Giorgio Luciani estaba realmente preocupado. Había pasado un mes desde que había regresado con su familia a Italia y todavía no había resuelto la situación de su hija. El tiempo empezaba a apremiar, ya estaban a principios de marzo y parecía imposible encontrar un corazón para Ylenia. O mejor dicho, había consultado a especialistas y en los mejores hospitales toscanos, pero las listas de espera eran largas y no había forma de acelerar los tiempos. Por suerte, Ylenia al menos estaba tranquila. Pasaba mucho rato con Ale o con Virginia. En el instituto se las arreglaba bien, y la nueva ciudad tenía mucho que ofrecerle. A lo mejor por los aires nuevos, o por la despreocupación con que vivía aquellos días, no había tenido más crisis después de la que había sufrido recién llegada a Italia.
Ylenia empezaba ya a hacer planes para el verano y a pedir a sus padres permisos para ir de excursión y de viaje con sus amigos. Al oírla hablar tan ilusionada se le encogía el corazón pensando que quizá no llegaría siquiera a ver el verano.
—Giorgio, ¿Ylenia no ha vuelto aún?
La pregunta de Ambra lo sacó de sus pensamientos. Su mujer estaba un poco inquieta porque su hija no solía llegar tarde sin avisar.
—No te preocupes, querida, ha dicho que esta noche iba a llegar un poco tarde. Además, está aquí al lado, en casa de Virginia, ¿qué puede pasarle?
—No lo sé, estoy angustiada, ¡hoy me ha dicho que tenía dolores aquí! —dijo señalándose con el dedo debajo del pecho, a la izquierda.
—¿Ahí? —preguntó Giorgio señalándose en el mismo sitio y empalideciendo.
—Sí, en el corazón. Ojalá no sea nada preocupante. Le he dicho que descanse un poco, es tan débil… Quizá, por nuestro afán de que lleve una vida normal y de que no se sienta diferente de los chicos de su edad, estamos subestimando su enfermedad. Porque lo cierto es que, desgraciadamente, nuestra hija está enferma.
De repente Giorgio Luciano se sintió desfallecer. Se le cayó el periódico de las manos y empezó a sollozar.
En ese momento, en casa de Virginia, Ylenia le estaba confiando a su amiga sus sentimientos por Ale. Ambas evaluaban los detalles de la situación. Ylenia quería saber si debía seguir dedicándole gran parte de sus pensamientos, o bien concentrar sus energías en el estudio.
Esa tarde Ale y ella habían quedado para estudiar juntos, cosa que ya ocurría a menudo. Desde que Ylenia había entrado en su vida, Ale había cambiado mucho. Se esforzaba en el instituto, se cuidaba más, era más ordenado, pasaba menos tiempo con Claudio y había abandonado algunas malas costumbres.
Ylenia, por su parte, agradecía las atenciones que le prodigaba. Hasta un ciego habría advertido lo colado que estaba por ella. Ale, sin embargo, había aprendido a cortejarla con elegancia, a no pretender nada y a conformarse con las sonrisas que esta le dedicaba, sin pedir nada a cambio.
—¡Mira qué ricura! —Ylenia sacó de la mochila una jirafa de peluche, con guantes de boxeo, despeinada y con los ojos negros a causa de un puñetazo.
Virginia la cogió para mirarla mejor.
—Si tú lo dices… ¡a mí me parece espantoso!
—Me lo ha regalado Ale —prosiguió Ylenia ruborizándose.
—No me cabía la menor duda.
—Te explico. Me lo ha regalado porque hoy se cumple un mes desde el día que nos conocimos, y la primera vez que lo vi me arrolló en el pasillo y tenía más o menos estas pintas…
—¿En serio? ¡Menudo espectáculo! ¿Puede saberse por qué tenía esas pintas? ¿Es que boxea?
—¿Quién, él? ¡Qué dices, con esos brazos raquíticos! —Ylenia rompió a reír; luego miró mejor el peluche—. ¿Por qué crees que ha elegido una jirafa como animal que lo representa?
—Y yo qué sé, todavía no me lo has presentado… —Virginia le devolvió el peluche.
—Es verdad, pero yo no tengo la culpa de que no se haya dado la ocasión.
—¡Ya, claro! Excusas. ¡Lo que yo creo es que tienes miedo de que se quede deslumbrado por mi belleza!
Virginia empezó a poner caritas, e Ylenia rompió a reír.
—¡Oye, felicidades! ¡Debo decir que eres la modestia personificada! De todas formas, entérate de que él solo tiene ojos para mí…
—Y eso te encanta. ¿Reconoces que te molestaría que se enamorase de otra?
