¿Qué querría Virginia? Virginia… Después de todo lo que había pasado, se había olvidado de ella. Seguramente estaba enfadada porque no le había devuelto la llamada.
Ale no conseguía entender el motivo de esa llamada a primera hora de la mañana, con esa voz tan nerviosa. Parecía realmente que hubiese ocurrido algo grave.
Le había pedido que se viesen enseguida en el paseo marítimo, y ahora él corría como un loco para llegar cuanto antes.
No había dormido nada y seguía alterado por la noticia que le había dado Ylenia.
No se lo podía creer. Cuando llevó a Ylenia de regreso a su casa, Ambra y Giorgio fueron muy amables con él, como siempre, por otra parte, y lo hicieron pasar para explicarle bien la situación. Le contaron lo del trasplante, lo del corazón que no se encontraba, lo de los pocos días que le quedaban, lo de la evolución de la enfermedad y lo de las numerosas crisis.
Ahora sí que todo tenía una explicación. Ahora cada pequeña pieza del rompecabezas encajaba. Sus muchas faltas a clase, su raro comportamiento, sus continuos rechazos, sus desapariciones, el que los profesores la trataran siempre con especial consideración…
Pero ¿por qué había sido tan cabezota? ¡Cabezota y valiente! ¿Cómo pensaba enfrentarse a todo eso sola, sin su ayuda, sin nadie a su lado? ¿Cómo?
Lo más triste era que si no tuviese esa enfermedad de mierda, nunca se habrían conocido. Ella habría ido a Italia como mucho de vacaciones. ¿El destino era realmente tan cruel? ¿Había hecho que se encontraran solo para separarlos? ¿Los había unido, les había dado el amor, el amor único, ese que dura siempre y que solo unos pocos tienen la suerte de conocer, y ahora los castigaba con un sufrimiento atroz?
Cuando ella desapareciera, ¿qué iba a hacer él? ¿Cómo seguiría viviendo sin ella, aferrándose únicamente a su recuerdo?
No quería pensarlo. No podía pensarlo. Era un dolor demasiado grande. Un dolor lento, desgarrador. Cada aflicción, cada añoranza, era como si alguien le introdujese una mano en el pecho y le arrancase el corazón. Sentía que ya sangraba. Mejor dicho, sentía que se abrasaba.
Pero eso no era lo que ahora le hacía daño. No. Le dolía la mejilla. Virginia estaba de pie delante de él, pero evitaba mirarlo. Tenía los ojos velados de lágrimas y temblaba. Le había dado una bofetada. Él se había acercado para saludarla, y ella lo había golpeado en la mejilla izquierda, con fuerza, con violencia, con rabia.
—Virginia…
—¡No digas una sola palabra! ¡Me das asco! No eres más que un gusano, un cabrón…
Virginia estaba gritando. Estaba fuera de sí. Gritaba y lloraba, hecha un basilisco.
Sin embargo, Ale no estaba molesto. Le había ahorrado el ingrato deber de decirle que estaba enamorado de otra. Ella lo estaba haciendo todo: ella decidía, ella gritaba, ella lloraba por los dos.
—Ahora explícame qué es esto. ¿Puedes o no?
Virginia le arrojó algo que le rozó el pecho y cayó al suelo.
Ale se agachó para recoger las fotos y se quedó de piedra: ¿cómo era posible? Maldito Claudio. El imbécil de siempre. ¿Y ahora? ¿Cómo justificarse? ¿Qué decirle? Virginia jamás se creería la historia rocambolesca en la que se habían metido sin querer.
—Escucha, todo es un equívoco. No es lo que parece. Deja que te lo explique, estás confundida… —masculló, pero ella estaba furiosa y no consiguió su propósito.
—¡Calla, hazme el favor! ¡No quiero oír tus penosas mentiras! ¡Eres igual que todos! ¡Te odio! ¡No eres más que un marrano! ¡Me habías jurado que nunca habías ido de putas! ¿Y sabes una cosa? ¡Lo único que lamento es haberte salvado el culo, porque tendría que haberle dejado estas fotos a mi hermano para que te denunciara! ¡Vete a la mierda!
Ale se quedó solo en el muelle. Virginia se marchó llorando.
«¡Menudo carácter! Y se ha llevado las fotos. Puede que todavía se las devuelva a su hermano para que presente la denuncia. ¡Sería la guinda del pastel!»
