—¿Diga?
—¡Hola, Ylenia!
Esa llamada había encendido una pequeña luz dentro de ella…
—¡Hola! ¡Dame un segundo para que cambie de teléfono! —le dijo Ylenia al chico que tomaba clases particulares de italiano con la perspectiva de una futura licenciatura en lenguas, y aprovechaba cualquier momento para practicar con ella.
Y, como en un guión, desde la otra habitación se oyó gritar:
—Cariñooo… ¿Quién llama?
—¡Es para mí, mamá, es Ashley!
Ylenia tapó con una mano el auricular mientras le gritaba a su madre. Un leve rubor le subió a las mejillas. No estaba nada bien mentir a una madre, eso lo sabía, pero no le apetecía explicarle quién estaba al otro lado de la línea, ni que era alguien que estaba esperando pacientemente contarle que había marcado dos goles en el partido de fútbol sala del instituto. Que confiaba en que le creyese. Y que, para celebrarlo, o quizá solo para mitigar la mala conciencia, quería llevarla al muelle a tomar un helado.
—Dale recuerdos de mi parte… y dile que venga a cenar mañana con sus padres. —La voz de su madre se volvía peligrosamente cercana.
—Claro, descuida, se lo diré, no te preocupes.
Ya no hacía falta gritar, dado que su madre había llegado al salón.
—Subo a hablar a mi habitación.
Una sonrisa radiante con treinta y dos dientes, la sonrisa de quien está contando una mentira. Una mentira inocente, es cierto, pero de todas formas una mentira.
—Vale, como prefieras.
La mujer observó con atención a su hija, que corría escaleras arriba, disimulando a su vez una pequeña sonrisa.
Claro, ella también había sido adolescente. Ella también le había escondido a su madre el destinatario de las kilométricas cartas que escribía, es decir, su actual marido.
Un clásico. Seguramente se había dado cuenta. O a lo mejor no, a lo mejor se lo había tragado. Quién sabe. Mira que los padres sí que saben hacerse los misteriosos.
Durante los momentos dedicados al estudio, en el silencio de su pequeña habitación, cuántas páginas había llenado de corazones y de promesas para mandárselas a Giorgio. Ambra rememoró durante un instante las veces que su madre, fingiendo indiferencia, pasaba como sin querer detrás de ella para echar un vistazo furtivo a lo que le escribía a su novio. Rauda, ella tapaba con una mano la hoja y sus palabras de amor secretas, experimentando un bochorno presumiblemente parecido al que acababa de sentir Ylenia.
La mujer esperó a que la chica se hubiese alejado por las escaleras y cogió el otro teléfono inalámbrico. También sus mejillas se tiñeron de rojo, y no era por el colorete. Pero ¿qué estaba haciendo? Espiaba las conversaciones como cuando era una cría y llamaban por teléfono a su hermana…
Se apresuró a colgar y reculó, pensando que llamaría ella misma a la madre de Ashley para esa invitación a cenar. Ashley era la mejor amiga de Ylenia, una amistad única como solo se puede tener a esa edad. Parecían de acuerdo en todo, era una simbiosis casi perfecta; si bien en ese momento indudablemente no era ella quien estaba al teléfono.
Por otro lado, ¿qué esperaba? Su hija tenía un físico bonito, era alta, espigada, morena y de ojos verdes esmeralda. Tenía el pelo muy lacio, recortado sobre los hombros, y un aspecto tan frágil que parecía que fuese a romperse en cualquier momento.
Precisamente por eso su padre Giorgio la llamaba «mi maravillosa muñeca de porcelana»: bonita, dulce y frágil.
Había cambiado en muy poco tiempo. Hasta hacía pocos meses parecía una niña, mientras que ahora, con la lozanía de toda su estupenda belleza, se había convertido en toda una mujer, joven y fascinante. Era normal que tuviese admiradores. ¡Ella también los había tenido a su edad!
Sonriendo ante ese recuerdo de juventud, sacó del bolsillo el móvil para hacer aquella llamada, pero se olvidó en cuanto regresó a la cocina, cuando vio el gran reloj colgado en la pared —odiaba aquel molesto e insistente ruido de agujas—, y se preguntó por qué tardaba tanto su marido. Solía avisar si había tenido algún percance.