—No.
Ylenia no estaba muy convencida y Virginia resopló.
—¡Mira que de nada te vale mentirme! Bueno, ¿por qué llevaba esas pintas?
—Nunca me lo ha querido decir. Se lo he preguntado varias veces, pero dice que le avergüenza mucho contármelo. Cosas suyas…
—¡Ya, claro! ¡Cosas suyas! Estoy segura de que te mueres de ganas de saberlo.
—No, por Dios. Aunque te diré una cosa, nos conocemos desde hace poco y es como si lo conociese de toda la vida. Estoy bien con él, me encanta haberlo conocido.
Ylenia tenía una mirada ensoñadora mientras le abría su corazón a su amiga y evocaba todas las tardes hermosas que había pasado con Ale, con sus atenciones y sus mimos.
—¡Tendrías que verte la cara! ¡Parece que llevas escrito en la frente que te gusta!
Ylenia, abochornada como una niña a la que han pillado robando caramelos, escondió la cara roja entre las manos y sacudió la cabeza.
—¡Anda! ¡A mí no me tomas el pelo! Oye, si te gusta tanto, ¿por qué no se lo dices? —preguntó Virginia sonriendo.
Ylenia trató de sincerarse con su amiga: a veces era un poco pesada, pero seguía siendo una gran amiga, de esas a las que siempre perdonas, incluso cuando te hacen perder los nervios.
—No lo sé, no puedo. Después de lo que me pasó en Colombia, ya no soy capaz de confiar en nadie.
Virginia la miró con cariño e hizo una mueca graciosa.
—¿Tampoco en mí?
—Anda, no bromees, en serio, me espanta que pueda acabar mal, que las cosas se compliquen y entonces perderlo todo, hasta su amistad, porque eso no lo soportaría. No creo que pueda prescindir de él… —Y tras decir eso le dio un golpecito con la jirafa que sostenía entre las manos.
—¡Cariño, estás perdidamente enamorada!
Ylenia negó con la cabeza.
—No, te equivocas, no creo que esté enamorada. Nunca podría enamorarme de él.
—¿Y por qué?
—Porque estoy convencida de que en el fondo es un cabrón con las chicas: la mayoría de mis compañeras me lo repiten desde el primer día que fui a clase.
—Bueno, pero a lo mejor ha cambiado.
—¿Y si no ha cambiado?
—¿No te apetece correr el riesgo?
—¡No, créeme, siempre recelaría de él, estaría paranoica! Además, no tengo ganas de empezar una nueva relación, todavía es demasiado pronto.
—¿Y eso por qué? Al menos inténtalo. ¿No me dirás que todavía piensas en ese capullo?
—A veces.
—¡No me lo puedo creer!
—¡Bueno, vale! No, no pienso en él, pero…
—¡No hay peros que valgan! Puedes hacer dos cosas: o te lanzas, y que salga lo que tenga que salir, o le aclaras las cosas y le dices que se olvide.
—¿Y si desaparece? Le tengo mucho cariño, es un amigo, eso es todo…
—¡Si no haces nada, te estarás portando como una egoísta! ¡Él lo está pasando mal, créeme!
—Lo sé. Hoy, por ejemplo, ha habido un momento en el que me ha parecido que quería besarme. —Ylenia enrojeció de solo pensarlo.
—¿En serio? ¿Y tú?
—Pues eso, al principio estaba tentada, pero luego lo he evitado. He tenido una reacción rara, yo misma no sé decirte por qué. Me he enfadado, le he soltado una bofetada y me he ido corriendo, llamándolo cerdo a gritos. ¡Mira que soy idiota!
Virginia se asombró.
—Pero ¿por qué?
—De verdad que no lo sé, créeme, es lo que me ha salido. Mañana le pediré disculpas.
—Creo que es lo que tienes que hacer. Si quieres un consejo, no dejes que se te escape. Si se tira mucho de la cuerda, tarde o temprano se rompe, y él podría hartarse de tus continuos rechazos. Y te digo otra cosa por experiencia personal: en estos tiempos es difícil encontrar a un chico tan mono y amable y que esté tan pendiente de una sin pedir nada a cambio. Pero, sobre todo, no es fácil encontrar a un chico que haga que te sientas bien.
Ylenia no respondió, solo se ruborizó y sonrió.
—¿Quieres saber la verdad? ¡Te derrites por él! Lo único que te pasa es que te da miedo reconocerlo.
Ylenia se ruborizó de nuevo.
—A lo mejor tienes razón.
