Ale se revolvía en la cama, incapaz de dar un sentido a la noche. Se sentía muy culpable con Ylenia, sin motivo aparente. Tenía ganas de llorar. Volvía a ver a Virginia moviéndose de arriba abajo encima de él, desnuda, salvaje, hermosa, desinhibida. Se sentía mal porque le había gustado. Tenía ganas de perderse de nuevo dentro de ella, pero no podía. Sentía que era sencillamente un cabrón. Sin embargo, no había traicionado a nadie, aparte de a sí mismo. Quizá ni siquiera a sí mismo, a la vista de la situación. Podía vivir libremente su vida sin el rostro de Ylenia permanentemente grabado. Pero entonces ¿por qué ese sentimiento de culpa?
Era incapaz de dejar de pensar en ello y se quería morir. Virginia encima de él echando la cabeza hacia atrás, en su cabalgada de amor. Ella suspiraba y sonreía, y él la atraía hacía sí por los hombros para sentirla más suya, para penetrarla más, para besarle los pechos desnudos, ardientes, que se mecían al ritmo de su placer. Y luego apartarse un instante, para detenerse y besarla más, mientras ella, deseosa de conocer su sabor, lo mordisqueaba, lo lamía, lo besaba con ansia, hambrienta de él.
A continuación, de nuevo uno dentro del otro, en aquella loca carrera de pasión, enredándose en los vaqueros, aferrándose a sus nalgas, al tiempo que ella empujaba la pelvis, hacia él, hasta que, alcanzado el clímax, feliz, se apartaba, mientras él teñía de blanco unos granos de arena sobre los escollos, justo al lado de ella.
Después vestirse, en silencio, abochornados, sin saber qué pensar el uno del otro. Y despedirse con un beso leve en los labios, cuyo sabor no recordaba. Un beso que lo unía a algo a lo que no quería estar unido. O tal vez sí.
Se levantó de la cama, sin saber qué hacer, con aquella culpa que lo oprimía, quitándole el sueño y el apetito. El pecado debía ser confesado. Quizá solo así conseguiría sentirse libre: solo si ella le decía que lo perdonaba, solo si ella comprendía, podría borrarlo.
Y de nuevo, después de mucho tiempo, marcó aquel número que nunca había olvidado.
—¿Diga?
—Buenos días, señor Luciani, soy Ale.
—Hola, Ale, ¿qué tal? Hace mucho que no vienes por aquí.
—Bueno, es que he estado un poco ocupado… ¿Ylenia está en casa?
—Lo siento, pero ha salido con su madre.
—Entiendo. Entonces, llamaré en otro momento. Adiós, y perdone las molestias.
—¡No es ninguna molestia, hombre! ¡Hasta pronto!
Ale colgó y sacó el móvil, a lo mejor tenía suerte e Ylenia le respondía. Le sorprendió ver parpadeando en la pantalla el icono del sobre. Y se quedó boquiabierto cuando leyó el SMS de Virginia: «Solo quería decirte que esta noche contigo ha sido maravillosa. Me encantaría volver a verte… quizá no me creas, pero te puedo asegurar que no soy ese tipo de chicas. No es propio de mí hacer el amor con un chico al que acabo de conocer, pero tú tienes algo especial. Espero verte pronto. Llámame. Virginia».
La noche anterior estaba tan borracho que ni siquiera recordaba que se hubieran intercambiado los números de teléfono. Ahora tendría que llamarla, o por lo menos responderle al SMS, pero ¿para decirle qué? Apagó el móvil y se metió de nuevo bajo las mantas. Ya era mediodía, pero no tenía ganas de comer ni de ver a nadie. Tenía una resaca tremenda y se sentía espantosamente confundido.
Luego, de repente, se le ocurrió una idea.
«¡Será la prueba del nueve! —se dijo—. Este es el último intento. ¡Si sale mal, me entregaré en cuerpo y alma a Virginia y apartaré para siempre a Ylenia de mi vida!» Se vistió a toda prisa y salió de casa.