19

Ale no podía quitarse de la cabeza el rostro de Ylenia y no sabía cómo resolver los papelones. Casi había llegado a casa cuando se le ocurrió una idea. Se apeó en la primera parada del autobús y regresó al instituto corriendo como un loco. Llegó a la verja en el instante en que los bedeles salían. Jadeando y con el bazo que le dolía por el esfuerzo, se dirigió a uno de ellos.

—¿Ya se ha ido Roberto, el secretario?

El bedel no lo sabía y le aconsejó que fuera a ver, pero tenía que darse prisa, si no se quedaría encerrado en el edificio. Ale subió a toda velocidad las escaleras, corriendo el riesgo de desnucarse, pero alcanzó a parar al secretario, un hombre bajo, de unos sesenta años, que estaba saliendo de su despacho para irse a casa.

—¡Roberto, Roberto, te necesito, por favor, es una emergencia!

—Oye, ¿qué pasa? ¿De verdad es tan importante? Iba a cerrar, ya es tarde. —El hombre parecía un poco molesto.

—¡Es un asunto de vida o muerte! —exageró Ale, preocupando a Roberto, que esperó a que el muchacho se calmase y recobrase el aliento.

—¡Alessandro, no me digas que te has metido en un lío, como siempre! —exclamó nervioso.

Ale había corrido mucho, el bazo estaba a punto de estallarle y tenía la garganta seca. No conseguía hablar, solo dijo entre jadeos:

—Necesito…

—¿Qué necesitas, un permiso para salir antes? Ni hablar, esta semana ya me lo has pedido cuatro veces.

Ale, que aún no se había recobrado, le hizo un gesto negativo con la cabeza, y el otro continuó:

—¿Quieres un permiso para llegar tarde mañana?

Ale le hizo de nuevo un gesto negativo.

—Entonces, ¿puede saberse qué quieres?

—¿Sabes quién es la chica que ha llegado hoy? —logró por fin decir, todavía jadeando.

—Sí, ¿y?

—Necesitaría su número de teléfono…

—¿Y crees que le voy a pedir el número a una chica que tiene cuarenta años menos que yo?

—¡No, qué dices! El número debería estar anotado en los documentos del instituto… ¡no en tu agenda personal!

—Ya, claro, pero son datos personales, hijo, no puedo dártelos. ¡Me podrían meter en la cárcel, existe una ley sobre privacidad, no puedo hacer eso!

Ale juntó entonces las manos como si rezara y con una expresión que movía a la compasión empezó a suplicarle:

—¡Te lo ruego! ¡Por lo que más quieras! Es muy importante para mí, por favor, tengo que llamarla…

—Oye, ¿no se lo puedes pedir directamente a ella cuando la veas?

Ale pensó un poco: en efecto, podía, pero eso significaba esperar hasta el día siguiente, y le urgía oírla ese mismo día.

—Por favor, te prometo que no te pediré nada más el resto del curso.

—¡Sí, ya! ¡Y esperas que te crea! ¡Por favor! Oye, esa chica debe de gustarte mucho, ¿eh? —dijo el secretario rompiendo a reír.

Ale asintió, tratando de que se compadeciera de él, y Roberto, en nombre del amor, se dejó convencer.

—¡Bueno, vale! Pero no le digas a nadie cómo has conseguido el número o tendré problemas, confío en que lo comprendas.

De lo más feliz, Ale le juró que se llevaría el secreto a la tumba y ayudó al simpático Roberto a buscar el número en el archivo. Cuando por fin lo encontraron, le dio efusivamente las gracias y regresó a casa con su pequeño tesoro en el bolsillo.

Pasó toda la tarde delante del teléfono, sin atreverse a llamar. Cada vez que lo intentaba, colgaba antes de marcar el último número, o bien marcaba todos los números, y colgaba en cuanto empezaba a sonar el tono de llamada.

Se sentía como un tonto y tímido crío de primaria. Nunca le había pasado nada así y desde luego nunca le había costado tanto llamar por teléfono a una chica. Comprendió que le estaba sucediendo algo raro, algo muy bonito, que le quitaba el apetito y no lo dejaba pensar en nada más.

