—¡Ale! ¡Ale!
—¿Eh?
—¿Sabes qué hora es?
—¿Qué quieres? —Ale se volvió hacia el otro lado.
—¡Son las diez y media de la noche! Aunque hayamos vuelto a las seis de la mañana, no te puedes pasar todo el día en la cama…
—¿Quién te ha dejado pasar?
—Tu padre, ¿quién, si no? Llevo media hora esperándote abajo. ¿Te has olvidado de que habíamos quedado a las diez para ir a bailar? ¡Venga, vístete, y salimos!
—¡Eres un coñazo, Claudio! —Ale, bostezando, se levantó, cogió su ropa y se encerró en el baño.
—Oye, ayer no me contaste nada, ¿cómo te fue con tu nuevo ligue? —gritó Claudio desde la habitación.
—No quiero hablar de eso.
—¡No me digas que tuviste un gatillazo! ¡Eso no es propio de ti!
—No, pero quizá habría sido mejor.
—Entonces te la tiraste…
—¿Por qué tienes que rebajarlo todo a esos términos? Pero sí, lo hicimos. ¿De acuerdo?
—¿Eso significa que por fin has cerrado el capítulo Ylenia?
Ale salió del baño, ya vestido.
—Eso no significa absolutamente nada. Estábamos borrachos y pasó, fin del asunto. No te montes una película. Ahora salgamos, venga.
—Madre mía, qué susceptible estás…
Claudio siguió a su amigo por el pasillo y luego fuera del piso.
—Adiós, señor Cutrò.
—Adiós, Claudio, no volváis tarde.
Durante buena parte del trayecto los dos permanecieron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
—¿Sabes al menos dónde queda la discoteca? —preguntó Ale despabilándose de repente.
—No. La chica de anoche me lo explicó más o menos, pero no me dijo dónde está exactamente. De todas formas, en cuanto lleguemos al barrio que me señaló, preguntaremos por ahí. Seguramente alguien conoce la calle. ¿Te he dicho que esta noche celebran la elección de Miss Camiseta Mojada?
—Sí, cerca de mil veces…
—¿Ya has decidido a quién llevarás a la fiesta de fin de curso mañana?
—Sí.
—¿A Virginia?
—No.
—¿A quién, entonces?
—A Ylenia.
—¡Mira que eres testarudo! ¿Te quieres enterar de que esa ni siquiera te mira? Le importas un bledo, ¿cuándo lo asumirás? Nunca aceptará tu invitación.
—La verdad es que ya ha aceptado.
—¿Qué? —Claudio frenó de golpe.
—¡Oye! ¿Qué coño haces?
Claudio se había quedado de piedra tras oír aquellas palabras, pero había frenado porque había un hombre tumbado en el centro de la calzada, al lado de una scooter, también abandonada en el asfalto.
—¡Coño! ¡Ese se ha desmayado!
—¡Le habrá dado algo mientras conducía! ¡Rápido, vamos a ver! —dijo Ale, también impresionado por la escena.
—¿Y si es una argucia para robarnos?
—Tú ves demasiadas películas…
Ale bajó del coche mientras Claudio, asustado, decidió no seguirlo y permanecer dentro. Apenas Ale llegó al lado del hombre tumbado en la calzada, este se puso en pie y le apuntó con una navaja. Llevaba un pasamontañas en pleno junio. Lástima que no se hubieran percatado de ese detalle antes. Pocos segundos después, al lado de Claudio se plantó otro hombre, que salió de detrás de un coche aparcado, también con pasamontañas y navaja, y que lo conminó a apearse del coche.
Claudio empezó a gritar y Ale hizo lo propio. El asaltante, temiendo que tanto ruido pudiese atraer la atención de los residentes del barrio, le dijo a su cómplice que era preferible largarse.
—¿Qué coño dices? Venga, baja del coche —insistió el otro convencido.
Claudio no sabía qué hacer: no quería entregar su coche a esos dos delincuentes, pero tampoco dejarse la piel.
—¡Venga, deprisa! ¡Te he dicho que bajes!
En ese momento una mujer se asomó al balcón de su casa y empezó a gritar. Los dos asaltantes, asustados, saltaron a la scooter y desaparecieron. Ale y Claudio respiraron aliviados.
—Me cago en la leche, menos mal que nunca te hago caso —dijo Claudio.
—Vaya, ahora voy a tener yo la culpa. ¡Vámonos, venga! Volvamos a casa, que por esta noche se me han quitado las ganas de bailar.
Ale subió al coche. Después de darle las gracias a la señora, Claudio puso en marcha el coche y arrancó; sin embargo, tras recorrer unos kilómetros, lo asaltó una duda.
