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—Papá, ¿me pasas el agua, por favor? —pidió Ylenia—. Papá, ¿me oyes? —insistió, esta vez en voz alta y con tono firme.

Giorgio salió de su ensimismamiento.

—Perdona, cariño, ¿qué has dicho?

Ambra advirtió que en la cena de esa noche su marido estaba bastante pensativo y confirmó que algo iba mal. Desde hacía días sospechaba que le estaba ocultando algo y suponía que pronto se lo revelaría. Al menos eso esperaba.

—¡Te he pedido que me pases el agua! ¡Uf, papá, últimamente estás muy despistado!

Ylenia era todavía más mona cuando ponía esa cara enfadada que la hacía retroceder en el tiempo, a la época en que tenía rabietas de niña mimada.

El hombre cogió la botella de cristal verde y sonriendo se la tendió a la chica.

—Papá, creo que para que te perdone me tendrías que comprar un caballo. Hace meses que me lo prometiste. ¿Cuándo me lo piensas comprar, cuando sea vieja?

Giorgio sonrió y tras pensar un rato, sin dejar de sonreír, respondió:

—Te prometo que tendrás tu caballo en cuanto nos hayamos mudado.

Llevaba todo el día tratando de encontrar las palabras idóneas para comunicar a su familia la noticia de la mudanza, y ahora que se las habían puesto en bandeja, se sentía enormemente aliviado. Lo único importante en ese momento era no delatarse y lograr ser convincente.

Tras oír aquello, madre e hija dejaron de comer y pusieron los tenedores sobre los platos. Ambra bajó el volumen del televisor y con voz de sorpresa le pidió a su marido:

—¿Podrías repetir lo que has dicho?

Con serenidad, como si fuese la cosa más natural del mundo, Giorgio respondió:

—He dicho que le compraré el caballo a Ylenia después de que nos hayamos mudado.

La incredulidad y mil interrogantes invadieron el aire durante unos momentos.

—¿Que nos hayamos mudado? ¿Adónde? ¿Y cuándo?

—Dejad que me explique. —Giorgio se limpió la boca con la servilleta y puso una expresión seria y firme—. Desgraciadamente, en el banco hemos tenido problemas serios y han tenido que hacer recortes de personal, y…

—¿Quieres decir que te han despedido? ¿Por eso últimamente estás tan raro? —lo interrumpió su mujer, estrechando una maño entre las suyas, preocupada—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—No, no… tranquilízate, por suerte solo me van a trasladar. Y además…

—¿Trasladarte? Pero ¿puede saberse adónde? —volvió a interrumpirlo la mujer, cada vez más inquieta.

—A Italia. Me han trasladado a Italia. ¿Contenta? ¿Me dejas hablar ahora? —Giorgio empezaba a ponerse nervioso.

—¿A Italia? ¿Tan lejos?

Pasado el estupor inicial, Ylenia empezó a preocuparse seriamente.

—Pero… ¿por qué precisamente a Italia? Papá… ¿qué voy a hacer con el instituto?

—Yo resuelvo lo del instituto, descuida. Pero hay algo más… —Giorgio vaciló unos segundos, aunque luego zanjó de sopetón el punto que más le preocupaba—: ¡Nos tenemos que marchar lo antes posible!

A él tampoco le resultaba fácil esa situación, y aunque trataba de aparentar calma y tranquilidad, la verdad es que estaba muerto de miedo, lleno de dudas e indecisiones. Y no cabía duda de que la actitud hostil que su mujer y su hija le demostraban no facilitaba las cosas.

—¿Y cuándo sería «lo antes posible»?

Ahora también Ambra empezaba a alterarse.

—Dentro de dos días.

Tras esas palabras, Ylenia rompió a llorar, y entre lágrimas le gritó a su padre:

—Papá, ¿dos días? ¡Eso es imposible! ¡No quiero! Mis amigos… Mi vida… ¿Qué será de mí?

—¡Lo siento, pero ya está decidido!

Con los dedos de la mano derecha, Giorgio rebuscó en el bolsillo de la camisa, extrajo una cajetilla de Marlboro rojo, encendió un cigarrillo, y luego, con tono grave y pausado, le dijo a su hija:

—En Italia harás nuevos amigos, tendrás una nueva vida. Lo mismo nos pasará a tu madre y a mí.

—Pero, papá… —trató de replicar la chica.