Cuando por fin se decidió, era casi la hora de cenar. Respondió Ambra Luciani.

—¿Diga?

—Buenas noches, ¿es la casa de la familia Luciani?

—Sí, ¿quién es?

—Hola, soy un compañero de instituto de Ylenia, me llamo Ale. ¿Puedo hablar con ella?

—Lo siento, pero ahora no está en casa. Si quieres, puedes dejarme tu teléfono para que te llame cuando vuelva, o, si es urgente, te dejo su número de móvil.

—No, no se moleste, no es necesario…

—¿Quieres que le diga algo?

—No, no, en serio, no quería decirle nada importante. Solo llamaba para saber cómo estaba, qué hacía, eso es todo…

—¡Aaah, entiendo! Bueno, pues le diré que has llamado, ¿vale?

—De acuerdo, mil gracias, señora, y le pido perdón por la molestia.

—No ha sido ninguna molestia, hijo. ¡Adiós!

—Adiós.

La excitación de Ale se convirtió enseguida en una enorme decepción. Como no sabía qué hacer, pensó en llamar a Claudio para desahogarse un poco con él, pero luego se dijo que probablemente le propondría alguna noche de las suyas, y no le apetecía nada.

«¡Qué pensaría Ylenia de mí, si llegase a enterarse de algo así! —dijo para sí, y en ese preciso instante comprendió lo imposible que era que esa chica se enamorase de él—. Joder, hay un abismo entre los dos. Ella es guapa, inteligente, rica, culta, elegante, y seguramente tendrá un montón de cualidades más, mientras que yo soy solamente un pobre tonto sin un céntimo, y encima ignorante. ¡Qué injusta es la vida! ¡Nunca conseguiré que se enamore de mí! Es inútil, tengo que quitármela de la cabeza».

Mientras estas ideas lo angustiaban, pensó en ponerse a estudiar algo, aunque solo fuera para no hacer otro papelón delante de ella al día siguiente. Se seguía tachando de idiota, pensando que tenía que olvidarse de ella, cuando el teléfono sonó.

Corriendo, Ale fue al salón, donde estaba su padre, y le pidió que respondiera y dijera que no estaba en casa. Temía, en efecto, que fuese Claudio, y no tenía la cabeza para enfrentarse a él ni a su sarcasmo esa noche.

Abatido, volvió a su habitación, donde pocos minutos después apareció su padre.

—¡Oye, ha llamado una tal Ylenia! Quería hablar contigo, pero le he dicho que no estabas…

—¿Cómo? —Ale saltó de la cama, no se lo podía creer—. ¡Repite lo que has dicho! ¿Ha llamado Ylenia?

—Sí, así es, eso es lo que ha dicho. Y yo le he dicho que no estabas.

—Ay, papá, ¿por qué lo has hecho? —Ale se metió las manos entre los cabellos desesperado.

—¿Cómo que por qué lo he hecho…?, ¡me lo has pedido tú! ¡Mira que estás raro esta noche!

—Papá, ¿todavía no has comprendido que debes hacer lo contrario de lo que te digo? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué seré tan tonto? —Y tras decir eso empezó a estrellar la cabeza contra la pared. Luego, de golpe, se detuvo—. ¡Aunque puede que sea una señal del destino! ¡La señal de que no debo estar con ella, sí, seguro!

Su padre le tendió el teléfono.

—Si tanto te importa, ¿por qué no la llamas? Dile que habías salido a comprar pan y que acabas de volver. ¡Así de fácil!

El padre salió entonces de la habitación y cerró la puerta.

—¡Claro, claro, ahora la llamo!

Ale se decidió a marcar el número. El teléfono sonó una sola vez y Ale colgó.

«¡Uf, no me atrevo! ¿Qué le digo, qué le digo? ¿Por qué me habré vuelto tan tonto?», se preguntó, y se pegó un susto cuando el teléfono sonó en su mano.

—¿Diga? —contestó sin siquiera pensarlo.

—¿Se puede saber de qué vas?

Al oír su voz, Ale empalideció. No sabía qué hacer, qué decir…

—¿Eres tú?

