—¿Adónde vas?
Claudio no respondió.
—Oye, ¿quieres parar? ¡Olvida ya ese asunto!
—¡Claro, para ti es fácil, como no has perdido todo ese dinero! Pero más vale que no me lo recuerdes, porque ni siquiera sé por qué diablos te estoy ayudando. ¡No te merecerías nada!
—¡Madre mía, qué materialista eres! Mira que el dinero no da la felicidad.
—¡Puede que no, pero ayuda a conseguirla! ¡De todas formas, no pienso hablar más contigo!
—¿No me digas? Pero oye, si no vas a dirigirme la palabra, ¿cómo piensas darme clases prácticas de conducir?
Claudio no respondió.
—¡Ya caigo, no eres solo materialista, sino también infantil! Ahora te pondrás a lloriquear y llamarás a mamá… —Ale rompió a reír, y Claudio frenó en seco.
—Oye, ¿estás loco?
—¡Baja!
—¿Qué?
—¡Te he dicho que bajes del coche!
—¿Te has vuelto tarado? ¿Has visto dónde estamos? ¿Cómo voy a volver a casa? ¡No seas idiota!
Claudio tenía la cara roja y la mirada endurecida. Pocas veces Ale lo había visto así.
—Hay dos alternativas: o bajas ahora mismo de este coche, o te estás calladito hasta que te dé permiso para hablar. ¿Entendido?
Ale estaba un poco perplejo.
—Pero, hombre…
—¡Baja!
—¡De acuerdo, de acuerdo! Haremos lo que tú digas, ¿vale? Pero procura calmarte, te estás pasando un pelo, ¿no te parece?
Claudio le lanzó una ojeada, luego giró la llave y arrancó. Ale se colocó bien en el asiento y para pasar el rato se puso a mirar por la ventanilla. Poco después se dio cuenta de que su amigo estaba dando vueltas sin rumbo por el pueblo.
—¿Se puede saber adónde coño vas?
—No me parece que te haya dicho que puedes hablar, ¿has decidido que te bajas aquí?
—Uf, cambia el rollo, que empiezas a resultar cargante. Bueno, ¿quieres decirme adónde diablos estás yendo?
—¡Estoy buscando un puñetero sitio en el que tú puedas tratar de conducir sin destrozar el coche, allí es donde voy! ¿Contento?
—¡Pues podrías habérmelo dicho! Sé dónde podemos ir. ¿Conoces el antiguo aeropuerto? El que está en las afueras y no se usa desde hace años.
Claudio asintió.
—No hay un sitio mejor. Disponemos de toda la pista y es una recta perfecta. Y, además, tenemos el aparcamiento, que es inmenso, y no corro el riesgo de chocar con nada ni con nadie. Si te das prisa, en pocos minutos estaremos allí.
Claudio no respondió, pero siguió el consejo de su amigo. Dobló en el primer cruce y unos diez minutos después llegaron al lugar.
—Bien, para aquí.
—¿Aquí?
—Sí, claro. ¿Por qué, qué tiene de malo? Aquí no hay nadie y, sobre todo, no hay riesgo de accidentes.
—Pero ¿estás tonto? ¡Mira alrededor! En la pista hay ladrillos, grava y hierro: en mi pueblo eso se llama material de construcción. Y allí están todas las herramientas de trabajo. Y, también en mi pueblo, eso significa que no estamos en absoluto solos, sino que seguramente en algún sitio habrá obreros trabajando. Más vale que nos larguemos.
—¿Qué dices? ¡Tú y tus paranoias! Todo el material que hay alrededor está aquí desde hace al menos un par de siglos. Hace bastantes años decidieron reestructurar el aeropuerto, con la idea de abrirlo de nuevo, pero ya sabes cómo funcionan las cosas en Italia, empiezan las obras y las dejan a medias. Siempre es así.
Claudio aún no parecía convencido.
—Oye, hazme caso por una vez. ¡Confía en mí, y deja de joder!
—¡Encima!
Al final Claudio se dejó convencer y decidió parar. Puso el freno de mano y sin apagar el motor abrió la puerta y le cambió el sitio a Ale.
—Bien: este es el volante, y los pedales que tienes a los pies son el freno, el embrague y el acelerador. El freno está en el centro, a la derecha está el acelerador, y a la izquierda, el embrague. Y esta es la palanca de cambios.
—¡Uf! ¡Oye, que todo eso lo sé! ¡Te recuerdo que me he sacado el carnet, aunque a todos parece sorprenderos! Lo único que tienes que hacer es darme clases prácticas.
Claudio comprendió las intenciones de Ale y se apresuró a quitar la llave del salpicadero, temiendo que arrancase sin su permiso.
—Puede que haya un detalle que todavía no te he aclarado: si quieres usar mi coche, se hace como digo yo o te olvidas. ¿Entendido? ¡Venga, repite lo que te acabo de explicar!