Pensó por un momento en llamarlo para asegurarse de que todo estaba bien. Menú. Agenda. ¿Y ahora? ¡Ah, sí!
Los nombres pasaban rápido por la pantalla a color. Por qué insistía tanto su hija en que debía tener un móvil de última generación, con todos los adelantos tecnológicos, si ella a duras penas llegaba a hacer algunas llamadas, muy a menudo sin éxito. No había nada que hacer, nunca se había llevado bien con la tecnología.
Ay, los buenos tiempos de las cartas escritas a mano… Había que reflexionar antes de escribir, se buscaban las palabras más complicadas y ampulosas, las metáforas más atinadas. Iban a parar a la papelera o al suelo montones de hojas hechas una bola después de horas de intentos, mientras las blancas reposaban sobre la mesa, esperando ser escritas.
Pero ahora, con los correos electrónicos y los mensajes, el papel de carta perfumado de lavanda con dibujitos estaba guardado en las estanterías de la memoria.
Apretó con el índice el botón de la izquierda y se acercó el móvil al oído, esperando oír a su marido. Se sorprendió bastante cuando una voz femenina y un poco áspera le informó amablemente de que el teléfono podía estar apagado o fuera de cobertura.
Un vuelco del corazón. ¿Le habría pasado algo? ¿Algo grave? ¡No! Procuró no ponerse nerviosa, ya otras veces le había costado ponerse en contacto con Giorgio. Como una niña, comenzó a remedar la vocecita del teléfono: «El usuario al que ha llamado…». Supuso que lo habrían retenido en la cita de trabajo a la que había tenido que ir esa tarde, de modo que no había motivo de preocupación. Imprevistos así se presentaban con mucha frecuencia en su trabajo, y ella lo sabía perfectamente.
Logró tranquilizarse y se guardó el móvil en el bolsillo; empezó entonces a desmenuzar las patatas y las zanahorias, y a canturrear alegremente uno de sus temas preferidos, como hacía siempre que trajinaba con los fogones.
Ya era casi la hora de cenar cuando su marido entró, pero ella estaba tan atareada y absorta en sus pensamientos que no advirtió que la puerta de la calle se abría y se cerraba, ni que él había entrado en la cocina.
—¡Giorgio! —exclamó en cuanto lo vio—. ¡Por fin! ¡Estaba preocupada! He tratado de llamarte, pero tenías el móvil apagado. La cena está lista. ¿Cómo te ha ido? ¿Te has mojado? ¿Has visto qué tiempo? Menos mal que Ylenia te ha dado el paraguas, porque si no te habrías…
Calló bruscamente al reparar en los ojos hinchados y enrojecidos de su marido y en su aspecto cansado y desconsolado. Había estado tan concentrada en remover el estofado en la cacerola que ni siquiera le había dirigido una mirada.
—Pero… —continuó preocupada y a la vez asustada—. ¿Qué te pasa? ¿Ha ocurrido algo?
Tras secarse las manos en el delantal rojo y azul, se acercó a él y le acarició dulcemente la mejilla helada.
El hombre no respondió. Se quitó el abrigo, dejó el maletín en el suelo y abrazó a su mujer con tal fuerza que casi la asfixia.
—Ahora no, Ambra, te lo ruego —le susurró al oído—. Dile a Ylenia que estoy muy cansado y que quiero descansar. Te espero arriba, después de que cenéis. No tengo hambre. No me apetece comer. Solo quiero estar un rato a solas. Necesito reflexionar.
La señora Luciani se quedó un poco sorprendida. Tuvo la tentación de preguntarle enseguida a su marido qué era lo que pasaba, pero decidió respetar su decisión, limitándose a asentir y a besar a Giorgio, que en silencio subió las escaleras y se encerró en su dormitorio.
Había dado vueltas toda la tarde por la ciudad sin rumbo, en busca de respuestas, en busca del valor necesario, pero sobre todo en busca de alguien que lo pudiese ayudar. En el fondo ya lo sabía. Solo Dios podría hacerlo. Y nadie más. Lo sabía perfectamente. Pero ¿dónde encontrarlo? Él, que tiene tanto que hacer, ¿iba acaso a escuchar las plegarias de un pobre hombre? A lo mejor, quién sabe, podía darle esas respuestas y ese valor. Sin duda, porque Él es Aquel que lo puede todo. A lo mejor, en el silencio de su dormitorio, si se lo pedía, Él lo escuchaba. Qué pena acordarse de Él solo en momentos así. Pero qué le iba a hacer. Tenía que intentarlo. Se entregó a una profunda y larga meditación.