—¿Qué has dicho?
—Nada…
—¡Oye, que te he oído!
—Pues, ¿por qué preguntas?
—Solo quería estar segura.
—¡Uf!
—En lugar de resoplar, muévete y dile lo que sientes.
—Ya veremos.
—Pero ¿por qué eres tan cabezota? ¿Sabes cómo acabará esto? Perderás a ese chico. ¡Cuando por fin te atrevas a confesarle tus sentimientos, ya será demasiado tarde, porque él habrá encontrado a otra, una que lo merezca más que tú!
—Gracias, ¿eh? ¡Eres una gran amiga!
—Oye, es lo que pienso.
—Pues ojalá te equivoques…
—Sí, ojalá, pero ojo, que rara vez me equivoco.
—¡Menuda suerte me vas a dar!
—¡No trates de echarme la culpa! ¡Tú y tu testarudez sois las únicas culpables! ¡Además, yo solo puedo dar buena suerte! ¡Algún día, cuando seáis una parejita felizmente casada, me lo agradecerás!
—Sí, claro…
—¿Quieres hacerme caso al menos una vez? ¡Mira que, si no te decides, me voy a tomar en serio lo que te he dicho antes!
Ylenia no respondió. Virginia echó un vistazo rápido al reloj que había colgado en la pared.
—Oye, será mejor que te marches, tu madre estará preocupada.
—¡Sí, mamá! ¡No sé cuál de las dos es peor, la madre adoptada o la madre verdadera!
—¿Y tú por qué no creces un poco, así ya no necesitarás dos madres? Y ahora venga, te acompaño…
—No hace falta, conozco perfectamente el camino. Saluda a tu hermano de mi parte cuando lo veas. Parece que desaparece a propósito cuando estoy yo…
—¡Sí, anda! Está siempre en el trabajo. De todas formas, le saludaré de tu parte. Buenas noches.
—Buenas noches.
Las dos amigas se dieron un beso en la mejilla; luego Ylenia se fue a su casa.
Mientras iba por el camino sacó del bolsillo el móvil y mandó un SMS: «¡Es inútil que lo intentes, porque contigo seguramente no querría ligar! De todas formas, gracias por los consejos, mami. ¡Mañana hablaré con Ale!».
A los pocos segundos llegó la respuesta: «¡Víbora, sabes que nunca haría nada que pudiera herirte! ¡Y no me empeñaría tanto en darte la tabarra si no quisiera lo mejor para ti! ¡Dulces sueños!».
Acababa de subir los escalones de su casa cuando oyó que el móvil sonaba de nuevo: «Y otra cosa, ¡sí que querría ligar conmigo! ¡Puedes estar segura!».
Esa era Virginia, odiosa como solo ella sabía ser a veces. No le respondió, y se guardó el móvil en el bolsillo trasero de los vaqueros. Durante un instante la asaltaron muchas dudas. No, desde luego no era el tipo de chica que le iba a Ale. Estaba segura. O más o menos segura. De todas formas, nunca podrían enamorarse. Pero, de todas formas, más valía prevenir que curar. ¡También confiaba en Ashley ciegamente y había hecho muy mal! Lo mejor era que se conocieran lo más tarde posible. No habría soportado otra puñalada trapera. Si Virginia fuese solo menos, menos… Era mejor dejarlo.
Se encogió de hombros e introdujo la llave en la cerradura. Cuando cerró la puerta, advirtió que sus padres estaban discutiendo acaloradamente en el salón. Para no molestar, se quedó en el vestíbulo, sin ser vista. Oyó que el padre sollozaba y se asustó, no podía imaginarse qué estaba pasando. Mil pensamientos empezaron a pasársele por la cabeza: «¿No será que mis padres se quieren divorciar? ¿No será que nos hemos arruinado?». Se acercó para oír mejor lo que estaban diciendo.
—¿Qué te pasa, Giorgio? ¿Te encuentras mal?
—¡Ambra, tengo que contarte algo terrible! ¡No puedo seguir guardándome este secreto!
Ylenia estaba en el umbral del salón.
—Verás, la verdad es que no nos hemos trasladado a Italia por mi trabajo, sino por un motivo mucho más serio…
—¿Qué estás tratando de decirme?
—Escúchame, Ambra, tienes que ser fuerte, tienes que serlo por nuestra niña, porque ella ahora nos necesita, porque ella… verás, ella está…
Presa del pánico, Ylenia decidió aparecer y pedir explicaciones.
—¿Estoy qué, papá? ¿Qué? ¡Habla, por Dios! ¿Qué me está pasando?
