La tarde pasó rápidamente. Ale e Ylenia estudiaron con alegría, haciendo de vez en cuando una pausa para descansar un poco y para charlar como buenos amigos.
—¡Uf, ya no puedo más! ¡Paremos, por favor! —rogó Ale a eso de las siete de la tarde, realmente exhausto.
—Vale, yo también estoy cansada. Creo que por hoy hemos estudiado bastante.
—¡Menos mal! Necesito estirar las piernas. Voy un momento al baño, ¿vale?
—De acuerdo, segunda puerta a la derecha. Te acuerdas, ¿no?
—Sí, sí, claro…
Al quedarse sola, Ylenia empezó a recoger la mesa. Guardó los bolígrafos en los estuches, cerró los libros y los cuadernos y los colocó en dos pilas, una con los suyos y otra con los de Ale. Luego cogió la agenda escolar de Ale y empezó a hojearla, como si quisiera descubrir algo de él. Estaba llena de frases escritas de forma casi incomprensible y de borrones, incluso había alguna página arrancada. Esas hojas habían sido probablemente utilizadas para hacer bolitas de papel que lanzar a los compañeros. Aquí y allá había garabatos y dibujos, intentos desesperados de escapar al aburrimiento de las clases. Abrió una página al azar, todavía intacta, y en una esquina dibujó un pequeño corazón con bolígrafo rojo: al lado escribió su nombre. Tras lo cual la cerró y la guardó en la mochila de Ale.
En ese preciso instante Ale entró en la habitación y, atraído por los ruidos de la calle, se acercó a la ventana.
—¿Qué son esos disparos?
—¡No son disparos, son fuegos artificiales! —Ylenia también se acercó a la ventana.
Ale le rodeó los hombros con un brazo y la atrajo hacia sí.
—¿Y eso?
Ylenia habría querido alejarse y huir, pero no tuvo fuerzas para hacerlo. Se abandonó a su abrazo, que esperaba que no terminara nunca. Estaban ahí, ambos sentían el aroma de sus cuerpos, se rozaban la piel, se buscaban, se deseaban. Si aquellos cohetes hubiesen dejado de estallar, se habrían oído los latidos acelerados de sus corazones. ¡Era más fuerte que ella, era tan hermoso cuando la estrechaba! Tratando de disfrutar de aquel breve instante de dicha, cerró los ojos.
—Estamos cerca de Vada. Allí, en estos días, se celebra la fiesta en honor del santo patrón. Habrá un montón de gente.
—¡Anda, llevas poco tiempo aquí y ya lo sabes, y yo no!
Ale estaba emocionado como un niño y la estrechó con más fuerza. Ylenia, que se derretía entre sus brazos, asintió, pero luego, cuando dejaron de sonar los cohetes, para evitar el bochorno de la situación le propuso salir.
—Demos un paseo por el jardín, necesito tomar un poco de aire.
Ylenia ya había salido de la habitación, pero Ale la detuvo.
—¡Espera un segundo! ¡Cojo la mochila, así luego vuelvo a casa directamente! —dijo mientras empezaba a recoger sus cosas.
—De acuerdo, como quieras.
Cuando estuvieron en el jardín, Ylenia lo agarró de la manga y echó a correr.
—¡Ven, tengo que enseñarte algo!
Recorrieron unos metros y se detuvieron delante de la valla de los caballos.
—¿No son una maravilla? Me los regaló mi padre hace una semana —dijo Ylenia sonriendo.
—¡Caray, menudo regalo! —exclamó Ale un poco azorado.
¡Sin duda, si algún día conseguía que se enamorase de él, jamás podría hacerle regalos tan caros!
—¿Sabes montar a caballo? —preguntó Ylenia a la vez que abría la valla.
—¡No!
Ale la siguió al interior del cerco manteniéndose a distancia, un poco atemorizado por los dos animales.
—¡Prueba a montar el otro! —exclamó ella, ya montada.
—Ni hablar.
—¿Por qué no? ¡Venga, es fácil, miedica!
—¡Que no, no quiero desnucarme!
—Pues sube conmigo a este, así te enseño —le propuso Ylenia.
Sin pensárselo dos veces, Ale montó enseguida en el caballo.
—¡Podías dejar que terminara la frase! —bromeó ella, asombrada de la velocidad con la que Ale había montado.