Sin saber bien qué pensar, tras haberlo seguido con la mirada, Ambra recogió las cosas de su marido y las llevó a la entrada. Colgó el abrigo en el perchero, dejó el maletín junto a la mesita de las llaves y metió el paraguas en el paragüero, asombrada de que su marido, habitualmente tan ordenado y meticuloso, lo hubiese dejado goteando en el suelo. Fue inmediatamente a la cocina por un trapo; luego, de vuelta en el vestíbulo, secó el suelo.
Mientras tanto, Ylenia por fin había terminado su charla, ciertamente animada a causa de ese puñetero fútbol sala que le quitaba tanto tiempo, decididamente demasiado. Un fútbol sala que en realidad tenía otro nombre, y encima dos piernas, dos brazos, pelo lacio, rubio y largo, y un corazón que latía furiosamente cada vez que él marcaba un gol dentro de ella. Pero eso, por supuesto, Ylenia no podía saberlo.
Con la cara todavía enfurruñada volvió al salón y se sumergió de nuevo en la lectura de la revista que había dejado en el sofá. Un poco aburrida y desanimada por el mal tiempo y por la típica testarudez masculina, al oír los pasos de su madre en el pasillo la fue a buscar a la entrada, bostezando y arrastrando los pies. Sorprendida de verla arrodillada en el suelo, le preguntó qué estaba haciendo, pero sobre todo a qué hora iban a cenar.
—¡Anda, ven!
Ambra se levantó del suelo, la agarró de la mano y fue hacia la cocina.
—La cena está casi lista. ¿Me ayudas a poner la mesa? ¡Y no camines así, sabes que lo detesto! ¡No es nada elegante!
—¿Así cómo, perdona?
—¡Arrastrando los pies por el suelo, lo sabes perfectamente! Bueno, ¿te encargas tú de poner la mesa?
—¡Uf! ¿Cuándo te decidirás a tener una asistenta? ¡Todas mis compañeras tienen una! ¡Y no creo que precisamente papá no pueda permitírselo!
—¿Y luego qué haría yo todo el día? Me aburriría, ¿no te parece? Te he explicado mil veces que no me gusta tener a nadie en casa a mis órdenes y que me encanta ocuparme de mis cosas. Estoy hecha así. Puede que tú también debas empezar a hacer algo, ya que a duras penas sabes cocer un huevo duro. Ya es hora de que aprendas al menos a cocinar… ¿Cómo te las arreglarás cuando te cases?
—¡Vale! ¡Vale! ¡Descuida, me compraré uno de esos cursos en DVD o lo aprenderé todo de ti una semana antes de la boda! Por ahora queda tiempo, no tienes por qué alarmarte tanto. Cumplí dieciocho años el mes pasado, diría que es inútil vendarse la cabeza antes de rompérsela, ¿no? Y ahora vamos a cenar, por favor. ¡Me muero de hambre! Pero… ¿y papá? ¿Todavía no ha vuelto? He visto sus cosas en la entrada, pero no lo he oído llegar.
—Ha llegado hace poco, pero ha subido al dormitorio porque no se encontraba bien. ¡Con este tiempo y con esta lluvia habrá cogido un buen resfriado!
—Sabía que iba a caer enfermo. ¡De no ser por mí, que le he dado el paraguas, se habría calado hasta los huesos!
—Pues sí, últimamente está un poco despistado. No sé qué le está pasando, puede que estos días esté trabajando más de la cuenta.
Ambra recordó un poco preocupada la expresión de su marido cuando había entrado. Seguramente estaba ocurriendo algo raro.
—¡Pensemos en el lado positivo, esta noche al menos nos libraremos de esos antipáticos concursos con premios que ve él a la hora de la cena! —dijo Ylenia sacando del cajón los cubiertos y colocándolos sobre la mesa.
—Mira que tienes razón, no sé cómo puede gustarle tanto eso. Y es incapaz de perdérselos una sola noche…
—¡Pues sí! ¡Qué coñazo!