Ylenia rompió a llorar. Hacía tiempo que sospechaba que su padre le ocultaba algo, y ahora tenía la certeza.
—Ylenia, ¿qué haces aquí? ¿Cuándo has llegado? —Ambra estaba sorprendida de no haberla oído.
Giorgio lloraba como un chiquillo, pero al ver a su hija trató de contenerse. Salió a su encuentro y la abrazó.
—¡Todo va bien, pequeña, todo va bien! ¡Nosotros te salvaremos! ¡Mamá y yo te salvaremos! No quería que lo supieras así, te lo juro, es lo último que hubiera querido, yo… —No pudo terminar la frase, porque le sobrevino otro ataque de llanto.
Ambra levantó la voz.
—Oye, ¿quieres decirme qué pasa? ¿Qué es lo que nos ocultas? ¡Dímelo, venga! ¡Habla! ¡Así me estás matando!
—Sentaos, por favor, sentaos aquí… —dijo Giorgio; luego se dirigió a su mujer—. ¿Te acuerdas de ese especialista que me aconsejó mi colega, el doctor Kovacic?
Ambra asintió.
—Bueno, verás, fui a su consulta unos días antes de nuestra partida y me dijo que el corazón de nuestra hija está muy afectado, y que precisa un trasplante; si no ella…
—¿Moriré? ¿Voy a morir, papá? ¿Eso es lo que estás tratando de decir? Me estoy muriendo, ¿no es eso? —Ylenia comenzó a dar puñetazos contra el sofá desesperada.
—¡No es posible! Tiene que haber un error, es imposible, dijiste que no debíamos preocuparnos, que todo saldría bien, dijiste… —Ambra estaba muy alterada, no podía creerse lo que había oído, no podía dejar de temblar, la verdad la había dejado consternada—. ¿Por qué nos lo has ocultado, por qué? ¿Cómo has podido? ¡Teníamos derecho a saberlo, debíamos saberlo! —Y tras decir eso empezó a asestar puñetazos en el brazo de su marido—. ¡Tendrías que habérnoslo dicho, tendrías que habérnoslo dicho enseguida! ¿Cómo has podido? —Pero no pudo continuar porque sus palabras se ahogaron con los sollozos.
—Lo siento, cariño, lo siento, no sabía qué hacer. ¡Pero ya verás cómo todo esto se arregla, ya lo verás! El médico me dio una esperanza, me dijo que puede intentarse un trasplante, y por eso hemos venido a Italia, porque hay muchos donantes, y, como Ylenia nació aquí, tiene preferencia en la lista de espera, ¿comprendes?
Ni Ambra, ni aún menos Ylenia, podían entender en ese momento nada de lo que decía Giorgio. Las dos estaban demasiado alteradas y destrozadas por el dolor.
—¿Cuánto tiempo me queda de vida? —preguntó al fin Ylenia con un hilo de voz.
—Oh, cariño, eso no tiene importancia, ya verás, vas a vivir mucho tiempo, tendrás un corazón nuevo, y todo saldrá bien.
Ylenia interrumpió a su padre, gritando entre lágrimas:
—¡Dímelo! ¡Quiero saberlo! ¡Tengo derecho a saberlo! ¡Debes decírmelo!
En cuanto Giorgio confesó que solo le quedaban unos meses de vida, Ylenia se fue corriendo a su habitación, en la que se encerró dando un portazo.
—¿Por qué, Giorgio, por qué precisamente a ella? ¡Es tan joven! ¿Por qué precisamente a ella?, no es justo —logró decir Ambra con un hilo de voz.
Giorgio abrazó a su mujer, pero en ese momento oyeron que Ylenia bajaba jadeando las escaleras. Estaba sufriendo una de sus crisis, tenía hiperventilación y no podía respirar. Trataba de pedir ayuda, pero la respiración demasiado agitada no se lo permitía. Tenía los brazos apretados contra el pecho, le parecía que mil cuchillos le atravesaban los pulmones. Sentía un dolor agudo y las piernas le flaqueaban.
Giorgio y Ambra recuperaron la calma y la lucidez habituales, y en poco tiempo lograron controlar la crisis, tranquilizar a Ylenia y normalizar su respiración. Mientras Giorgio la cogía en brazos para tumbarla en el sofá, Ambra fue a la cocina a por una bolsa de papel, se la acercó a la boca y le tapó la nariz, le hizo respirar dentro y pocos minutos después la situación había vuelto a la normalidad. Luego la acompañó a su habitación para que descansara un poco. Pasados unos minutos, Giorgio también subió. Se sentó en la cama, al lado de su hija, le cogió una mano y comenzó a pedirle disculpas.
