28

Ya habían pasado dos semanas desde la última vez que había hablado con Ylenia, y Ale empezaba a estar seriamente preocupado. ¿Qué podía haberle pasado? No era propio de ella faltar tantos días al instituto; además, tenía el móvil siempre apagado y en casa respondía el contestador automático.

Le había dejado mil mensajes, pero no le había devuelto ninguna llamada. También le había mandado SMS, pero era probable que, si no tenía encendido el móvil, no los hubiera leído.

Tal vez había cambiado de número. Podía ser que no quisiera volver a dirigirle la palabra ni verlo, que siguiera enfadada con él, que le hubieran llegado rumores, quizá de la fiesta en casa de Claudio, con Silvia. A lo mejor por eso no lo había vuelto a buscar. Si solo le hubiese dado la posibilidad de explicarse…

Ale estaba en la cama, todavía medio dormido, sin encontrar respuesta a sus preguntas. Habría querido que fuese siempre domingo por la mañana. Qué bien poder quedarse en la cama hasta mediodía, con la luz de la primavera abriéndose camino por las ventanas entornadas y esos ruidos de vida fuera, en la estación de las promesas.

Por raro que parezca, se había despertado temprano ese día. Pocas veces ocurría que a las diez de la mañana, un domingo, ya tuviese los ojos abiertos. Se volvió hacia el otro lado y se subió las mantas para dormir un par de horas más, pero el móvil empezó a sonar.

—¡Qué coñazo! ¿Quién será a estas horas…?

Se levantó para coger el teléfono, que estaba bajo la montaña de ropa esparcida sobre el escritorio. Cuando vio el número en la pantalla casi no daba crédito a lo que veía.

—¿Diga? Ylenia, ¿eres tú?

—Sí, soy yo, Ale. Hola, ¿cómo estás? —Ylenia tenía la voz cansada y triste.

—Estoy perfectamente. Pero ¿y tú? ¿Dónde te habías metido? ¡No has vuelto a dar señales de vida, creía que estabas enfadada conmigo!

—No, no es eso, es solo que he tenido un poco de fiebre. De hecho, quería pedirte disculpas por la forma en que me he comportado contigo estas dos semanas. He escuchado tus mensajes en el contestador, pero no te he llamado porque he pasado por momentos complicados. Desgraciadamente, no paso por una buena etapa. De todas formas, no te preocupes, no tiene nada que ver contigo.

—¡Menos mal! Yo también he pasado unos días espantosos y he comprendido que no puedo oponerme a la voluntad del destino…

—¡Qué raro! Yo también, precisamente en estos días, he comprendido lo mismo. El destino de cada persona está escrito, y nadie puede hacer nada para cambiarlo.

«Qué dulce. Cuánto la quiero…», pensó Ale para sí. Luego dijo:

—¿Qué te ocurre? Tienes la voz rara, ¿ha pasado algo? ¡Oye, si no te apetece hablar, da igual! No tienes por qué contarme nada si no quieres.

«Qué dulce, cuánto lo quiero. ¡Oh, Ale, es verdad, algo pasa! ¡Creo que te quiero, pero nunca podremos estar juntos, porque me estoy muriendo! Qué bonito sería poder gritar la verdad por teléfono y llorar hasta mañana. Eso es lo único que deseo realmente. Pero no puedo. No puedo. Perdóname, amor mío. No puedo decir la verdad. Quisiera hacerlo, lo juro. Pero no puedo».

—¿Ylenia? ¿Estás ahí?

—Sí, perdóname, me había distraído un poco.

—¿Y bien… pasa algo?

—¡No, no pasa nada, tranquilo! Sigo con un poco de gripe, eso es todo. Ya te he dicho que he tenido fiebre, y también un fuerte resfriado. Te llamo precisamente por eso. ¿Te apetece que nos veamos esta tarde para estudiar un poco? Así podré ponerme al día y recuperar lo que me he perdido en los días que he faltado a clase… ¿Te apetece?

—¿Y me lo preguntas? ¡Por supuesto, encantado de la vida!

Ale estaba pletórico. Por fin podía serle útil de algún modo, pero, sobre todo, había reencontrado a su Ylenia de siempre, la única en el mundo capaz de hacerle palpitar el corazón y olvidar a todas las demás.