—¡No hay peros que valgan, señorita! ¡Es así, y punto! No podemos hacer otra cosa. ¡Haceos a la idea! —la interrumpió inmediatamente su padre.

Ylenia se fue llorando a su habitación para llamar por teléfono a sus amigas más íntimas y contarles la noticia, mientras Ambra, enfadada, le pidió a su marido que la acompañara al dormitorio.

—No deberías ser tan duro con ella. ¿Has tratado de ponerte en su lugar? Justo ahora, que pese a todo había conseguido tener amigos y una vida… Además, podías evitar hablar cuando estamos sentados a la mesa, nos has estropeado la cena a todos. ¿Esa es la manera de dar semejante noticia? No es propio de ti, ¿qué te está pasando? Ya no te reconozco.

Mientras su mujer lo regañaba, Giorgio mantenía la cabeza gacha, incapaz de soportar la dura mirada de Ambra, tratando de distraerse para no oír esas palabras que lo herían y que aumentaban su sentimiento de culpa. Si hubiese sabido la verdad, jamás le habría hablado de esa manera, pero desde luego no podía confesársela. No podía sino permanecer en silencio.

—Lo siento… No sabía cómo decíroslo.

Lo dejó ahí y salió de la habitación, por miedo a estallar.

Una vez sola, Ambra se sentó en el borde de la cama para reflexionar. ¿Qué iba a ser de ellos? ¿Cómo podían dejarlo todo e irse a vivir a otro país, así, de un día para otro? ¿Cómo iba Ylenia a dejar a sus amistades, su vida, a esa edad ya de por sí tan complicada? A saber cuánto tiempo iban a tardar en situarse, en hacer nuevos amigos. A saber cuánto iban a sufrir. No tenían ni un momento para pensar, no tenían tiempo para despedirse. Solo había que reaccionar, y deprisa, pero con la calma necesaria para mantener a la familia unida, colaborar para que la partida fuera lo menos dolorosa posible. Por lo demás, de nada valía enfadarse con Giorgio. Tuvo remordimientos por la reprimenda que le había echado. Al fin y al cabo, él no era responsable de esa decisión, e indudablemente no era feliz. Se prometió que le pediría disculpas y que le ofrecería todo su apoyo. Nunca había dejado de amarlo y no quería incumplir la promesa conyugal: estar al lado de su marido en las buenas y en las malas. Pero antes había algo más importante que hacer, algo que tenía prioridad sobre todo lo demás.

Se levantó de la cama, salió del dormitorio y caminó pocos pasos, que resonaron en el silencio de la casa. Llamó a la puerta de la habitación de Ylenia, aunque no recibió respuesta. Bajó el pestillo y cuando entró la encontró llorando, tumbada en la cama: le estaba contando por teléfono a una amiga que odiaba a su padre y su trabajo.

Necesitó mucho tiempo para conseguir calmarla, y al final Ylenia dejó de llorar, pero no hubo forma de aplacar la ira que sentía contra su padre. A pesar de todo, no era capaz de reprochárselo.

Cuando por fin la chica se quedó dormida, bajó para hablar con su marido.

Giorgio estaba sentado en un sillón leyendo el periódico, pero detrás de esa máscara de aparente calma y tranquilidad lo atenazaba la angustia.

Tras recoger la cocina, Ambra decidió darse un baño caliente para aclararse un poco las ideas. Luego fue al dormitorio, eligió un camisón y fue a ver a su marido. Vaciló unos segundos en la entrada del salón, sin saber muy bien qué hacer, qué decir y cómo actuar, tremendamente cansada por todo lo que había ocurrido aquel día. Se preguntó si no era preferible dejar la conversación para el día siguiente, pero enseguida se dijo que no habría sido justo.

—¿Te importa explicármelo mejor? —empezó mientras se sentaba en el brazo del sillón al lado de su marido, con las piernas cruzadas y la espalda contra la pared, y le pasaba un brazo detrás de los hombros y le acariciaba suavemente la cabeza.

—¿Qué es lo que quieres saber en concreto? —Giorgio se quitó las gafas y dejó el periódico sobre las rodillas, más por tomarse su tiempo que por otra cosa.

No era fácil fingir tranquilidad, su mujer lo conocía demasiado bien. Eran novios desde muy jóvenes y habían crecido juntos: nadie en el mundo sabía leer sus pensamientos mejor que Ambra. Siempre había sido un libro abierto para ella, pero esta vez no, esta vez no se lo podía permitir.

