Cuando por fin consiguieron llegar a casa de Claudio, Ale aparcó de cualquier manera. Llevó a Silvia de la mano hasta el portal de la casa de su amigo. Tocó el timbre, y el mismo Claudio abrió la puerta. El muchacho reparó en la presencia de Ale, pero no en la de Silvia, que se había apartado unos pasos para responder a una llamada del móvil.
—¡Mis cincuenta euros, gracias! —exclamó alargando la mano.
Divertido, Ale lo miró con una sonrisa socarrona. Se acercó a Silvia, que estaba guardando el móvil en el bolso, la agarró de la mano y la hizo pasar. Luego, dirigiéndose a Claudio, que no daba crédito a lo que veía, exclamó con aire de suficiencia:
—No te preocupes por mis cincuenta euros, ya me los darás mañana…
—Perdóname un momento, Ale, voy al baño a arreglarme el maquillaje, no tardo nada. —Silvia le dio un beso en la comisura de los labios antes de alejarse, y él, que no cabía en sí de gozo, se acercó al oído de su amigo.
—O mejor, quédatelos, así ya no estaré en deuda contigo por el dinero que te he hecho perder en la máquina tragaperras y por el coche que te he destrozado —le susurró.
Claudio aún no había conseguido abrir la boca. No podía creerse que Silvia hubiese aceptado salir con Ale. Con todo lo que había sucedido por la tarde, ni siquiera se había acordado de preguntarle a su amigo cómo le había ido con ella.
—¡No creerás que te vas a librar tan fácilmente! Yo… —reaccionó, pero no pudo terminar la frase.
En ese preciso instante se les aproximó a los dos su compañero Pietro, ese al que todo el mundo llamaba el Guaperas, y Claudio se alejó inmediatamente, todavía molesto con él porque había ido contando por ahí la historia de las prostitutas.
—¡Hola, Ale! —lo saludaron dos chicas que a él le parecían espantosas pero que a Pietro le debían de gustar mucho, a la vista de cómo las estrechaba.
—¿Qué tal? —Ale no tenía ganas de estar con él.
Pietro señaló a las dos chicas.
—Mejor, imposible. ¿Y tú? Has venido solo, ¿verdad? Qué se le va a hacer, son cosas que pasan, no te preocupes. O por lo menos, son cosas que les pasan a los que son como tú…
Tras esas palabras, las dos chicas rompieron a reír.
—Bueno, la verdad es que he venido con Silvia. —Y entonces la señaló mientras ella se acercaba a él sonriendo.
Las dos chicas dejaron de reír, y Pietro ya no supo qué decir. Cuando Silvia estuvo a su lado, Ale le rodeó la cintura con un brazo y luego preguntó:
—¿Conoces a Pietro, mi compañero de clase?
Ella contestó que lo conocía de vista.
—Y bien, Pietro, ¿no nos presentas a tus amigas? —continuó Ale con ironía.
—¡Oh, perdona, lo había olvidado! Estas son mis dos chicas. Ella es Serena, y ella, Valentina.
—¿Tus dos chicas? —intervino Silvia con curiosidad—. ¿Cómo es que tienes dos chicas?
—¡Porque se lo puede permitir! —exclamaron a coro las dos damas.
Pietro le guiñó un ojo a Ale.
—¿Qué dices?
—¿De qué?
—¿Cómo que de qué? ¡De estos dos ángeles! ¿No crees que Serena se parece a Belén Rodríguez, y Valentina a Elisabetta Canalis?
—¡Pues sí, ahora que lo dices, son idénticas! ¡Es realmente impresionante!
Silvia tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echarse a reír.
—Nosotros nos vamos a bailar. ¡Nos vemos! —dijo Ale mientras se alejaban, porque ya no aguantaba más a aquel idiota.
—¡Madre mía, vaya mostrencos! —dijo luego al oído de Silvia, que por fin pudo reír con ganas.
Cuando entraron en la sala de baile, todos los chicos miraron a Ale con no poco estupor. Muchos estaban sorprendidos porque Silvia los había rechazado al menos una vez. Otros, que nunca habían visto a la pareja, tenían solo envidia, pero aquellos que conocían bien a los dos no daban crédito a lo que veían: era francamente impensable que la chica más guapa del instituto hubiera podido aceptar la invitación de un chico como Alessandro Cutrò.
