23

Una vez en casa, Ale se sentó a su escritorio con los codos sobre el tablero y la cabeza entre las manos, sin saber qué hacer. ¿Estaba bien invitar a Silvia a la fiesta? ¿Qué diría Ylenia si llegaba a enterarse? Seguramente no habría nadie que la conociera, de modo que nadie podría contárselo, aparte de la propia Silvia y de Claudio, pero, hasta donde él sabía, las dos chicas no eran amigas y Claudio nunca lo traicionaría. A lo mejor era una manera de darle celos, así por fin sacaría a relucir sus auténticos sentimientos.

Había otro gran problema: ¿qué hacer si Silvia no aceptaba? Al final, Claudio tenía razón: era la más guapa del instituto, no resultaba nada fácil invitarla a salir, y él seguramente tenía poquísimas esperanzas. Esa tarde, en parte movido por la rabia que sentía contra Ylenia y por la provocación de Claudio, se había dejado arrastrar y se había convencido de que podía conseguirlo, pero ahora estaba delante del teléfono sin decidirse a llamarla.

«¡Basta! ¡O todo o nada! Me pongo en manos del destino, no puedo hacer otra cosa, que decida por mí». Cogió el auricular, marcó el número y esperó a que alguien contestase.

—¿Diga?

—Sí… ejem… ¡hola, soy Ale!

—¡Ah, hola!

—Te estarás preguntando por qué te llamo… Bueno, verás, como resulta que el hermano de Claudio ha organizado una fiesta en su casa, he pensado preguntarte si te apetecía venir conmigo…

—¿Quieres invitarme a la fiesta? ¿Y para hacer qué?

—¿Cómo que para hacer qué? Para divertirnos un poco, ¿no?

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo nos divertiremos un poco?

—Pues bailando, bromeando, lo que se hace siempre en las fiestas; oye, pero ¿por qué me preguntas eso? ¿Es que pasa algo?

—A lo mejor; verás, no soy Silvia, sino su madre…

Tras oír esas palabras, Ale sintió que se moría, y mentalmente imprecó, pero se recuperó a tiempo.

—Le pido disculpas, señora. ¿Podría hablar con Silvia, por favor?

—Ahora la llamo. De todas formas, conviene que sepas algo…

—¿Qué? ¡Dígame!

—¡Si acepta tu invitación, quiero que me la devuelvas tal y como te la doy, te va en ello la vida!

—Sí, desde luego, descuide, se la devolveré entera, no tenía la menor intención de…

—Ya, ya, qué buen chico… ¡Silviaaa, al teléfono!

Ale se había quedado muy impresionado con aquella mujer. Su voz sonaba juvenil, pero a la vez era mordaz y desconfiada.

—Menudo carácter —resopló, creyendo que ya no estaba al teléfono.

Pero, para su mala suerte, al otro lado de la línea, la mujer, aún más mordaz, le preguntó:

—¿Tienes algún problema?

—¡No, no, en absoluto! ¡Hablaba con mi abuela!

—Ah, ya me parecía que había oído mal… Te pongo con mi hija… —concluyó la mujer, y mientras el auricular pasaba de la oreja de la madre al de la hija, Ale alcanzó a oír cómo aquella le decía a esta que tuviera cuidado, porque el que estaba al teléfono era un ligón.

—¡Qué dices, mamá, calla! —exclamó Silvia mientras se acercaba el auricular a la boca.

—¿Diga?

—¿Silvia? ¿Eres tú?

—¡Sí, soy yo, tranquilo! —La muchacha rompió a reír—. Mi madre se ha marchado. Pero ¿quién eres?

—Soy Ale.

—¡Ah, Ale, hola!

—Simpática, tu madre…

—Supongo que te habrá torturado, como suele hacer.

—¡No, no! Solo me ha hecho alguna pregunta, pero estoy acostumbrado. Mi abuela hace lo mismo, es muy agobiante…

Tras contar esa mentira, Ale pensó en su abuela, quien desde hacía años no hacía sino rezar a la Virgen, sin cruzar una palabra con los demás.

—¿En serio? Creía que tu abuela no tenía muy buena salud. Fíjate las cosas que se inventa la gente…

—Ah… pues sí… claro, claro…

—Y bien, ¿a qué debo el honor de tu llamada?

—Bueno, verás, quería decirte que…

—¿Sí? Dime.

—Yo… quería decirte…

—¿Sí?

—Bueno, verás…

—¿Qué querías decirme? ¡Venga, habla!

—Quería decirte que ya no me acuerdo de lo que quería decirte…

—¡Qué gracioso eres!

Silvia rompió a reír de nuevo. En ese momento tenía el corazón en un puño y no le importaba cuál era el motivo de la llamada. Solo le importaba que él quisiese hablar con ella.

—Ah, sí, ahora me acuerdo. He llamado para decirte que esta noche hay una fiesta en casa de Claudio, y me preguntaba si te apetecería… En fin, que me gustaría… —Ale no se atrevía a terminar la frase por miedo a que la chica le respondiese mal.

—¿Qué te gustaría? ¿Te has olvidado de lo que querías decir?

—No, no, pues… ¡me gustaría que vinieras conmigo! ¡Me encantaría invitarte, eso es!

—¡Vale!

Ale no daba crédito a sus oídos. No podía ser tan fácil, Silvia era deseada por todos y los rechazaba a todos… No podía ser…

—¿En serio? ¿Estás segura?

—Sí, en serio, claro que estoy segura, ¿por qué preguntas eso? ¿Y por qué estás tan sorprendido?

—Porque no me lo esperaba, ya que al noventa y nueve por ciento de los chicos del instituto que te han invitado a salir les has dicho que no.

