos del día. Los oía hablar mientras los otros compañeros, sentados detrás de él, escuchaban y se murmuraban frases al oído.

Otros tenían libros en la mano. Encaramados en la escalera antiincendios, fumaban un cigarrillo y repasaban por enésima vez los temas del examen. El aire era pesado, y el ambiente, irreal; la tensión se palpaba.

La única preocupación de los presentes parecía aquel maldito examen. Parecía que no existía nada aparte de eso. Todos los problemas del mundo estaban metidos ahí, en aquella aula.

Él era el único al que le daba igual sentarse en esa silla, la calificación final, la nota de los profesores. Su mente estaba en otro lugar. Recordaba el llanto de Ambra, y volvía a sentir cómo un escalofrío le recorría la espalda.

Miró el reloj. El primer alumno llevaba dentro veinte minutos. A saber cuánto rato más iba a estar allí. Él era el último de todos, lo que significaba que antes de él se examinaban otros cuatro. No iba a darle tiempo de ir con Ylenia. Pero, de todas formas, tenía que hacerlo, tenía que ir corriendo con ella, porque el corazón le decía que esa iba a ser la última vez. No sabía explicarse el motivo de aquella sensación, pero la tenía, sabía que si no se daba prisa no iba a llegar a tiempo.

¿Por qué Ylenia era tan testaruda? ¿Por qué le había prometido que se iba a presentar al examen?

Estaba casi decidido, solo lo retenía una cosa. Si su sensación resultaba falsa, si iba corriendo al hospital por nada, Ylenia jamás se lo perdonaría.

Y los médicos se lo habían advertido dos veces: cualquier preocupación, hasta un simple enfado por un motivo insignificante, podía ser letal para ella. Su corazón no lo soportaría.

Lo que más lamentaba Ylenia era no haber podido presentarse a los exámenes finales, así que podía figurarse qué pasaría si él no se presentaba. Seguramente se enfadaría y quizá tendría una crisis. Eso no podía consentirlo. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

En ese preciso instante, mientras estaba sentado solo en las escaleras, con la cabeza entre las manos, sonó su móvil. Lo sacó del bolsillo y vio el número de Ylenia. Claro, seguramente había pedido a las enfermeras que la dejaran llamarlo para desearle suerte en los exámenes.

Era siempre tan dulce y atenta, su Ylenia. Eso al menos quería decir que se encontraba bien, y que sus sensaciones estaban infundadas. Menos mal.

—¿Diga?

Respondió una voz desesperada, rota por los sollozos, incapaz de expresarse correctamente, de recalcar las palabras, la voz de una madre a la que le acaban de decir que su hija se está muriendo. La voz de una madre que le rogaba que se diese prisa, que corriese, que fuese a darle el último beso a Ylenia, antes de que fuese demasiado tarde. Porque sí, la vida la estaba abandonando, y quería verlo para una última despedida antes de irse para siempre. Y para no volver nunca.

A toda carrera, pálido y desesperado, con el corazón hecho pedazos, con los ojos inundados en lágrimas, que no lo dejaban ver, mientras sus compañeros lo observaban consternados y Claudio le suplicaba que se detuviera, que le explicara, Ale rogaba llegar a tiempo, poder decirle adiós, incapaz de creérselo, incapaz de aceptar, incapaz de entender.

Los médicos podían mantenerla con vida apenas unas horas y él tenía que apresurarse, tenía que correr más rápido que el viento, tenía que acudir a su lado. Va disparado por el pasillo y luego cruza como una exhalación la puerta, mientras se reprocha haberle hecho caso, haberla dejado sola, y trata de ignorar esa dolorosa punzada en el pecho y le pide a Dios un último milagro.

«¡Déjala vivir, Dios, déjala vivir! ¡Mi vida no tiene sentido sin ella; te lo ruego, Dios, no te la lleves de mi lado, te lo ruego!»

Baja los escalones, sale de la verja.

«¡Te lo ruego, Dios, sálvala, te lo ruego, sálvala! No te la lleves de mi lado, te lo ruego. Ahora no, todavía no. No estoy preparado, no llego a tiempo. Déjame llegar a tiempo, Dios, te lo ruego. Escucha mis ruegos».

Está destrozado por la angustia, el sudor le chorrea de la frente, el corazón late con fuerza, la angustia aumenta.

A toda carrera, por la calle, con la mirada nublada por las lágrimas y el corazón estallándole en el pecho, solo con su dolor.

Y luego, de repente, una imagen. Un instante, ese instante en el que se dice que toda tu vida te pasa delante de los ojos, como en una película. Volvió a ver a Ylenia el primer día que fue a clase, el día que se dieron su primer beso, en su inolvidable noche. Un flash. «Gracias, Dios. Lo has comprendido perfectamente».

Y luego, de repente, sin fijarse en nada de lo que lo rodea, sin fijarse en el coche que avanza veloz por la calle hacia él, sin prestar atención a ese rumor sordo de frenos, como de una rama que se parte, indiferente al dolor, a la sangre, a las lágrimas de Claudio, a los gritos de sus compañeros. Indiferente a la muerte, pero lamentando solo una cosa: no poder decirle adiós. Indiferente al terrible dolor en el pecho, mientras pronuncia sus últimas palabras con el hilo de voz que le queda:

—¡Mi agenda, Claudio, está escrito en mi agenda!