Ale, en cambio, halagado por aquellas miradas de envidia y admiración, y pinchado por las continuas provocaciones de Silvia, había conseguido olvidarse, al menos por esa noche, del nombre y del rostro de Ylenia. Era como si no existiera nadie aparte de Silvia.
Entre bailes y cócteles, risas con los amigos y muchas miradas de complicidad entre los dos, la fiesta pasaba rápidamente. Empezaron los bailes latinos y las carcajadas aumentaron porque el chulito de turno trataba de lucirse, pero no conseguía seguir el ritmo ni los pasos del grupo, un auténtico cachondeo que provocaba la hilaridad de todos.
Eran casi las dos y una melodía dulce y lenta sacó de nuevo a la pista a todas las parejitas.
Ale se arrodilló y le besó la mano a Silvia.
—Madame, ¿me concede el honor de este baile?
—Claro, cómo no —exclamó ella levantándose de la silla y sin pensar en sus pies, doloridos por los tacones altos.
Puede que no hubiera una chica más feliz sobre la faz de la tierra cuando al compás de las notas de «I’ll Be Missing You» Silvia se abandonó a los brazos de su compañero y apoyó la cabeza en su pecho. Ale podía oler su perfume, y sus labios abiertos parecían reclamar un beso.
¿Por qué no acceder a esa dulce petición? Inclinó ligeramente la cabeza hacia sus labios, pero en ese preciso momento sintió que le daban unas palmaditas en el hombro. Se volvió y vio a Claudio, que como siempre había aparecido para estropearlo todo. Su amigo, en efecto, estaba bailando un lento con Gilda, su compañera de clase, y le murmuraba algo al oído.
—¡Quiero la revancha!
Ale le pidió por señas que se explicase mejor, y cuando estuvieron de nuevo cerca Claudio dijo:
—¡Te apuesto cincuenta euros a que no consigues hacer nada!
Con un nuevo gesto Ale le hizo saber que no entendía, y en la tercera vuelta, cuando la canción estaba a punto de terminar, Claudio le susurró:
—¡Una declaración de amor!
Ale había intuido que se trataba de una apuesta, pero no sabía muy bien qué estaba en juego. Sin embargo, no cabía duda de que la apuesta la tenía perdida de antemano: era imposible que Silvia se enamorase de él. ¡Si no lo había conseguido con Ylenia, cómo iba a conseguirlo con ella! ¡Ylenia… qué estaría haciendo, con quién estaría, cómo se lo tomaría si se enterase de que había ido a esa fiesta con Silvia!
—¡Oye, Ale, que la canción ha terminado! —Silvia le estaba sonriendo dulcemente.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que se seguía balanceando en medio de la pista. Ni siquiera se había dado cuenta de que las luces estaban de nuevo encendidas.
Paró de golpe y para ahuyentar los pensamientos propuso:
—¿Salimos un rato? Aquí dentro hace un calor…
Silvia aceptó enseguida; es más, parecía encantada de la propuesta.
Fuera hacía un frío espantoso, y Silvia llevaba puesto solo un abrigo ligero. Como todo un caballero, Ale se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros. Ella le sonrió para darle las gracias y se apretó contra él.
—¿Me abrazas? —preguntó mirándolo directamente a los ojos.
Ale no necesitó que se lo dijera dos veces.
Permanecieron así, abrazados, sin hablar. El único ruido que se oía era el silbido del viento, que, envolviendo a la muchacha como una inmaculada manta, difundía su suave perfume.
—¿Me acompañas un momento al coche? Me he dejado el móvil.
Ale asintió y, cogiéndola de la mano, fue con ella hacia el coche.
Una vez allí, apretó el botón de la alarma. Los cuatro intermitentes se encendieron y el coche se abrió. Justo en ese instante recordó que la había visto sacar el móvil del bolso cuando iban a entrar en casa de Claudio. ¿Por qué, entonces, le había pedido ir al coche?
Mientras tanto, Silvia abrió la puerta, se sentó en el asiento trasero y ni siquiera fingió estar buscando nada. Lo estaba invitando a entrar.
—¿Por qué has querido venir aquí? —le preguntó mientras cerraba la puerta.
