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¡Qué noche tan atroz! ¡Qué pesadillas, coño! Casas sin escaleras, ascensores que se bloqueaban, tejados que se venían abajo…

Giorgio se quedó un instante parado delante de las escaleras. ¿Qué elegir? ¿Cómo subir al despacho? Después de los sueños de esa noche… ¿Escaleras o ascensor?

Al final se decidió por el ascensor. Había dormido apenas y muy mal, no tenía ganas de encarar esos pocos escalones que esa mañana parecían interminables. Mientras apretaba el botón rojo con el número 2 en relieve, repasaba en su mente las palabras que había preparado. Aunque estaba seguro de que al final iba a improvisar. Más o menos como hacía en la universidad antes de un examen importante.

Pero ahora era distinto, un examen siempre se puede repetir, mientras que esta vez solo disponía de una oportunidad y no la podía desaprovechar. Cualquier mínimo error supondría su fin.

Una vez en la segunda planta, recorrió el pasillo con paso lento y la vista clavada en el suelo, hasta detenerse en la última puerta. Introdujo la mano en el bolsillo derecho de los pantalones para buscar la llave de su despacho y miró alrededor.

Habría podido describir aquel lugar minuciosamente hasta con los ojos cerrados: la moqueta que pisaba todos los días desde hacía muchos años, los cuadros de las paredes, cada uno de los cuales contaba una historia diferente, las grandes plantas de los rincones del pasillo que una chica guapa se encargaba de regar y la pintura ensombrecida por el tiempo. Y, además, los colegas, los más simpáticos y los más odiados, que, como cada detalle de aquel edificio, habían constituido una parte más o menos importante de su vida.

Suspiró antes de girar la llave en la cerradura, tras lo cual bajó el pestillo, abrió la puerta y de golpe se detuvo, como si de buenas a primeras hubiese tomado otra decisión. Vaciló un momento, luego cerró la puerta, sin entrar en la habitación. Volvió al pasillo, recorrió un breve tramo y se dirigió a una mesa próxima. La mujer que estaba sentada detrás de esa mesa levantó la cara y al verlo sonrió. Una vez que hubo llegado a su lado, le dijo:

—Buenos días, señor director. Están aquí los faxes que esperaba. Se los llevo enseguida a su despacho.

—No —contestó con sequedad—. Los miraré más tarde. ¿Ha llegado el presidente?

La señorita Cinthia, la secretaria de Giorgio Luciani, se quedó bastante asombrada de la respuesta dura y fría de su director, pues solía ser un hombre amable y educado. Tras la sorpresa inicial, se apresuró a responder que el presidente acababa de llegar y que podía encontrarlo en su despacho.

—Gracias —le contestó volviendo rápidamente sobre sus pasos.

Una vez dentro, colocó el maletín en una silla, colgó la gabardina y se sentó a su escritorio, con los codos apoyados en el tablero y la cabeza entre las manos, sin saber bien qué hacer ni qué pensar.

Un fuerte puñetazo contra el escritorio, fruto de la desesperación, hizo caer un marco con la foto de toda la familia, una instantánea que había sido tomada con ocasión de un cumpleaños de Ylenia. En esa imagen la niña sonreía, feliz de estar posando para la cámara abrazada a sus padres.

El recuerdo de aquel día hizo que una débil sonrisa asomara a los labios de Giorgio, una sonrisa que pronto se trocó en una expresión dura, decidida.

En ese instante, como si por fin hubiese encontrado en su interior la fuerza que precisaba, Luciani se levantó y fue directamente al despacho del presidente.

No vaciló un segundo, llamó con seguridad y entró.

—Buenos días, señor presidente —exclamó, y el otro le respondió al saludo.

Su jefe, que estaba tomando café, lo invitó a sentarse y le ofreció una taza, que Giorgio aceptó.

—Dos terrones, ¿verdad? —preguntó mientras quitaba la tapa al azucarero.

—Hoy tres, gracias.

—¿Y eso? ¿Necesita endulzar algo? —preguntó risueño el presidente, asombrado por el cambio, al tiempo que le tendía la taza a su colega.

Giorgio Luciani tardó unos segundos en responder. No sabía qué decir ni cómo explicarse. Buscaba las palabras idóneas, hurgaba en su mente para dar con la mejor manera de comunicar su decisión.

—Tengo que hacer más dulce mi marcha —dijo al fin, sencillamente.

El presidente se quedó unos instantes mirándolo con gesto interrogante y Giorgio, para rehuir su mirada, se puso a dar vueltas a la taza entre las manos y a observarla, como si quisiera grabar en la memoria cada detalle del logo del banco impreso en la loza blanca.

—¿La competencia le ha hecho una oferta mejor que la nuestra? —preguntó el hombre con gesto receloso.

—¡No, no! La verdad es que querría pedir un traslado.

—¿Es que no se encuentra bien aquí? —siguió su jefe, enarcando una ceja.

—Todo lo contrario, me encuentro estupendamente. No se trata de mí, sino de mi familia. Tengo que volver a Italia. Tengo que encontrar un corazón. Comprendo que puede parecer raro, pero… ¡es así!

—¿Un corazón? ¿Qué quiere decir? —preguntó el presidente, sorprendido por la respuesta.

—¡Necesito un corazón para un trasplante! ¡Lo necesito con urgencia! ¡Y tengo que ir a Italia para conseguirlo! Por eso querría que me destinaran a una de nuestras filiales italianas.

En ese preciso instante sonó el teléfono. El presidente levantó el auricular y su secretaria le avisó de que la reunión estaba a punto de empezar y que lo estaban esperando.

—Lo siento —se disculpó el hombre—, me temo que tendremos que continuar esta conversación más tarde. De todas formas, aunque no he comprendido bien su problema, tengo la impresión de que se trata de algo muy serio, y le pido que me considere a su entera disposición.

—Muchas gracias, se lo agradezco infinitamente —respondió Luciani estrechando la mano del presidente, quien percibió una extraña luz en los ojos de su colega.

Unas horas después descubriría que aquella era la luz de una esperanza que, en la oscuridad de la impotencia y de la angustia, Giorgio había temido perder.