Por la tarde le pediría a Claudio que la llamara: a lo mejor a él le creería, a lo mejor lo dejaba hablar. Pero ¿qué importaba? En ese momento tenía otras cosas en la cabeza.
De nuevo en la calle, para no pensar, para hacer algo que, aunque no hubiera ayudado a Ylenia, podía quizá servir a otro, porque lo que se le había ocurrido es algo que todo el mundo debe hacer, pero la gente está demasiado ocupada, siempre tiene prisa y dice que después lo hará, pero «después» ya es demasiado tarde y resulta inútil.
¡Ahí está, el autobús que va a la ciudad! Ahí está, como si lo esperase, como si Dios hubiese decidido echarle una mano, al menos por una vez.
¡Pues mil gracias!
Ale subió al vuelo y se sentó al lado de una viejecita que dormía. No se percató de la distancia que había recorrido porque se quedó dormido enseguida. Había amanecido en casa de los Luciani y luego había regresado a la suya a pie. Claudio los había llevado hasta allí y acto seguido se había marchado a su casa, y él no había aceptado que Giorgio lo acercara a la suya. Luego había pasado lo de Virginia, que lo había sometido a una dura prueba. La cabeza le seguía doliendo y reclamaba descanso, pero no podía dormir, no había tiempo, tenía que cumplir una misión.
Se despertó de golpe, asustando a la viejecita que tenía a su lado. Le sonrió para tranquilizarla. Sí, Dios había decidido ayudarlo, ya que lo había despertado a un metro de su parada. Tras excusarse de nuevo con la anciana, se apeó del autobús y se detuvo un momento a contemplar el majestuoso edificio. Quién sabe por qué todos los hospitales son iguales. Todos grises, tristes, con ventanas rectangulares, pequeñas, persianas azules, a veces grises. Y luego los aparcamientos, las ambulancias, las batas blancas de los médicos y las verdes de los enfermeros, todas iguales. Y el olor punzante a alcohol y a medicamentos, pero también a muerte, a miedo, a sufrimiento y a lágrimas.
«¿Por qué, Dios? ¿Por qué precisamente ella? ¿Por qué precisamente ella, entre tantos? ¿Puedes dar una respuesta a esto, Dios? ¿Por qué la gente muere, Dios? ¿Por qué no los dejas decidir a ellos morir y cuándo morir? ¿Por qué decides tú por todos? ¿Dime por qué?»
—Perdón, ¿qué desea?
Una enfermera muy mona, con algún mechón rubio asomando rebelde de la cofia blanca, lo mirada desde el cristal de recepción.
Interrumpiendo el flujo de sus pensamientos, Ale se acercó y preguntó:
—¿Qué debo hacer para hacerme donante de órganos?
—Es muy fácil. Debe ir a la sección de donantes, al final del pasillo, la tercera puerta a la derecha.
—Muchas gracias.
—De nada. El día de mañana otras personas le agradecerán a usted este gesto. Y lo bendecirán de corazón, porque les habrá salvado la vida.
Ale no respondió, limitándose a sonreír. No quería el agradecimiento de nadie, solo quería vivir feliz con Ylenia, casarse y formar una familia con ella y envejecer juntos. ¿Era pedir demasiado?
Sección de donantes. Debía de ser esa. La puerta estaba entornada, pero Ale, de todas formas, llamó.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó otra enfermera graciosa y risueña, con las uñas pintadas de rojo.
—Quisiera hacerme donante de órganos. Me han dicho que venga aquí.
—Siéntese, por favor. Solo tiene que darme un documento y rellenar este formulario. Luego debe firmar aquí. Después le entregaré una ficha que tendrá que llevar siempre consigo, junto con un documento de reconocimiento y su grupo sanguíneo, de manera que el día de mañana los médicos puedan saber enseguida que usted es donante y decidir a quién destinar sus órganos todavía útiles.
—Muchas gracias.
Ale se sentó al escritorio y empezó a rellenar el formulario. Cuando terminó, se lo tendió a la mujer junto con el carnet de identidad y el bolígrafo que ella amablemente le había prestado.
—Es muy bonito que un chico tan joven como usted haya tomado esta decisión. No es frecuente. A su edad no se tiene mucha sensibilidad con el tema, es algo en lo que no se piensa. ¡Y, sin embargo, cuesta poquísimo y se salvarían muchas más vidas a diario!