—¿Cómo así, tan de repente? Y dentro de dos días… ¿No hay manera de retrasar la partida?

—No, lo siento. No se puede, de verdad, si se pudiera ya lo habría hecho. Lo cierto es que estaba en el aire desde hace días, pero hasta hoy no me lo han confirmado. ¡Lo siento!

Giorgio trató de justificarse, confiando para sus adentros en que la conversación no pasara de ahí.

—Pero… ¿dónde vamos a vivir? ¿Cómo lo vamos a hacer para encontrar casa en dos días?

Ambra estaba cada vez más confundida y perpleja, pero de nuevo dulce y cariñosa como siempre.

—Ya he pensado en eso. El presidente del banco, el señor Malton, ha sido muy amable y solícito y nos ha ofrecido una villa de su propiedad en la Toscana. ¡Mira, me ha dado una foto de la casa!

Tras decir eso, Giorgio buscó en el bolsillo de los pantalones, sacó la foto y se la dio a su mujer.

La mujer cogió la foto y comenzó a girarla entre las manos. Estaba vieja y desteñida, y había que echarle mucha imaginación para poder apreciar el aspecto real de la casa.

—Me ha dicho que se encuentra en un pueblecito que se llama… Ciacina, Cicina… ahora no me acuerdo bien. ¡Espera, si no me equivoco está escrito en el reverso!

Ambra le dio la vuelta a la foto intrigada.

—¡Cecina! ¡Aquí pone Cecina!

—¡Eso es, Cecina! El presidente del banco me ha dicho que queda a poca distancia de Livorno. Tendrías que estar contenta, por fin se cumple tu gran deseo: una casa lejos del caos de la ciudad. ¿No es eso lo que me has pedido siempre? Al principio podremos vivir ahí, y después… ya se verá.

Ambra se sintió un poco confusa por la afirmación de su marido. Habían discutido muchas veces sobre ese tema, pues él prefería una casa en pleno centro, con todas las comodidades de la ciudad, mientras que ella quería vivir en un sitio más tranquilo y reservado, apartado del tráfico y del caos urbano. Y al final Giorgio siempre se salía con la suya.

—Pero así, solo en dos días, ¿cómo voy a organizar la mudanza, el viaje?

—Descuida, yo me encargaré de todo.

Giorgio acarició dulcemente la mano de su esposa, confiando en haberla tranquilizado. La mujer aún no estaba plenamente convencida, pero al observar el aspecto cansado y afligido de su marido, decidió no insistir. Sonriendo, le devolvió la foto de la villa y le dio un beso suave en la frente para intentar animarlo.

—De acuerdo, confío en ti.

Después, bajando la cabeza y poniendo expresión triste, prosiguió:

—Siento mucho haberme enfadado antes contigo. Pero es que, verás, esa noticia, dada así tan de repente, me ha pillado de sorpresa, y he tenido una reacción desmedida. Yo…

Giorgio le puso un dedo en los labios y con una mirada cómplice le susurró:

—Chissst… ¡No hace falta que te disculpes! Descuida, lo comprendo perfectamente.

Ambra lo abrazó con fuerza y lo besó apasionadamente, como no lo hacía desde hacía tiempo. Luego exclamó:

—Venga, ahora vámonos a la cama, ya es tarde y tú no me pareces precisamente en forma. Nos esperan días difíciles y no quiero que te canses demasiado. Sabes que luego me preocupas… —A continuación se levantó, apagó la luz que había al lado del sillón del marido y lo invitó a subir con ella.

Pero Giorgio hizo un gesto negativo con la cabeza y sonriendo le dijo que iba a quedarse todavía unos minutos más. Prometió que no tardaría en subir al dormitorio.

Entonces Ambra lo besó en los labios para desearle las buenas noches y subió las escaleras, envuelta en una bata de seda rosa, los cabellos sueltos, la cara ya sin maquillaje y el perfume delicado de un gel de almizcle blanco.

Por fin solo, Giorgio lanzó un profundo suspiro. A oscuras, dejándose guiar por la luz tenue de la luna, que, entrando por las cortinas semiabiertas, teñía de plata el suelo, salió de la habitación, dejó atrás las escaleras y se dirigió a su pequeño despacho, ubicado al lado de la cocina. Encendió la luz, fue hasta un pequeño armario empotrado debajo de la ventana, buscó en su interior durante unos minutos y al final sacó una carpeta azul un poco desgastada, llena de hojas y con las esquinas ligeramente ajadas, de tanto abrirla y cerrarla. Se agachó al lado del armario y pasó suavemente la mano por las letras escritas en la tapa con rotulador negro: «Ylenia».

