Esa mañana, le costó más de lo habitual levantarse de la cama.
—Pero ¿qué hora es? —se preguntó Ale en voz alta cuando sus sueños fueron interrumpidos por el sonido del despertador.
Alargó una mano para apagarlo y se volvió hacia el otro lado. Sin embargo, el despertador seguía sonando. Ale apretó de nuevo el botón, pero el pitido no lo dejaba en paz. Entonces se incorporó para echar una ojeada y se dio cuenta de que lo que sonaba era en realidad el móvil.
—¿Dónde coño lo he metido? —se preguntó al tiempo que rebuscaba por todas partes.
Al final lo encontró dentro del bolsillo de los vaqueros que llevaba la noche anterior. Respondió sin mirar quién llamaba. Era Claudio, que lo invitaba a ir a estudiar a la playa con otros compañeros del instituto.
—Qué coñazo, las clases terminaron ayer, ¿y ya me hablas de estudiar?
—Tal vez has olvidado que dentro de dos semanas tenemos los exámenes finales.
—Y a mí qué más me da, si de todas formas no los voy a aprobar.
—¡Deja de ser tan pesimista! Te permiten presentarte, ¿no? ¿Acaso no es el momento de jugárselo todo? Paso a buscarte dentro de media hora. —Claudio colgó el teléfono.
De pie en medio de la habitación, con el móvil en la mano, Ale pensó en la posibilidad de llamar a su amigo para decirle que no iba a ir. ¿Qué sentido tenía estudiar si estaba seguro de que no iba a aprobar los exámenes? Dejaban que se presentase por compasión, lo sabía perfectamente, aunque no lo aceptaba de buen grado.
Abrió el móvil y seleccionó la última llamada recibida. Iba a apretar la tecla verde, pero cambió de opinión. Al fin y al cabo, ya estaba despierto, ¿y qué iba a hacer en casa? Era preferible salir, a lo mejor conocía a una chica guapa.
Menos de una hora después, Ale y Claudio llegaron a la playa.
—Uf… aquí siempre es complicado aparcar —resopló Claudio mirando alrededor mientras buscaba un sitio.
Ale señaló un lugar a su derecha.
—¿Por qué no aparcas ahí?
—¡Oye, hazme un favor! A partir de ahora elijo yo dónde aparcar, ¿de acuerdo? ¡No quiero que me pongan otra multa por tu culpa!
—Haz lo que te parezca.
Claudio vio una plaza libre un poco más adelante.
—¡Aquí está muy bien!
Pasados unos minutos, los dos muchachos se unieron a sus compañeros. Todos estaban sentados en el quiosco, bajo una gran sombrilla de paja, con los libros abiertos y empuñando latas de bebidas heladas. Al verlos llegar los saludaron desde lejos, pero la atención de Claudio se vio atraída por un grupo de chicas que jugaban al voleibol en la arena.
—¿Por qué no vamos allí? —preguntó señalándolas.
Ale se volvió hacia donde había dicho Claudio, pero no tuvo tiempo de ver el balón que venía contra él y que le dio en plena cara. El golpe lo tiró al suelo, y se quedó inmóvil, frotándose la cara mientras imprecaba para sus adentros. Cuando por fin se hubo recuperado, se encontró delante a una hermosa chica pelirroja que llevaba puestos solo un biquini y una faldita vaquera con pliegues.
—¿Te has hecho mucho daño? —le estaba preguntando, sinceramente preocupada—. Lo siento muchísimo, no lo he hecho a propósito… —trató de justificarse.
—Tranquilízate, es un hueso duro, no se ha hecho nada —intervino Claudio sin darle tiempo a responder.
Ale se tocó la frente fingiendo que sentía dolor.
—La verdad es que me duele un poco aquí…
La chica le frotó delicadamente en ese punto y luego preguntó:
—¿Mejor? Un poco de hielo vendría bien. ¿Quieres que vaya a buscarlo?
Encantado con las atenciones de la despampanante pelirroja, Ale decidió aprovecharse de la situación, olvidándose por un segundo de Ylenia.
—Puede que sea mejor que me hagas la respiración boca a boca, porque creo que he tragado demasiada agua…
—Pero ¡si ni siquiera has entrado en el agua!
—Ah, perdóname, creía que me había ahogado…
Claudio, intuyendo las intenciones de su amigo, buscó una excusa para dejarlos solos, pero se le adelantó Ale, quien, una vez puesto en pie, pensó hacerle el mismo favor a su compañero y se alejó con un pretexto.
Un poco cortado, Claudio se presentó a la chica, pero para variar inmediatamente cayó en la cuenta de que en realidad estaba interesada en Ale y no en él. En efecto, se disculpó enseguida diciendo que no podía perder más tiempo y que tenía que irse para seguir jugando con sus amigas.
Cuando fue al quiosco, Ale le preguntó:
—Y bien, ¿cómo ha acabado?
—La verdad es que ni siquiera ha empezado… me ha dejado plantado en cuanto te has marchado. Creo que le interesas tú.
—¿Qué dices? Seguramente la esperaban para acabar el partido…
—¡Sí, claro, cómo no!
En ese preciso instante Ale reparó en que la chica le estaba haciendo señas para que se acercara desde la plaza de delante del quiosco.