Ale reflexionó sobre el motivo de su decisión. Debía admitir que, de no ser por Ylenia, nunca habría pensado en hacerse donante. Jamás se le habría ocurrido. A saber cuántos otros, perdidos en su mundo de videojuegos y de ciencia ficción, ni siquiera sabían que eso se podía hacer. Porque la verdad es que tampoco se habla demasiado de ello. Si la gente no sabe las cosas, no las hace. Todo el mundo dice que la gente está sorda, quién sabe si es verdad.
Mientras esperaba el autobús para regresar a Cecina, estaba solo con sus pensamientos y le pedía desesperadamente ayuda al mundo. Fue entonces cuando a Ale se le ocurrió una idea disparatada. Disparatada, en efecto, porque a saber cuántos le habrían hecho caso. Pero al menos tenía que intentarlo. Tenía que intentarlo no solo por Ylenia, sino además por todos aquellos cuya vida pendía de un hilo, por todos aquellos que tenían la esperanza de renacer, que podían ser salvados.
Dedicó todo el viaje a estudiar los detalles. Cuando por fin llegó al pueblo, fue a una ferretería y compró bastantes latas de pintura, tubos de espray de colores, varas y cartulinas. Empezó a dar vueltas por las calles, por esas calles que ahora le parecían distintas, nuevas, ajenas, aquellas a las que estaba tan unido, que lo habían visto crecer y que ahora eran testigo de su locura. Indiferente a la lluvia y a las miradas curiosas y despectivas de los transeúntes, a las carcajadas de los jóvenes, con un solo objetivo: salvar a Ylenia.
Pasadas unas horas, todo el pueblo estaba plagado de pintadas en los muros: «¡Haceos donantes de órganos! ¡No os cuesta nada, y para muchos significa la vida!». O: «¡Podríais salvar las vidas de muchas personas haciéndoos donantes de órganos!». O: «¡Si todos donásemos nuestros órganos, mucha gente sobreviviría!». Y también: «¡Haced como yo, donad vuestros órganos! ¡Algún día alguien os lo agradecerá!». Y más: «¡Una vez muertos vuestros órganos no os servirán! Donádselos a quien los necesita para vivir». Por último: «¡Elige tú también la vida después de la muerte! Hazte donante de órganos».
Empapado y con los ojos llenos de lágrimas, Ale observaba cómo la lluvia derretía los carteles. Los transeúntes, bajo los paraguas, seguían su camino sin dignarse mirarlo. Creían que estaba chiflado, y nadie se detenía a leer.
«¿Por qué, Dios? ¿Por qué? ¿Por qué no me ayudas? ¿Por qué nadie me ayuda? ¿Por qué todos nos dejáis solos? ¿Por qué habéis decidido condenar a muerte a mi Ylenia? ¿Qué daño os ha hecho? ¿Es realmente tan difícil rellenar un formulario? ¿Se tarda mucho? ¿Cuesta algo? ¿Por qué la gente es así? ¿Por qué, Dios, me explicas por qué?»
—¡Ale! —Era Claudio.
—¿Qué quieres?
—¡Ale, sal de ahí! Estás calado hasta los huesos. ¡Venga, sube al coche, te llevo a casa!
—¡No! ¡La gente debe entender, la gente debe saber!
—Ale, la gente no quiere entender. A la gente no le importan los demás, es egoísta. No tiene tiempo de atenderte. Es inútil, sal de ahí, anda. Sube al coche, ahora.
Ale miró alrededor, sin saber qué hacer, incapaz de creer en tanta indiferencia, pero tal vez Claudio tenía razón: a nadie le interesaba escucharlo, todos pensaban solo en el presente, no en la enfermedad y en la muerte, hasta que se la encontraban delante. Nadie iba a ayudarlo y se iría muriendo por dentro, día tras día, ahogado en el horrible vacío dejado por Ylenia.
—¡Toma! Tienes que rellenarlo y después llevarlo al hospital, a la sección de donantes. Y coge también estos, dáselos a tu familia y a toda la gente que conoces. Puede que ellos te escuchen.
Ale se decidió por fin a subir al coche.
—De acuerdo, descuida —dijo Claudio, al que el dolor de su amigo sobrecogía e inspiraba piedad.
—Llévame a su casa, por favor. Necesito verla.