—¡Qué coñazo! ¿Desde cuándo eres un maestrillo? ¡Dame esa llave y no jodas!
Con un gesto veloz del brazo, Ale le arrancó de la mano la llave a su amigo, la introdujo, la giró y el coche se puso en marcha. Empezó a acelerar, pero no pasó nada.
—A este coche le pasa algo… fíjate: acelero, pero como si nada, lo único que hace es gastar el depósito de gasolina. ¡Deberías llevar este trasto a un buen mecánico, o puede que te cueste menos desguazarlo!
—¡Mira que eres tonto! ¡Francamente no sé qué hago aquí perdiendo el tiempo contigo! ¡No lo intentes más, eres un negado! ¡Déjalo: ve en bicicleta, a lo mejor la sabes llevar!
—Oye… ¿qué culpa tengo yo de que el coche no funcione?
Claudio se tapó la boca con las manos haciendo embudo.
—¡Imbécil! ¡Si quieres que el coche se mueva tienes que quitar el freno de mano! ¡Idiota! ¡Eso lo saben hasta los niños de parvulario! ¿Dónde encontraste el carnet? ¿En un huevo de pascua o en una bolsa de patatas fritas?
Ale apagó el motor y bajó la mirada hacia la palanca del freno.
—¡Solo tenías que decirlo! Seguro que a ti, que eres un piloto profesional, estas cosas no te pasan, pero es la primera vez que me pongo al volante después de mucho tiempo.
—¡Claro, hombre! Tú tienes razón, ¿de acuerdo? ¿Ahora me vas a hacer caso? Ya es tarde, y si es verdad que quieres aprender a conducir de manera decente hoy mismo, más vale que nos demos prisa.
Ale asintió y esbozó una sonrisita irónica.
—Vale… te escucho, jefe.
Claudio se esmeró en enseñar a su amigo a conducir. Pero, en los meses que llevaba sin coger un volante, Ale se había olvidado de lo poco que había aprendido en la autoescuela. En efecto, en cuanto avanzaba unos pocos metros, el coche se apagaba. Pasada una hora de explicaciones seguían aún en el punto de partida.
—¡Qué pesadez! ¡Un mono al volante lo haría mejor que tú! ¿Cuántas veces tengo que repetirte que no debes soltar el embrague tan bruscamente? Y me debes el dinero de la gasolina; fíjate: me he quedado casi sin una gota por tu culpa.
Ale intentó por enésima vez avanzar y por fin consiguió recorrer un buen trecho de carretera sin que el coche se parase.
—¿Has visto? Solo tengo que ganar confianza con este cacharro… ¡ahora voy como el viento!
—Claro, un as…
—¡Fíjate!
Llevado por la euforia, Ale aceleró al tiempo que cambiaba de marchas. Cuando vio que ponía quinta, Claudio empezó a preocuparse seriamente.
—¡Oye, ve despacio, que no eres Schumacher!
—¿Qué pasa? ¿Te molesta que el alumno supere al maestro?
—¿Qué dices? Solo estoy preocupado por la integridad de mi coche y de mi persona.
Ale se volvió hacia su amigo.
—¿Qué problema hay? Aquí no hay muros contra los que me pueda estrellar. Tu pieza de museo y tú no corréis el menor peligro.
—Pero ¿qué haces? ¡Mira la carretera mientras hablas conmigo, idiota!
Ale miró de nuevo al frente y delante de él se materializó un cartel en el que ponía PELIGRO.
—Reduce, ¿no has visto esa señal? —exclamó Claudio preocupado.
—¡Memo! ¿No has visto que estaba todo oxidado? A saber desde hace cuántos siglos está ahí. ¡Mira que eres ingenuo! O será que ya no sabes qué inventarte para que reduzca… Lo siento, pero debes reconocer que lo hago mucho mejor que tú.
—¡Aleee! ¡Te he dicho que no apartes la vista de la carretera! ¡Ale, rápido, reduce!
La advertencia de Claudio no pudo impedir que el pobre 127 se estrellase primero contra una barrera de contención, y que acabase luego metido en un foso cavado por los obreros que estaban reestructurando el antiguo aeropuerto. Afortunadamente, los dos muchachos salieron con cardenales y magulladuras sin gravedad, pero el coche estaba medio destrozado. El parachoques delantero se había partido, los faros se habían hecho añicos y el capó se había aplastado como un acordeón, estropeando buena parte del motor y de la carrocería. El parabrisas, además, se había hecho completamente trizas. En una palabra, ahora el coche sí que estaba para el desguace.
Tras salir del habitáculo por la ventanilla trasera, Claudio no hizo nada por ayudar a Ale, que se había quedado bloqueado dentro. Rodeó el coche y, cuando se percató del estado en que había quedado, se cayó al suelo desmayado.