Las agujas del reloj marcaban las ocho en punto, y Ale estaba delante del espejo peinándose con esmero los cabellos rebeldes. Tras la experiencia que había tenido en el instituto un mes antes, pero también gracias a su amistad con Ylenia, había aprendido a cuidarse más y a ir siempre bien arreglado.
Encendió el equipo de música y empezó a canturrear una canción en inglés, pensando que por suerte nadie lo estaba escuchando: ¡no pronunciaba una palabra bien ni siquiera por equivocación!
Cuando se apartó del espejo, ya eran las ocho y veinte. Después de echarse un último vistazo de admiración (sentía que esa noche estaba realmente guapo), pensó en cómo resolver el último problema: robar el coche de su padre. Lo ideal sería birlarle también el carnet, pero su padre lo guardaba bajo llave y era prácticamente imposible quitárselo sin que se diese cuenta. Lo único que podía hacer era confiar en que todo saliese bien.
Fue al salón para saber cuál era la situación, y comprobó que su padre estaba sentado en el sillón, viendo, como siempre, una película en la televisión. Se acercó de puntillas para observar mejor, y confirmó que esa noche también se había dormido.
Furtivamente se puso a buscar las llaves del coche. Por suerte, estaban sobre la mesilla de cristal del salón, junto a las gafas, los cigarrillos y la cartera. A paso rápido, para no llegar tarde, se dirigió hacia la puerta de entrada, pero paró de golpe, porque tuvo como la impresión de que la abuela había dicho algo. Se volvió hacia ella y aguzó el oído, pero no oyó nada más. Se detuvo entonces un instante para mirarla bien, pero comprobó que no había cambiado nada. Como siempre, estaba arrodillada en el reclinatorio, delante de la imagen de la Virgen, rezando el rosario. Aun así, seguía mosqueado, porque le había parecido que le había dicho: «¡Ten cuidado con lo que haces!», pero eso era imposible, porque no abría la boca desde hacía años. Seguramente habían sido imaginaciones suyas, una broma de la mente fruto de la tensión por aquel pequeño hurto. Así que, sin dar mayor importancia, abrió la puerta, procurando hacer el menor ruido posible, y la cerró tras de sí. Mientras se dirigía hacia el garaje, repasaba mentalmente todo lo que le había enseñado Claudio esa tarde. Quedaba por ver cómo iba a arreglárselas.
Una vez en el garaje, para no despertar a su padre, quitó el freno de mano del coche y con el motor apagado lo sacó del patio del edificio. Con cierta dificultad lo arrancó y cambió de marcha sin apretar el pedal del embrague, haciendo un gran estruendo, pero estaba demasiado lejos para que su padre pudiese oírlo y despertarse.
Cuando llegó a casa de Silvia miró el reloj y comprobó que era justo la hora a la que habían quedado. Tocó tres veces el claxon y esperó a que bajara, mientras se reprochaba que no se le hubiera ocurrido comprarle unas flores: a las chicas les encantan y en las películas siempre dan buen resultado.
Pero ya era demasiado tarde. Se apeó del coche y miró alrededor, para ver si había alguna flor que se pudiera arrancar en el jardín de los vecinos; pero nada, no había ni rastro de una flor en varios kilómetros a la redonda. Un poco decepcionado, volvió a subir al coche.
Quién sabía, a lo mejor la noche, con flores o sin ellas, salía bien, aunque lo más importante era que se quitara de la cabeza a Ylenia. Temía que Silvia se diese cuenta de que en realidad pensaba en otra, y en ningún caso quería que eso ocurriese.
Se sentía especialmente nervioso esa noche, aunque no sabía si se debía al hecho de que iba a salir con la chica más guapa del instituto o a la historia con Ylenia. Probablemente, la segunda hipótesis era cierta, pero no quería reconocerlo. ¡Y encima, estaba conduciendo sin carnet!
Sin embargo, una cosa era segura: llevaba esperando más de veinte minutos, y seguía sin haber señales de Silvia. Aquello empezaba a molestarle bastante. Pensó que quizá la chica no había oído los toques de claxon, así que decidió bajar del coche y llamar al timbre. Le respondió al portero automático la hermana menor, que le pidió que tuviera un poco de paciencia, asegurándole que Silvia bajaría en pocos minutos. Sin embargo, un cuarto de hora después el portal aún no se había abierto.
Realmente enfadado, Ale se prometió regañarla en cuanto apareciera. Por su culpa iban a llegar muy tarde y estaba casi tentado de marcharse y dejarla allí plantada, para enseñarle al menos un poco de educación.
Lo cierto es que se sentía muy culpable por Ylenia y aquella larga espera le parecía un castigo divino. Pero ¿por qué?
En el fondo, Ylenia lo había rechazado; Silvia, en cambio, parecía que lo miraba con buenos ojos. ¿Por qué tenía que tener tantos miramientos? ¿Por qué se sentía tan ruin?
En un instante, como por arte de magia, esos pensamientos se esfumaron cuando, tras media hora de espera, vio por fin a Silvia delante del portal de su casa, hermosa y sensual como nunca, envuelta en un elegante vestido negro y con el pelo recogido. En ese momento se convenció de que no debía arrojar al viento la oportunidad que se le presentaba aquella noche. Se olvidó de todas las palabras que había preparado durante la espera para que supiera lo enfadado que estaba por su conducta: también la irritación se había disipado con el rocío nocturno. De repente su mente se había quedado en blanco, se sentía extasiado, en el paraíso.
Y lo mejor estaba aún por llegar, porque cuando ella se acercó a la ventanilla para disculparse por el retraso, la mirada de Ale quedó atrapada por el impresionante escote de aquel vestido tan sexy que dejaba muy poco margen a la imaginación. Silvia enseguida se dio cuenta de su reacción, que no le molestó en lo más mínimo. Como principio no estaba mal, en efecto.