—¡Lo siento, pequeña, lo siento! ¡Sé que tendría que haber sido sincero contigo, de verdad que lo siento! ¿Podrás perdonarme?
Ylenia volvió la cabeza hacia el otro lado. En ese preciso instante sonó el teléfono. Ambra se levantó y fue a su dormitorio para responder; luego volvió con el inalámbrico y se lo tendió a su hija.
—Cariño, es Ale, quiere hablar contigo. Dice que tienes el móvil apagado.
Ylenia, aún demasiado consternada, gritó entre lágrimas:
—¡Dejadme en paz todos, no quiero hablar con nadie! ¡Dile que me deje en paz!
Ambra volvió a la habitación de al lado y un poco violenta dijo que Ylenia tenía mucho que hacer y que no podía ponerse al teléfono. Pero Ale había oído los gritos de la muchacha al otro lado de la línea y se había quedado turbado. Sin duda, no podía imaginarse lo que estaba ocurriendo en esa casa, por eso atribuyó la extraña actitud de Ylenia al beso que le había tratado de arrancar por la tarde.
«¡Soy un idiota! —se dijo tras colgar el teléfono—. ¡No soy más que un idiota! ¡Lo he estropeado todo, como siempre! ¡Yo con mi puñetera prisa! Es que no podía esperarme un poco más… ¡Ahora le he confirmado sus sospechas sobre mí y no querrá volver a verme! ¡Ahora pensará que soy un mal bicho! ¡Soy un gilipollas!»
Se tumbó en la cama con la cabeza entre las manos, pero, pasados los primeros momentos de desconsuelo, la rabia reemplazó a la angustia: en el fondo no había hecho nada tan malo. Es normal que si a un chico le gusta una chica tenga ganas de besarla. Era ella quien había tenido una reacción desmedida: le había dado una bofetada que no se merecía, le había gritado que era un cerdo y se había ido corriendo, y ahora no quería ni hablarle por teléfono. No, eso no era en absoluto justo. A lo mejor era demasiado mimada y presuntuosa. ¿Qué se esperaba, que la estuviera persiguiendo toda la vida, hasta que se la llevara un hijo de papá, con un cochazo de gran cilindrada y también una moto a las excursiones de verano? Y pensar que había cambiado un montón por ella, hasta había descuidado a su mejor amigo para hacerla feliz, pero quizá ni siquiera se había dado cuenta.
«No. Ya basta. ¡Desde mañana volveré a ser el Ale de siempre! ¡Y si quiere, puede venir ella a pedirme perdón; si no se acabó, estoy harto de ser su esclavito, estoy harto de esperar a que se decida! ¡No se lo merece!»
Decidido a borrar a Ylenia de su corazón, se levantó, rebuscó en la mochila y tiró a la papelera una pinza para el pelo que ella se había dejado una vez en clase y que él había recogido pero nunca entregado a su dueña, encantado de tener algo que conservase su aroma. Hizo lo mismo con un CD que le había prestado. Cogió luego los cuadernos con sus apuntes y los juntó con los otros, con el firme propósito de devolvérselos al día siguiente, porque, total, ya no los iba a necesitar, le tenía sin cuidado catear el curso. Y si su padre lo mandaba a trabajar, aún mejor, porque así ya no volvería a ver a ciertos profesores coñazo.
«¡Basta! ¡He terminado con ella! ¡Estoy harto! Menudo coñazo. Pues sí, no la aguanto más. Ya me tiene hasta las narices».
Sin duda, no podía imaginarse que Ylenia estaba derramando en su cama ríos de lágrimas, con el cuerpo sacudido por temblores y sollozos. El sueño de un futuro con Ale nunca podría cumplirse porque quizá no llegaría a vivir lo suficiente para hacer los exámenes de selectividad. No digamos, pues, una verdadera relación, una verdadera relación con él.
Como el muchacho tampoco podía suponer que a ella le hubiese encantado que en ese momento la estrechase con fuerza entre sus brazos, que la consolase y que le prometiese que todo iba a salir bien, que vivirían felizmente juntos.
Y aún menos podía saber que ella, entre lágrimas, no podía siquiera recordar las facciones del chico de Bogotá al que había creído amar, porque solamente ahora había descubierto el amor, ahora que su mente y su corazón estaban ocupados por el rostro de Ale. Nunca habría creído que ella, mientras apretaba con fuerza el peluche que le había regalado ese mismo día, había pronunciado entre lágrimas tres palabras: «Ale, te quiero».