—¿Te espero a eso de las tres?

—De acuerdo, nos vemos por la tarde.

—¡Perfecto! Entonces, hasta luego…

—Espera un segundo.

—¿Qué pasa?

—Me ha encantado oírte. Te he echado de menos todos estos días.

«¡Yo también te he echado muchísimo de menos, amor mío! ¡Pero no puedo decírtelo, lo siento, nunca podré decírtelo!»

—¡Deja de hacer el tonto! ¡Nos vemos más tarde! ¡Hasta luego!

Ylenia colgó sin darle tiempo siquiera a responder. Ale miró su móvil. Qué raro, todavía peor que las otras veces. Por regla general, le agradaba que él le dijera cosas bonitas, se ruborizaba y empezaba a reírse abochornada, pero esta vez ni siquiera había aceptado aquella pequeña confesión. Qué raro…

Pero qué más daba, lo único que importaba en ese momento era que ella no estuviese enfadada y que quisiese verlo. Eso le bastaba para ser el chico más feliz del mundo.

Volvió a meterse en la cama, con una sonrisa de oreja a oreja en la cara, saboreando la dicha que experimentaría en cuanto estuviera de nuevo a su lado. Preparaba las palabras que le diría, prometiéndose no enfadarla, hasta que al final, acunado por esos pensamientos, se quedó otra vez dormido.

Cuando abrió los ojos, vio que ya eran las dos y cuarto de la tarde. Tenía cuarenta y cinco minutos para comer, vestirse e ir a la casa de Ylenia.

Fue corriendo a la cocina y abrió las puertas del armario para buscar algo rápido de preparar. Rebuscando entre las provisiones encontró una lata de carne, que sin embargo era de una marca diferente de la que solía comprar su padre.

«¡Será una marca blanca!», se dijo mientras buscaba un tenedor en el cajón de los cubiertos. Al no encontrarlo, por acabar antes tiró de la lengüeta de aluminio y vació el contenido directamente en la boca, advirtiendo pocos instantes después que tenía un sabor repulsivo.

—¡Qué asco! —exclamó, y lo escupió todo en la basura.

Se limpió la boca, fregó la encimera de mármol sobre la que había puesto la lata, la tiró al cubo de la basura y se fue a su habitación.

En el pasillo se cruzó con su padre, que llegaba en ese momento con un cachorro de Yorkshire entre las manos. Un copo de pelos, rubio, con una cinta roja al cuello: una perrita.

—¡Buenos días! ¡Por fin te levantas! ¿Has visto el plato de pasta que te he dejado en la cocina? ¿Te lo has comido?

Ale, sorprendido, pensó que el mundo entero se estaba burlando de él.

—No, he comido lo que he encontrado. ¿Y este quién es? ¿Qué hace aquí? —preguntó Ale señalando a la perrita.

—¿No es una preciosidad? La he comprado en la feria para tu abuela. Le hará compañía. Se llama Sissi.

—No creo que la necesite.

—Hazme un favor. ¿Me coges una lata de carne para perros? La he comprado esta mañana.

—¡Uf, papá, ya es tarde! Y tengo que darme prisa.

—¡Anda, qué te cuesta! La he puesto ahí, mira, en la segunda puerta de arriba del armario de la cocina, junto con las otras latas. —El padre le señaló, desde la puerta, el lugar al que se refería.

Ale tardó poco en darse cuenta de lo que había hecho. Fue corriendo a rebuscar en el cubo de la basura para comprobar si sus sospechas eran ciertas. En la etiqueta leyó: «Para perros llenos de vitalidad», y enseguida se fue al cuarto de baño a vomitar. Pensó que aquella criatura aún no había entrado en casa y ya había empezado a causar daños.

«El día está comenzando mal. Más vale que vaya a vestirme; si no llegaré tarde a casa de Ylenia».

No sabía qué ponerse, no quería cagarla. Empezó a probarse pantalones y camisas, y al final se decidió por unos vaqueros que se había comprado en el mercado unos días antes y por un jersey deportivo.

Cuando estuvo listo, bajó al garaje para coger su vieja scooter, pero en cuanto quitó el caballete vio que tenía una rueda reventada.