Enseñándole los movimientos, le impartió una breve clase con los principios fundamentales.
—¿Has comprendido? —preguntó al final.
—Creo que sí.
—¡Estupendo! ¡Entonces monta el otro, así nos damos una vuelta!
—De acuerdo, como quieras. Contigo no se puede discutir.
Ale estaba un poco decepcionado, porque el contacto de aproximación había durado demasiado poco. Con mil dificultades consiguió llevar el caballo por las calles de alrededor, en las que por suerte había poco tráfico, y juntos llegaron a un parque de juegos infantil cercano. Entonces pudo lanzar un suspiro de alivio.
—Desmontemos, tengo ganas de pasear un poco —dijo Ylenia.
Tras atar las riendas a un poste, caminaron entre toboganes y tiovivos, que a esa hora estaban desiertos, y luego se sentaron en el columpio, uno al lado del otro, balanceándose ligeramente.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —soltó de pronto Ale rompiendo el silencio.
—¿Qué quieres saber?
—¿Alguna vez has tenido novio?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Ya sabes por qué…
—¡No, no lo sé!
—Solo por curiosidad…
—¡Ya, por curiosidad! Bueno, sí, salía con un chico antes de venir a Italia. ¿Y tú?
—He salido con alguna chica, pero todas han sido historias cortas. Nunca he dado con una chica con la que me apeteciera tener una relación seria. ¿Y por qué se acabó tu historia?
—¡Se acabó porque él era un cabrón!
—¿Te hizo sufrir?
—Bastante.
—¡Pues tendré que ir a Colombia para partirle la cara!
—¡No creo que merezca la pena! Además, con esos brazos tan flacos, dudo que pudieras derrotarlo. ¡Es más, acabarías KO en el primer golpe!
Ale guardó silencio unos instantes, luego bajó del columpio y paró el balanceo.
—Yo nunca podría hacerte daño, lo sabes, ¿verdad?
Ylenia no respondió y volvió la cabeza hacia otro lado. Qué destino tan cruel, ahora tenía el amor, pero no la esperanza de soñar con él, de vivir con él.
Dulcemente, Ale le acarició la barbilla, obligándola a mirarlo a los ojos.
—¡Eres muy importante para mí! Yo nunca haría nada que te pudiera herir… Ylenia, yo…
Sin terminar la frase, cerró los ojos y acercó sus labios a los de ella. Esta vez no hubo huidas ni movimientos bruscos.
Parecía que por fin Ylenia se había rendido a la necesidad de sentirse, por una vez, un poco más cercana, pero justo cuando iba a rozarle la boca, le dio un empujón que lo tiró al suelo. Sin darle tiempo a levantarse siquiera, saltó del columpio y, mientras desataba los caballos del poste, le gritó entre lágrimas:
—¿Por qué siempre tienes que estropearlo todo, Ale, por qué? ¿Cuándo vas a enterarte de que entre nosotros nunca podrá haber nada? ¡Nunca! ¡Métetelo en la cabeza!
—¡Espera! —gritó estirando la mano hacia ella, pero ya era demasiado tarde.
Ylenia, al galope en su caballo blanco, ya estaba lejos y, por añadidura, también el caballo negro había partido al galope detrás de ella, dejándolo en el suelo.
—¡Maldito! —exclamó, tratando de limpiarse los pantalones.
Triste y abatido, Ale regresó a casa de Ylenia para recoger la bici. Cuando llegó encontró la verja entornada y entró sin vacilar, esta vez seguro de que los perros estaban encerrados en el vallado. Mientras recogía la bici, dirigió una triste mirada hacia la villa, que se elevaba majestuosa a lo lejos, al final de la vereda. Sin poder encontrar una explicación a la conducta de Ylenia, suspiró y giró la bicicleta, listo para marcharse.
¡Y pensar que se había prometido no enfadarla! Esta vez, sin embargo, ella había sido por lo menos clara. Había dicho que nunca podría haber nada entre ellos, de modo que tenía que olvidarla. No era capaz de entender el motivo de esos continuos rechazos. Había dejado que la abrazara cuando miraban juntos los fuegos artificiales, no había opuesto la menor resistencia. Es más, parecía feliz. Y no podía haberlo interpretado como el simple abrazo de un amigo, era evidentemente más, mucho más.