—Creo que nos hemos perdido.
Ale dio un respingo en el asiento.
—¿Cómo que nos hemos perdido? ¿Qué significa?
—Significa que no sé dónde estamos.
—¿Y ahora? Ni siquiera podemos preguntar por ahí. No hay nadie. Prueba a doblar por allí, a lo mejor encontramos a alguien.
—¿Y si esos dos nos están esperando justo allí?
—¡No digas bobadas! Ya estarán lejos. ¿No has visto las caras de idiotas que tenían? No serían capaces de hacer daño a una mosca.
Pero no bien Claudio dio la vuelta a la esquina, se encontraron exactamente con la misma escena de antes.
—¡O sea que son realmente memos!
Claudio frenó de nuevo, luego bajó la ventanilla y se puso a gritar:
—Eh, señores asaltantes, ¿podrías quitar la scooter de la calle para que podamos pasar?
Antes de terminar la frase, ya tenía una navaja pegada a la garganta. Una navaja de goma.
—¡Nooo! Otra vez estos dos… —exclamó el asaltante.
—¡Lo mismo decimos nosotros!
Entretanto, su cómplice se había levantado del suelo y se había acercado, curioso de saber qué estaba pasando. En cuanto vio a Ale y a Claudio, exclamó:
—¡Qué coñazo! ¡Otra vez esos dos liantes, qué mala pata tenemos esta noche! Uno no puede hacer su trabajo en paz…
—¡Hace falta valor para llamarlo trabajo! —contestó Ale, y se arrepintió enseguida de haber abierto la boca. Por idiotas que fueran, no dejaban de ser dos asaltantes y no era muy inteligente ponerse a bromear.
Por suerte, los dos hicieron caso omiso de la frase y uno dijo:
—¡Quito la scooter con una condición!
—¿Cuál? —preguntaron Ale y Claudio al unísono.
—¡Que no abráis la boca!
—Por supuesto. ¿Quién os ha visto? ¿Ya nos podemos ir?
El asaltante hizo un gesto a su cómplice para que moviera la scooter. Luego dijo:
—¡Largaos!
Claudio asintió y en cuanto tuvo la calle libre arrancó.
—¡Qué cosa! —exclamó Ale—. Mira que hay locos por ahí…
Claudio frenó de golpe, bajó la ventanilla, les silbó a los asaltantes y los mandó al diablo con un gesto obsceno.
—No sé quién es más idiota: ¡esos dos o tú, que sigues sus pasos! —exclamó Ale exasperado.
—¡Venga! ¡Solo quería divertirme un poco! ¿Los has visto? Eran completamente inofensivos: con navajas de goma, como los niños en Carnaval…
—Sí, vale, pero con esa gente siempre hay que tener cuidado, nunca se sabe.
—Puede… Pero ya tenemos otro problema.
—¿Cuál?
—Me parece que aquí tampoco hay nadie. ¿Cómo lo hacemos para pedir información? No tengo ni idea de dónde estamos. —Claudio empezó a mirar alrededor.
—Pues me parece que ahí hay alguien. —Ale señaló a unas prostitutas en la acera—. Oye, es preferible que retrocedas y cambies de calle.
—No sabía que estuvieran también en esta zona. Preguntémosle a una de ellas, ¿no?
—¿Estás pirado? ¿Qué piensas hacer? ¿Es que nunca ves las noticias?
—¿Las noticias? ¿Yo? Claro, hombre… —Claudio aparcó cerca de una prostituta—. Perdona, no hemos venido por ti, solo queríamos saber si puedes indicarnos cómo llegar a la autopista.
La mujer, probablemente extranjera, por toda respuesta, levantó el dedo medio.
—¡Qué finura!
Ale rompió a reír.
—Anda, déjalo, vámonos de aquí. Te advierto de que los controles sobre la prostitución están aumentando. Hacen fotos a los clientes y luego los denuncian.
—¡Venga! Estamos pidiendo información, no somos clientes. Además, por aquí no hay nadie, ¿quién va a hacernos una foto?
Un poco más adelante había otra chica y Claudio le preguntó. Esta fue más amable y les explicó el camino, pero a cambio le pidió a Claudio que la llevara a otra zona, porque en la que estaba no pasaban muchos coches. El chico ingenuamente aceptó, haciendo caso omiso de las protestas de Ale.
El coche se alejó con los tres. Inmediatamente después otro coche, aparcado en la acera de enfrente, encendió los faros. Dentro había dos policías de paisano que, armados de polaroids, habían fotografiado los movimientos de las prostitutas. Al día siguiente entregarían las fotos en la comisaría para presentar las denuncias.