—¡Qué coñazo! —exclamó al tiempo que miraba alrededor en busca de una solución alternativa.

Hubiera podido volver a coger el coche de su padre, pero si lo descubría, esta vez sí que lo habría matado. Así que mejor ni pensarlo. Para pagar la multa, mejor dicho, la serie de multas que le habían puesto la noche que había salido con Silvia, había tenido que vender su adorada PlayStation junto con los juegos y los accesorios, la guitarra, los bongós y su valiosísima colección de tebeos. Además, había tenido que pedirle un préstamo a una tía mayor, hermana de su abuela, con la promesa de hacerle chapuzas gratis en su casa.

Sus ojos se fijaron entonces en una vieja bici con la que antes salía su abuela: estaba olvidada en un rincón, mal tapada con una tela, y nadie la usaba porque tenía los frenos rotos.

«¡A grandes males!», se dijo sin pensarlo dos veces, y una vez montado empezó a pedalear hacia casa de Ylenia. Estaba casi a mitad de camino cuando cayó en la cuenta de que se había olvidado de la mochila con los libros y tuvo que regresar para recogerla.

Para llegar antes decidió coger un atajo. Era una cuesta empinada que lo llevaba directamente a su casa. La bici empezó a ganar velocidad y, aunque apretaba con todas sus fuerzas los frenos, la bicicleta no hacía nada por parar. Para no estrellarse contra un coche o un muro, no le quedó más remedio que frenar con los pies, con lo que desgastó las suelas de los zapatos y a punto estuvo varias veces de caerse y romperse un brazo o una pierna.

Cuando por fin llegó a su casa, se cambió rápidamente los zapatos, cogió la mochila, guardó los libros y volvió a montar en la bicicleta.

Antes, sin embargo, paró a comprar unas flores, solo que no sabía qué comprar. ¿Un ramo de rosas? Mejor no, seguramente lo interpretaría mal y se enfadaría. ¿Unas orquídeas? Demasiado caras. ¿Unas violetas? Demasiado poco. ¿Unos girasoles? Demasiado grandes y difíciles de llevar en bicicleta.

Al final el florista, un hombre muy paciente, le enseñó unas pequeñas margaritas.

—¡Fantástico! —exclamó Ale, encantado de la elección. Le parecían perfectas para Ylenia. Tenían su belleza sencilla, pura, de agua y jabón, y además eran orgullosas y dulces, como ella.

«¡Ojalá que le gusten!», pensó mientras pagaba y guardaba las flores en la mochila, confiando en que no se estropearan.

Cuando por fin llegó a la verja de casa de los Luciani la encontró entornada y entró sin llamar al portero automático. Dejó la bici apoyada contra el muro interior del jardín y avanzó por la vereda hacia el portal de entrada. Echó un vistazo rápido al vallado de Rómulo y Remo para ver si los dos perros estaban en sus casetas y él a salvo: nunca se había llevado bien con los animales. El vallado parecía cerrado, e iba a seguir andando, pero paró en seco.

«¡Qué raro! ¡Me ha parecido oír unos gruñidos!»

Se volvió de nuevo hacia la derecha y descubrió su terrible error: el vallado estaba solamente entornado, no cerrado. Encima, los dos alanos estaban gruñendo detrás de él. Presa del pánico, se metió dentro de la zona vallada y se encerró, mientras los dos perros le ladraban desde el otro lado.

En ese preciso momento le sonó el móvil. Era Ylenia, que, a causa de todo aquel jaleo y preocupada por la tardanza de Ale, había salido al jardín y lo estaba llamando.

—¿Se puede saber por qué tienes que llegar siempre tarde?

—¿Se puede saber por qué cada vez que vengo los perros están sueltos?

—¿Dónde estás?

—¡Sal y lo verás! —exclamó Ale mientras colgaba el teléfono.

Ylenia se dirigió hacia las casetas del los perros, atraída por los ladridos, para averiguar qué estaba ocurriendo, y no pudo contener la risa al ver la escena.

—¡Mira que estás gracioso dentro del vallado! ¿Qué haces ahí dentro?

—¿Que qué hago? ¡Trato de escapar de las garras de esas dos bestias! Me odian, lo sé, siempre pasa lo mismo. ¿Por qué nunca cerráis el bendito vallado?