Así pues, era preferible terminar con aquella amistad: ¿para qué quería a una chica que solo lo dejaba hecho polvo? Nunca se conformaría con tenerla únicamente como amiga: ya estaba demasiado colgado de ella, y cada vez que se veían a solas únicamente deseaba estrecharla entre sus brazos y besarla.
Ya bastaba, iba a decirle adiós a Ylenia para siempre.
Maldita Ylenia, en ese momento podría estar dando paseos románticos con la hermosa Silvia si hubiese sido menos tonto e iluso. ¡Si solo hubiese estado menos enamorado de Ylenia!
Tras pensar eso dio una patada a la verja de la villa, que se cerró con gran estruendo. Un estruendo que atrajo la atención de Rómulo y Remo, que estaban sueltos por el jardín. Giorgio Luciani, en efecto, creyendo que Ale se había marchado, los había dejado salir del vallado mientras él e Ylenia estaban en el parque de juegos infantil.
Al verlos llegar corriendo, Ale, presa del pánico, cogió la bici, se la puso al hombro y trepó con gran dificultad al muro. Pero cuando llegó a la parte de arriba se dio cuenta de que necesitaba tener las manos libres para bajar al otro lado de la calle. Así que no le quedó más remedio que tirar la bici desde arriba, la cual cayó con violencia contra el asfalto. Una vez en el suelo, la revisó y comprobó que las ruedas y el manillar se habían estropeado irremediablemente. Era imposible montarla, de modo que tuvo que irse a pie, solo con sus pensamientos, arrastrando la bicicleta, que tiró en el primer contenedor.
Una vez en casa, estaba tan cansado y desconsolado que no tenía ganas ni de cenar. Se encerró en su habitación y se dejó caer sobre su cama.
No soportaba la idea de tener que olvidar a Ylenia, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Por qué tenía tan mala suerte? ¡Todas sus historias habían acabado siempre mal, por un motivo u otro, y con Silvia había sido realmente el colmo! La rabia que sentía hacia Ylenia por aquel episodio lo ayudaría al menos a olvidarla más fácilmente.
Trató de ponerse cómodo con el fin de descansar un poco, pero las corrientes de aire que entraban por la ventana abierta le daban escalofríos en la espalda. De mala gana se levantó y la cerró, pero un último golpe de viento hizo volar unas hojas del escritorio, desperdigándolas por el suelo. Ale se agachó para recogerlas y las volvió a colocar en su sitio.
Se fijó en una pequeña agenda de teléfonos que no usaba desde hacía tiempo. Se sentó en la silla y empezó a hojearla. Entre los muchos números había algunos marcados con un círculo rojo. Eran los de sus ex.
Los copió en un papel, escribiendo al lado el nombre de la chica, y empezó a hacer su ronda de llamadas. A cada una de sus ex novias le preguntó el motivo por el que lo había dejado y todas las respuestas que recibió fueron más o menos parecidas.
—¿Quieres saber por qué motivo te dejé? ¡Muy sencillo, porque nunca me quisiste a mí, sino a ella! —respondió la primera.
—Perdona, pero ¿quién es ella? —preguntó Ale, que no recordaba que la hubiera traicionado.
—¡Lo que tengo entre las piernas, querido Ale! ¡Y borra mi número, mamón!
La segunda le respondió que lo había dejado porque la había traicionado con su hermana; la tercera le explicó que no tenía ni idea, ya que había desaparecido sin dar siquiera una explicación; la cuarta le dijo que era un cerdo, y la quinta y la sexta ofrecieron también respuestas semejantes.
En resumidas cuentas, la causa del fracaso de sus historias había sido siempre el sexo. ¡Y pensar que con Silvia había sido justo al revés! Se había enfadado con él porque la había rechazado justo en lo mejor. Pero ¿por qué había sido tan imbécil?
¿E Ylenia, entonces? Con ella ni siquiera había hablado jamás del tema. ¿Es que era tan pudorosa que se escandalizaba por un beso? ¡Imposible! ¡Le había confesado que ya había salido con un chico, y seguramente la había besado, y quizá no solo eso!
No soportó aquella idea. No podía imaginarse a su Ylenia en brazos de otro, le hacía demasiado daño en el corazón.
Ahuyentando de la mente aquella imagen se metió en la cama, con la esperanza de que al día siguiente todo se pudiera arreglar de algún modo.