—¡Ya te lo he dicho, quería coger el móvil! —respondió Silvia riendo.
—Pero ¡si el móvil lo tienes en el bolso!
—Vale, me has descubierto…
De repente, abandonó la actitud provocadora que había mantenido toda la noche y se transformó en una chica tímida, capaz también de abochornarse y de ruborizarse.
—¿Por qué te has puesto roja?
—¡Porque quería estar a solas contigo! —Silvia no se atrevía a mirarlo a la cara.
Ahora Ale sí que se sentía trabado, no sabía cómo comportarse.
—¿Cómo es que no tienes novio? Hay un montón de chicos detrás de ti.
—Ya, pero no me interesan.
—¿Ahora mismo no te interesa ninguno?
—A decir verdad, sí hay un chico que me interesa, pero él nunca se ha fijado en mí y creo que está enamorado de otra.
Ale no dijo nada.
—Me gusta desde que estábamos en primaria, pero nunca me he atrevido a confesárselo. Y él nunca se ha dado cuenta —prosiguió.
—¿Y quién es el afortunado?
—Tú, Ale…
Se quedó petrificado. La chica más guapa del instituto, con la que todos soñaban, a la que todos deseaban, la que pocos habían conseguido, le estaba diciendo que estaba enamorada de él desde primaria. ¡Y él, como un ciego, como un idiota, nunca se había dado cuenta de nada! Y pensar que siempre había soñado con un momento así, lo consideraba un sueño imposible, y ahora en cambio ella estaba ahí, en carne y hueso, preciosa, dulcísima y frágil, y le estaba pidiendo que la quisiera.
Embargado por la emoción, sintió un sabor nuevo en los labios, el sabor de una chica maravillosa que lo besaba con pasión, ardor y desesperación.
Era como si estuviese viviendo un sueño, no controlaba su cuerpo, era como si actuase por su cuenta, el poder de su mente estaba anulado. Silvia lo estrechaba, y él le besaba la frente, la barbilla, el cuello, los labios, le mordisqueaba la oreja, y más abajo, ese escote que había desaparecido, porque los tirantes se le habían caído y el vestido ya estaba sobre el asiento delantero, junto con el sujetador. Ahora la acariciaba por todas partes, tenía entre los dedos el elástico de sus braguitas, y era más fuerte que él, no conseguía parar, no podía frenarse, la quería, la deseaba ardientemente, quería poseerla y hacerla suya, suya por fin. Ella empezó a temblar como una hoja en otoño, quizá no estaba preparada para llegar hasta ahí, creía ser madura, pero solo era una chica necesitada de cariño y de mimos.
—¡Ale, tengo miedo! Debo decirte algo… nunca lo he hecho —dijo Silvia con la voz palpitante y los labios sobre los suyos.
Ale paró de golpe, abrió los ojos y la miró. Tenía los ojos entornados y la cara roja. Parecía hambrienta de besos y de caricias, solo deseaba la boca y las manos de él sobre su cuerpo, solo pedía ser amada. Nada más.
—Lo siento, no puedo… —Ale se sentó, dejándola ahí medio desnuda, tumbada en el asiento, con los ojos brillantes y un deseo que él no podía satisfacer, porque en su cabeza solo tenía un nombre. Un nombre que, por mucho que se esforzase en olvidar, era de otra.
—¿Qué significa eso? —preguntó Silvia incrédula. Instintivamente intentó taparse con los brazos los pechos desnudos.
—Lo siento, pero estoy enamorado de otra. No puedo hacerte esto. No puedo ser el primero, no me lo merezco. En algo tan importante… Lo siento.
Ale hablaba y se vestía, mientras Silvia se había estirado en el asiento para recoger sus cosas sin mirarlo.
—Me he equivocado, no tendríamos que haber llegado hasta esto. Espero que puedas perdonarme.
Silvia rompió a llorar.
—¿Perdonarte? ¿Te das cuenta de lo que me estás haciendo? ¡Eres un cabrón! ¿Por qué me has ilusionado? ¿Por qué me has invitado esta noche? ¿Por qué hemos llegado hasta esto? ¿Y por qué ahora me dejas aquí, de esta manera? ¿Comprendes cómo me puedo sentir? ¿Comprendes lo humillada que puedo sentirme? Es por culpa de esa, ¿verdad? ¿De esa putilla extranjera a la que te pasas la vida persiguiendo? ¡Pues, por si no te habías enterado, a ella no le importas un pimiento! Ni un pimiento, ¿te enteras? Eres un pobre iluso.