—¡Anda, qué exagerado eres! ¡Si son dos angelitos! ¿No es verdad, mis pequeñines?

Ylenia se puso a acariciar a los dos perros, que se habían acurrucado a sus pies meneando el rabo, felices de verla.

—Sal de ahí, yo sujeto a los perros.

Titubeante, Ale salió del vallado y, en cuanto Ylenia encerró a los perros, sacó de la mochila el ramo de margaritas y se lo tendió sonriendo.

—¡Gracias, son preciosas! No tendrías que haberte molestado… ¿Cómo sabías que son mis flores preferidas? —dijo Ylenia dándole un beso en la mejilla.

—Pues no lo sabía —respondió él, encantado de haber acertado.

—¡Venga, entremos, que ya es tarde! —lo invitó Ylenia cogiéndolo de un brazo.

Cuando estuvieron dentro de la casa llamó a sus padres:

—¡Mamá, papá, ha venido Ale!

—¡Hola, Ale! —se limitó a gritar el padre desde el despacho.

—¡Buenas, señor Luciani! —contestó el muchacho.

Desde la cocina, Ambra prefirió en cambio salir al pasillo, para saludar a Ale y preguntarle si quería beber algo.

—Mamá, ¿te encargas tú de ponerlas en un florero? —preguntó Ylenia tendiéndole el ramo de margaritas.

—¡Por supuesto! Y tú, Ale, ¿estás seguro de que no quieres nada?

—¡No, en serio, se lo agradezco!

—Pues os dejo para que vayáis a estudiar —dijo Ambra al tiempo que regresaba a la cocina.

—¡Gracias, mamá! No entiendo qué encuentra mi madre tan especial en ti —lo pinchó Ylenia mientras subían las escaleras—. Siente una especie de adoración por ti. Se pone tan contenta cuando vienes a estudiar aquí…

—¡A lo mejor piensa que soy el chico perfecto para su hija! —exclamó Ale riendo.

—¡Calla! Será mejor que saques los libros y nos pongamos a estudiar —lo amonestó Ylenia.

Antes de abrir el libro de historia los dos se miraron con intensidad. En ese momento parecía que el mundo entero estaba metido en aquella habitación. Lo tenían todo. O por lo menos, todo cuanto hacía falta para ser felices. Solo faltaba una cosa: el valor de confesarlo.

Ylenia abrió el libro y le pidió a Ale que pusiera un poco de atención en lo que iba a leer, pero desde las primeras palabras la mente de Ale empezó a vagar llevada por la imaginación: ¡Ylenia sentada en sus piernas, en un magnífico paisaje exótico!

Ella se dio cuenta de que Ale estaba en otro lugar y le llamó la atención, trayéndolo de nuevo a la tierra.

—Me quieres escuchar, ¿o no?

—¿Huimos juntos?

—¿Qué?

—Imagina qué maravilla: tú, yo, el rumor del mar, palmeras, gaviotas volando en el cielo…

—Ale, ¿has fumado?

Ylenia rompió a reír, y Ale sacó del bolsillo el móvil. Con un simple clic consiguió captar aquella preciosa y fresca carcajada en su pantalla. Sin embargo, cuando alzó la vista, advirtió que Ylenia ya no se estaba riendo y que lo estaba mirando mal. Muy mal.

—¡Bórrala!

—No, anda, ¿por qué? ¡Es tan bonita!

Ylenia echó solo una ojeada al móvil, torció el gesto y puso los brazos en jarras.

—¡Como no la borres, te echo de casa!

Sonriendo, Ale decidió contentarla, aunque de mala gana. No entendía a las chicas que estaban siempre convencidas de salir mal en las fotos. ¡Con lo hermosa y espontánea que había salido en esa!

—¿Y bien? ¿La borras o no? ¡He salido horrible! ¡Y no me vuelvas a hacer nunca una foto a traición! ¿Me lo prometes?

—¡Te lo prometo, te lo prometo!

Ale no tenía la menor intención de mantener su promesa, seguro como estaba de que tendría otras mil ocasiones de poder fotografiarla. Y si le hubiesen dicho que en realidad estaba totalmente equivocado, jamás se lo habría creído.