Abochornado e hipnotizado por tanta belleza, Ale reparó en la mirada de la muchacha, pero le sorprendió que no se ruborizara ni bajara los ojos. ¡Claro, qué tonto, no estaba saliendo con Ylenia! ¡Esa noche iba con una chica que tenía ganas de pasárselo bien, igual que él, y que no rechazaría sus atenciones ni sus galanteos!
—¡Espero que no te haya hecho esperar mucho!
Silvia dio media vuelta para subir al coche, caminando lentamente a propósito para que Ale pudiera admirarla en todo su esplendor.
—¡Qué va, llevo aquí como mucho una media hora, eso no es nada! ¡Por ti esperaría una eternidad!
—¡Ah, menos mal! La verdad es que creía que te había hecho esperar más de la cuenta.
Poco antes sí que se había hartado de estar tanto rato en el coche, y durante un momento pensó de nuevo en hacérselo notar, pero enseguida su mirada volvió a posarse en aquel maravilloso escote, y las palabras que le salieron de la boca no fueron precisamente de enfado.
—Tranquila, no me había dado cuenta. Bueno, ¿nos vamos?
Silvia asintió, y Ale giró la llave. El cuadro se encendió y el motor se puso en marcha, pero estaba tan excitado que se olvidó de todo lo que Claudio le había enseñado. ¿Qué debía hacer para arrancar el coche? Apretaba el acelerador y no pasaba nada.
—¿Hay algún problema con el coche?
—No, tranquila, este coche hace siempre lo mismo. Le he dicho mil veces a mi padre que lo lleve a revisar, pero…
Ale hizo más intentos, pero el coche no se daba por enterado. Reflexionó un poco, y luego le dijo a Silvia:
—Perdóname un momento, tengo que hacer una llamada.
Abrió entonces la puerta, bajó del coche y buscó en la agenda del móvil el número de Claudio. El chico estaba en su casa recibiendo a los invitados que empezaban a llegar. Cuando respondió a la llamada, Ale solo oyó una música ensordecedora.
—¡Claudio! ¡Claudio! Pero ¿qué es ese jaleo? Claudio… ¿me oyes?
—Pero ¿quién es? ¿Diga?
—Claudio… ¿me oyes?
—Sí, pero ¿quién eres?
—¡Soy yo, Ale! ¡No seas capullo, anda! ¿No seguirás cabreado por lo que ha pasado hoy?
—¿A quién busca? ¿A Pullo…? ¡Lo siento, pero se ha equivocado!
Claudio colgó, y Ale, cada vez más nervioso, se apresuró a llamarlo otra vez.
—¿Diga?
—¿Claudio?
—Pero ¿quién eres?
—¡Claudio, soy Ale! ¡Aaale!
—¡Ah, Ale, eres tú! ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—La verdad es que llevo media hora tratando de decírtelo. Bueno, olvídalo. ¡Más bien, escúchame, estoy metido en un buen lío!
Ale oyó que Claudio hablaba con otro.
—¡Claudio, coño! ¿Me quieres escuchar?
—¡Perdona, pero están llegando los invitados y los tengo que saludar! Por cierto, ¿tú dónde te has metido?
—¿Qué has dicho? ¡No te oigo!
—Espera un segundo, que me voy a otro sitio.
—¡Sí, pero date prisa, porque no tengo saldo en el móvil y estoy en una situación jodida!
—¡Vale!
Claudio salió al jardín, y por fin los dos pudieron hablar.
—Y bien, ¿se puede saber qué coño quieres? ¿Has decidido romperme también los huevos, además del coche?
—¿Eh? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué ha sido del Claudio de hace un instante?
—¡Agradece que todavía te dirija la palabra! Ahora mismo estaba delante de los invitados y solo por eso no te he insultado.
—A ver, escucha, estoy en casa de Silvia y no consigo que el coche de mi padre arranque.
—¡Bum!
—¿Eh?
—¡Ve con ese cuento a otro!
—Pero si es verdad…
—¡Seguro, latin lover de los cojones!
—¡Te digo que es verdad, idiota!
—¡Y yo te digo que te vayas con ese cuento a otro, yo tengo cosas que hacer! ¡Adiós!
Claudio colgó de nuevo, y Ale lo llamó por tercera vez, cada vez más nervioso.
—¿Se puede saber qué quieres? Total, es inútil, no me creo que estés con Silvia.
—¡Joder! Estoy solo, ¿vale? ¿Ahora me quieres decir qué tengo que hacer para que arranque este coche?
Claudio guardó silencio unos segundos. Ale parecía realmente enfadado.
—¿Has quitado el freno de mano?
Ale se dio una palmada en la frente y colgó sin siquiera dar las gracias a su amigo.
Mientras tanto, Silvia, al oírlo gritar, se había asomado por la ventanilla para saber qué estaba pasando.
—Ale, ¿ocurre algo? ¡Anda, vámonos! ¡Estoy harta de esperar!
¡Encima! ¡Qué cara!
El pobre Ale entró en el coche y se dio cuenta de que, en efecto, Claudio tenía razón. El problema era precisamente ese, se había olvidado de quitar el freno de mano. Se apresuró a bajar la palanca y el coche arrancó sin problemas.
Se preguntó cuál era la manera más rápida de llegar a casa de Claudio, pero luego decidió ir por una calle secundaria, por temor a cruzarse con un coche patrulla, pese a que eso significaba alargar mucho el camino. «Lo único que nos falta es que nos pare la policía», pensó.
—¡Estás preciosa esta noche! —dijo—. «Oh my darling, you are wonderful tonight…»
Eran las únicas palabras que había conseguido aprender de la letra de una canción, precisamente para la ocasión.