—¡Eso significa que me interesaba solo el uno por ciento que faltaba! Ahora perdona, pero debo dejarte, tengo mucho que hacer. Entonces, te espero esta noche. ¿Vendrás en coche, supongo?

Tras esa pregunta, Ale se sintió como petrificado: ese sí que era un gran problema…

—Ale… ¿sigues ahí? ¿Es que hay algún problema?

—No, no, no hay ningún problema…

—Entonces, ¿nos vemos esta noche?

—¡Sí, a las nueve estaré en tu casa! ¡Hasta luego!

—¡Hasta esta noche!

Una vez terminada la conversación, Ale se sintió peor que antes. Ante todo, todavía no sabía conducir muy bien, y encima ni siquiera tenía coche…

Se asomó por la ventana y vio que su padre acababa de volver del autolavado. Al menos, un problema estaba resuelto. No sería fácil coger el coche a escondidas, pero de todas formas debía hacerlo. Lo que no podía hacer era echarse atrás.

—¡Ahora tengo que encontrar a alguien que me enseñe a conducir bien en un par de horas! —exclamó el muchacho rascándose la cabeza. Hasta que, de repente, se le ocurrió quién era la persona idónea: Claudio.

Ale fue corriendo al garaje y sacó su scooter, una Piaggio Si muy vieja y destartalada, que usaba únicamente en casos de emergencia. Montó y, sin atarse el casco siquiera, salió hacia casa de Claudio. Como por suerte la casa de su amigo no quedaba lejos de la suya, tardó pocos minutos en llegar. Una vez allí, aparcó la scooter, llamó al timbre y unos segundos después apareció la madre de Claudio.

—Buenos días, señora.

—Hola, Ale, ¿qué haces por aquí?

—He venido a buscar a Claudio.

—Claudio no está, me ha dicho que se iba a estudiar.

Ale se quedó asombrado.

—¿A estudiar? ¿Y dónde?

—¡Me ha dicho que se iba a tu casa, pero por lo que parece me ha mentido!

—¿A mi casa?

Ale guardó silencio unos segundos. Se dio cuenta de que con esa visita por sorpresa había puesto en aprietos a su amigo y quería encontrar una solución. Así que improvisó sobre la marcha.

—¡Ah, sí, claro! ¡Ahora sé lo que ha pasado! Pues sí, habíamos quedado en mi casa, pero me he olvidado y he salido. Seguramente, Claudio estará esperándome delante de casa, más vale que vaya a buscarlo. Así que adiós, señora, y mil gracias…

Sin darle tiempo a replicar, Ale montó en su scooter y se precipitó a la ciudad.

¿Dónde podía estar Claudio en ese momento? Pensó un poco y enseguida se le ocurrió un sitio: seguramente lo encontraría jugando una de las tragaperras de la sala de juegos del centro. Se dirigió directamente hacia allí y encontró aparcado su coche. Por suerte, había pensado bien. Cuando entró, Claudio estaba pegado a la pantalla. Encima estaba muy tenso, porque ya había perdido una gran cantidad de dinero y esa era la jugada decisiva: o lo perdía todo o ganaba una suma gorda de dinero.

Ale lo agarró por la solapa del polo, obligándolo a bajar del taburete.

—¿Quieres salir de ahí?

—¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco?

—¡Cuando le digas a tu madre que estás en mi casa, lo menos que puedes hacer es avisarme si no quieres que te meta en líos! Y otra cosa, ¿qué haces aquí si nunca ganas? ¡Solo vienes a tirar el dinero!

—Estaba haciendo mi última jugada.

—¡Para ya! —lo regañó Ale—. ¿No te da vergüenza? Tu padre se sacrifica para sacar adelante a la familia, y tú vienes aquí a despilfarrar.

—Oye, ¿qué te pasa? ¿Desde cuándo eres filósofo?

En ese preciso instante, la máquina tragaperras empezó a sonar con estruendo: una cascada de monedas tintineaban al caer en la bandeja. Claudio había ganado. En pocos minutos, sin embargo, el grupito de gente que se amontonaba alrededor ya había asaltado la bandeja y había huido: al pobre muchacho solo le quedaban unas monedas.

Desconcertado, Claudio miró a su amigo a los ojos, sin saber si asestarle un puñetazo en la cara o si darle una patada en los mismísimos.

—¿Lo ves? ¡Por tu culpa se han llevado todo mi dinero! ¿Y ahora quién me lo va a dar? ¡Gilipollas!

Bastante abochornado por la situación, Ale trató de disculparse.

—¡Lo siento, no lo he hecho a propósito! Pero ahora estamos a la par: hace poco te he salvado el culo diciéndole a tu madre que muy probablemente me estabas esperando en mi casa…

—¡Que te den! ¡Con la cantidad que había ahí, y lo he perdido todo! ¿Y se puede saber por qué me estás buscando? ¿Qué diablos quieres?

—Necesito que me eches un cable. Tengo que practicar un poco… Con el coche, quiero decir. No sé si soy capaz de conducir.

—¿Y has venido hasta aquí a joderme solo porque quieres que te enseñe a conducir? ¿Qué pasa, que tu adorada Ylenia ya se ha cansado de andar?

—¿Qué pinta en esto Ylenia? ¿Es que tienes que meterla en todo? Anda, es muy importante, hazme este favor. Además, tampoco tienes que enseñarme, solo tienes que comprobar que recuerdo cómo se hace, nada más.

A pesar de todo, Claudio quería mucho a Ale y, tras hacerse de rogar todavía un poco, decidió echarle una mano a su mejor amigo.

Lo que más lo empujó a olvidar lo de la máquina tragaperras era la certeza de que esa tarde, con Ale haciendo prácticas de conducción, iba a ser realmente divertida. Al menos se echaría unas buenas risas.