Suspiró, y luego abrió la carpeta. Repasó las hojas y las leyó varias veces. Ahí dentro estaba todo el historial clínico de su hija: los resultados de las distintas pruebas, los informes médicos y todas las hipótesis, siempre equivocadas. Habían consultado a muchos especialistas en el intento de dar un nombre a la enfermedad de la chica, pero nadie había sido capaz de ofrecer un diagnóstico exacto. Les habían repetido una y otra vez que no había nada que hacer, que no había cura ni manera de averiguar lo que tenía, como una sentencia irrevocable dictada por un juez.

Sus padres, pues, habían procurado ofrecerle una vida lo más normal, serena y feliz posible, luchando para que no sufriera la enfermedad, impidiéndole que se cansara demasiado y que se expusiera a emociones excesivas que podrían resultarle fatales.

Afortunadamente, Ylenia nunca había necesitado ser hospitalizada, dado que la sintomatología se limitaba a esporádicas crisis que sus padres habían aprendido a afrontar: desmayos, ataques de pánico o dificultades respiratorias.

Se sentó al escritorio, con una copa de Baileys. Posó la mirada en las hojas, pero la mente no lo dejaba leer. Cobró forma delante de sus ojos un momento que quería olvidar como fuera. Recordó el miedo y el desconsuelo que habían pasado en la primera crisis: la ambulancia, que no llegaba, la carrera al hospital, el pánico a perder a su hija, aún tan pequeña, los médicos, que no daban respuestas.

Pero las crisis, que al principio habían sido esporádicos momentos de terror, se habían vuelto cada vez más frecuentes, y el último examen médico daba a la chica solo unos meses de vida.

Precisamente por eso había acudido al doctor Kovacic: para encontrar un fallo, un error, una esperanza. Pero nada de todo eso se había producido. La única certeza que había obtenido era la de que el corazón de su hija era demasiado débil y la de que pronto, por un motivo que nadie era capaz de descubrir, por una enfermedad que nadie sabía explicarse y a la que nadie sabía poner nombre, dejaría de latir.

Giorgio recogió los papeles. Intentando no dejarse vencer por el desconsuelo y guardó la carpeta dentro del armario, en el mismo sitio de donde la había sacado. Trató de recomponer tanto sus pensamientos como su alma. Tenía que haber una manera de salir de aquella pesadilla. Se levantó, extrajo del bolsillo otro papel, el del último informe médico, el que condenaba a muerte a su hija, y en vez de guardarlo en la carpeta lo escondió entre los documentos de trabajo. Tras lo cual apagó la luz y salió de la habitación.

Caminando a oscuras, tratando de no hacer ruido, empezó a pensar en todo lo que tenía que hacer al día siguiente para organizar la mudanza. Miró a su alrededor, procurando grabar en su memoria los recuerdos de aquella casa, que a pesar de todo había servido de marco a una etapa muy importante de su vida.

Se arrepintió, solo durante un instante, de haberle mentido a su mujer, de haberle contado que ese día había estado en una cita de trabajo, y no en la consulta del doctor Kovacic, pero por otra parte sabía perfectamente que Ambra no habría podido soportar semejante carga, tamaño dolor. Él tendría que sobrellevarla solo mientras pudiera.

Una vez en la cama, antes de dormirse, evaluó de nuevo la situación y se preguntó por un momento si estaba bien mentirle también a su hija, no contarle la verdad sobre su estado de salud y hacerle creer que solo estaba muy débil en un sentido emocional, que no podía soportar demasiado estrés. Siempre le habían dicho que ese era el único problema, su fragilidad, y que no eran preocupantes los desmayos que sufría ocasionalmente.

Ahora, sin embargo, se preguntaba si no habría sido mejor contarle que en realidad nadie sabía qué enfermedad tenía y que le quedaban pocos meses de vida. En definitiva, hacerla partícipe de la verdad.

Alejó inmediatamente esos pensamientos. Ningún padre, se dijo, revelaría semejante verdad a su hija. Además, estaba seguro de que a su hija se le pasaría el odio que le tenía. Por el contrario, si hubiese llegado a conocer la verdad, jamás habría podido dejar de odiar la vida. Como le había pasado a él.