Riendo, Ambra le dio a su hija una leve colleja en la nuca, luego cogió la cacerola humeante del fogón y la llevó a la mesa procurando no quemarse.
—Venga, será mejor que cenemos. ¡E intenta evitar esas frases delante de tu padre! Sabes perfectamente lo que piensa de tus coloridas expresiones…
—¡Ay, qué coñazo! ¡Solo he dicho qué coñazo!
Ambra abrió los brazos y elevó los ojos al cielo.
—Pues eso.
—¡Uf, mira que sois anticuados!
Madre e hija se sentaron a la mesa, una riendo y la otra resoplando. Luego Ambra continuó, mientras llenaba los platos de estofado:
—Cuéntame qué has hecho hoy.
—Nada especial… La vida de siempre, las cosas de siempre, el aburrimiento de siempre —respondió la chica, un poco enfurruñada—. Nunca hay novedades, nunca ocurre nada diferente…
La madre sonrió ante aquella afirmación y pensó que, en efecto, su vida era últimamente un poco monótona. A buen seguro ninguna de las dos se habría imaginado jamás cómo toda su vida iba a cambiar drásticamente en muy poco tiempo.
—Mamá, enciende el televisor, por favor. A esta hora ponen ese programa, ¿cómo se llama? Ese con todos los chismes sobre los vips que papá nunca nos deja ver, porque a él no le gusta —exclamó Ylenia con la boca llena, dándose puñetazos en el pecho para no atragantarse.
Ambra no entendió ni una palabra de lo que le decía su hija, y se apresuró a llenarle el vaso de agua para ayudarla a tragar la comida.
Al final, por acabar antes y sin haber aún tragado, Ylenia se levantó, cogió el mando del televisor y lo encendió.
La cena prosiguió así, entre frivolidades, chismes y muchas carcajadas cómplices entre madre e hija, con algunas palabrotas de más, rigurosamente seguidas de una leve torta en las manos o en la nuca dada con libre desahogo, en vista de la ausencia de Giorgio.
Al terminar de cenar, Ylenia le echó una mano a su madre. Recogió la mesa y colocó la vajilla en el fregadero, barrió el suelo y luego desapareció, por temor a que le encargara más tareas.
La mujer fregó y secó bien los platos, limpió con igual esmero toda la cocina, y una vez que hubo terminado se quitó el delantal, preparó una bandeja con la cena para su marido y fue a verlo a la planta de arriba.
Lo encontró echado en la cama, las manos detrás de la cabeza y la mirada perdida en el techo. La luz tenue de la lámpara dejaba la habitación un poco en penumbra, y también su rostro. No se había quitado la ropa ni los zapatos, tenía los ojos cerrados y parecía que estaba dormido. Pero ella sabía que no, y después de más de veinte años de matrimonio no tenía sentido recriminarlo por haberse tumbado en la cama con los zapatos puestos.
La mujer dejó la bandeja en la mesilla de noche y se sentó en la cama, al lado de su marido, que le hizo sitio.
—Amor… —lo llamó delicadamente en voz baja, poniéndole una mano ligera sobre el hombro—. Te he traído algo de comer.
Con una sonrisa forzada, Giorgio respondió que comería más tarde.
—¿Ocurre algo? Hoy estás muy raro —preguntó ella, cada vez más preocupada.
Era muy extraño que su marido no tuviese apetito, eso pasaba muy rara vez, y cuando sucedía era siempre por algún motivo grave.
—No, tranquilízate, solo estoy cansado.
—¿Y por qué tienes los ojos rojos e hinchados?
—No es nada, solo un leve resfriado —mintió, tratando de evitar la mirada de su mujer—. Anda, intentemos dormir, que estoy cansado —añadió para eludir el interrogatorio.
Ella simplemente asintió, poco convencida de la respuesta y de su actitud. En silencio, ambos se prepararon para dormir.
Ambra apagó la lámpara. Ahora solo iluminaba el dormitorio la luz de la luna.
Pasaron muchas horas, y Giorgio seguía dando vueltas en aquella cama que parecía llena de clavos, asfixiado por una manta que lo oprimía como si fuese de cemento. Trataba de encontrar un poco de alivio y consuelo al menos en el sueño, pero esa noche nada hubiera podido serenarlo, después de la terrible verdad que ahora conocía.