—Me parece que tienes razón. —Se levantó y fue hacia ella.
Cuando estuvieron cerca ella se presentó:
—Ni siquiera me has dicho cómo te llamas. Yo soy Virginia, encantada.
—Discúlpame, tienes razón, yo soy Ale.
Se estrecharon la mano; luego Virginia le tendió unas cartulinas de colores.
—He pensado darte esto para que me perdones.
—¿Qué es? —preguntó Ale cogiendo las cartulinas.
—Dos invitaciones para la fiesta de esta noche, aquí en el paseo marítimo. Tu amigo y tú podéis entrar con ellas gratis. O, si lo prefieres, puedes traer a tu novia.
—¡No tengo novia!
—Ahora perdóname, pero me tengo que ir —dijo Virginia sonriendo complacida.
—Espera un momento…
—¿Qué pasa?
—¿Tú vas a ir?
Ella hizo un gesto afirmativo y volvió a su partido en la playa.
Al quedarse solo, Ale también volvió a sentarse con sus compañeros.
Mientras los otros repasaban historia y filosofía, él y Claudio no conseguían apartar los ojos de los cuerpos de aquellas espléndidas chicas semidesnudas que jugaban en la arena, lanzándose para coger el balón y saltando para hacer un mate.
—¿Sabes que ninguno de nosotros entiende cómo demonios has conseguido recuperar las asignaturas en tan pocos días? Todos estábamos convencidos de que no ibas a poder presentarte a los exámenes finales —dijo un compañero de Ale.
Ale calló un momento antes de responder con tono convencido:
—Trucos del oficio. No olvidaré nunca el día que la profe de matemáticas me mandó que fuera al despacho del director. En un momento dado, cuando estábamos en el pasillo, me miró directamente a los ojos y me dijo que si quería el aprobado tenía que hacer algo para merecérmelo. Acabé entonces dentro del viejo almacén. Ella me puso un dedo en los labios, dándome a entender que guardara silencio. Luego apoyó un pie en una silla y por la abertura de la falda apareció la pierna velada con una media negra, sumida en la penumbra. «¡Enséñame lo que sabes hacer, Ale!», me susurró atrayéndome hacia sí por el cuello de la camisa, completamente dueña de mis labios y de mi boca. Mientras tanto, me desabotonaba la camisa y me bajaba la cremallera de los vaqueros. «Pero, profe…», traté de sosegarme echándome hacia atrás, incrédulo, asustado, pero al mismo tiempo terriblemente excitado. «Anda, demuéstrame que eres tan bueno como afirmas», y tras decir eso me cogió una mano, se la pasó debajo de la falda, luego por las braguitas y a continuación debajo: suspiraba, se movía, jugaba con mis dedos. Sigo viendo esos ojos feroces, sedientos, ávidos, y ese cuerpo que se dejaba acariciar por mis manos, por mi lengua… mis temblores, mis estremecimientos, esos suspiros ahogados, los gemidos y la mano de ella que se movía de arriba abajo en mis pantalones. «Ven…», me susurró subiéndose la falda y descubriéndose por atrás. Chicos, ya lo sé, incluso a mí, que lo cuento, me parece absurdo, pero es la pura verdad, lo juro…
Claudio se quedó unos segundos patidifuso, con la boca abierta. Luego empezó a balbucir algo como:
—Tienen que haberte dado un golpe realmente fuerte para decir semejantes chorradas.
—Cuál pregunta harás, tal respuesta habrás. Otro dicho de mi padre. Habéis preguntado y yo he respondido; no me creas si no quieres, me da igual, ¡yo sé la verdad!
Ale, por supuesto, sabía la verdad, a la que aquella escena no se parecía ni por asomo. Pero en el fondo, si tenía que contar una trola, daba lo mismo marcarse un buen farol. Nunca habría contado lo que había ocurrido realmente, porque era demasiado humillante.
¿Qué habría dicho Claudio si hubiese sabido lo bajo que había caído? ¿Si lo hubiese visto suplicándole con los ojos hinchados a la profesora que le diera otra oportunidad, inventándose una historia lacrimógena llena de problemas: la falta de la madre, la relación con el padre, que lo obligaba a trabajar en casa y fuera? Sin dejar de llorar, había añadido algo también sobre la abuela, el comodín que los estudiantes utilizan siempre en los momentos de apuro. La abuela, la única persona que realmente lo quería, ahora aquejada de una enfermedad incurable, Alzheimer, y él era el único que podía cuidarla, porque era su único nieto. Entonces la profesora, molesta por la situación, pero también compadecida por aquella escena deprimente, había decidido ayudarlo, con la condición de que aceptara tomar clases particulares. ¡Si sus amigos hubiesen sabido aquello, le habrían tomado el pelo para el resto de su vida!
—¿Ale?
—¿Sí?
—¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes esa expresión atontada?
—¿Eh?
—Me parece que la profesora no se te ha metido solo en los calzoncillos, sino también en el cerebro, amigo mío. No será que te has enamorado, ¿verdad?
Ale miró a Claudio, pero no respondió nada. Tras dejar de lado las fantasías sobre la belleza de la profesora y las imposibles consecuencias eróticas de su insuficiente rendimiento escolar, se despabiló rápidamente y se puso de nuevo a leer las páginas dedicadas a la Segunda Guerra Mundial.