—¡No la llames putilla! ¡Ni siquiera la conoces! ¡No tienes derecho a juzgarla!
Silvia estaba aturdida. No replicó nada, y se limitó a agacharse en el asiento para llorar desconsolada.
—Te espero fuera, al lado del coche. Avísame cuando hayas terminado de vestirte, estás demasiado alterada para quedarte en la fiesta. Te llevaré a casa.
Silvia se vistió rápidamente y se quedó unos minutos sola en el coche, demasiado desconsolada para hablar.
Ale le gustaba muchísimo, y le había hecho albergar ilusiones. La había llevado a la fiesta, le había hecho creer a saber qué, la había desnudado, la había tocado, y cuando por fin estaba a punto de hacerla feliz se había echado atrás, porque en realidad no la quería a ella, sino a otra. Ella solo era un pasatiempo, la diversión de una noche. Su corazón, su mente y sus gestos eran para Ylenia, que en cambio no se merecía ni una sola de todas aquellas atenciones.
Sin hablar, abrió la puerta de Ale, y él entendió que podía subir. Se sentó y, poniéndole una mano en el hombro, le dijo:
—De verdad que lo siento, te juro que no quería, no creía… Espero que podamos aclarar…
—¡No me toques! —le gritó ella volviéndose de golpe.
Tenía el maquillaje corrido, los ojos hinchados, deshecho su bonito peinado, el corazón destrozado.
Ale comprendió que era mejor guardar silencio, esta vez había metido bien la pata. La había herido profundamente y era probable que jamás pudiera perdonarlo.
Arrancó el coche y emprendió rumbo hacia casa de Silvia.
—¿Qué me podía esperar de alguien que va de putas? ¡Qué tonta! ¡Creía que para gustarte tenía que ser sensual e intrigante! ¡Vaya idiota! ¡Lo bien que te lo vas a pasar con tus amigos cuando les cuentes cómo me has humillado esta noche, y cómo se van a reír ellos de mí!
—¡Oye, que yo no soy así! ¡No es verdad que vaya de putas, y no pienso contarle a nadie lo que ha pasado esta noche! Además, por si te sirve de algo, debes saber que si todo esto hubiese ocurrido unos meses antes no habría dudado un segundo en hacer el amor contigo, y si tú hubieses querido habría sido tu novio encantado de la vida, pero ahora es demasiado…
Silvia lo interrumpió gritando y pegando puñetazos contra el salpicadero.
—¡Calla, calla, no quiero oír excusas, no me interesan tus mentiras! ¿No te das cuentas de que así solo me haces más daño? ¡Te odio, no quiero volver a verte! ¡Cabrón! ¡Te odio!
Durante el resto del trayecto los dos permanecieron en silencio. Ale tenía una jaqueca terrible a causa del alcohol y de todo lo demás.
Había rechazado a Silvia. Había perdido una oportunidad única, ella no volvería siquiera a saludarlo, ¿y todo eso por qué? Por el amor probablemente no correspondido de una chica a la que quizá jamás conseguiría.
Pero había hecho lo que debía. Si se hubiese enrollado con Silvia, no se habría vuelto a atrever a mirar a Ylenia a los ojos. Qué raro, hasta hacía poco no habría tenido tantos reparos por una relación tan insegura, ni tampoco por una muy segura. Nunca habría dejado que se le escapara una ocasión semejante, ni aun a costa de pelearse con un buen amigo o con una buena amiga. Hasta hacía unos meses era una persona diferente, apenas un chiquillo. Nunca había estado realmente enamorado.
Silvia se apeó del coche dando un portazo, sin despedirse. Había tratado de arreglarse como mejor pudo para que su madre no le hiciera preguntas, pero durante todo el camino no hizo sino sollozar desesperadamente.
Ale esperó a que hubiese entrado en casa para marcharse. Durante un segundo lo asaltó el temor de que pudiese hacer una locura, pero enseguida comprendió que la herida cicatrizaría pronto.