—Claro que soy yo, Ylenia, ¿quién esperabas que fuera?

—¿Cómo puedes ser tan tonto? ¿Me explicas por qué llevas toda la tarde haciendo sonar el teléfono de mi casa?

A Ylenia le costaba mantenerse seria, debido a las caras que ponía Virginia, que estaba sentada a su lado en la cama, sacando de las bolsas la ropa que acababan de comprar.

—¿Quién, yo? Bueno, pues… no, ¡te equivocas! Y oye, ¿cómo has conseguido mi número?

—¡Esa pregunta te la tendría que hacer yo! El tuyo lo he encontrado en la pantalla de mi teléfono. Y mi madre me ha dicho que durante toda la tarde ha recibido llamadas del mismo número, sin darle tiempo a responder.

—Ah, ya, claro, comprendo… Lo cierto es que en casa tenemos problemas con la línea telefónica, y a veces se corta después de los primeros timbrazos.

Ale estaba totalmente confundido. ¿Por qué tenía que hacer solo papelones con ella, y nada más?

—Sí, ya, ya. —Ylenia se había dado cuenta de que no era más que una excusa—. Y tú, en cambio, ¿cómo has conseguido mi número?

—Bueno, verás, no te lo puedo decir.

—¿Y por qué no? ¿No habrá detrás algo ilegal?

—Más o menos…

—Deja que lo adivine… ¿Has fisgado en los documentos de la secretaría del instituto?

—¿Cómo lo sabes?

—¡Así que lo he adivinado!

Virginia se acercó al auricular para oír la voz de Ale.

—No, lo siento, no lo has adivinado —mintió de nuevo él.

—Yo creo que sí, ¡ja, ja, ja! De todas formas, supongo que tendrás algo importante que contarme, ya que te has esforzado tanto para conseguir mi número…

—Solo quería recordarte el horario de las clases de mañana.

Ylenia se fingió ligeramente decepcionada.

—¿Solamente eso? ¿Solo eso?

—No, la verdad es que no quería decirte solo eso. También quería saber cómo te ha ido el primer día de clase.

—¡Qué detalle tan simpático; gracias, es muy amable por tu parte!

—¡Hombre, no es nada!

—Pues diría que todo bien, todos me han dado una buena impresión.

—¿Todos?

—Sí, todos…

—¿Yo también?

—Sí, tú también. Pero antes aclárame una cosa: ¿siempre tratas de ligar con la primera a la que conoces?

Virginia tuvo que salir corriendo de la habitación, porque era incapaz de contener las carcajadas, mientras su amiga le pedía con gestos que evitara que el otro la oyese. Ale, que no se esperaba semejante pregunta, se molestó un poco.

—¿Crees que soy de los que trata de ligar con todas?

—Pues sí, me has dado esa impresión.

—Pues lo siento, pero tu impresión está equivocada. Trato de ligar solo con las chicas que realmente me gustan…

—¡Ah, ya, entonces supongo que serán muchas!

—Lo cierto es que ahora solo me gusta una…

Desde la cocina, Ambra llamó a las chicas para que bajaran a cenar, e Ylenia estuvo encantada de poder dejar la conversación, que empezaba a ser incómoda.

—Perdona, pero tengo que irme.

—Ah, vale, si no te queda más remedio.

—Anda, no seas así, nos vemos mañana…

—Vale, nos vemos mañana, buenas noches.

—Dulces sueños.

—Serán muy dulces si sueño contigo.

—Qué tonto eres.

—¡Gracias!

—De nada.

—¡Hasta luego, entonces!

—Hasta luego.

Ale colgó el teléfono, feliz como no se sentía desde hacía tiempo, mientras que Virginia, feliz a su vez por su amiga, exclamó:

—Creo que aquí alguien se está enamorando…

—¿Yo? ¿Hablas de mí? ¡Qué dices, yo he terminado con el amor! Te lo he dicho, no quiero volver a hablar de amor. Me gusta que me cortejen, eso es todo. —Ylenia escondió la cara entre las almohadas.

—¡Sí, claro, seguro! ¿Y esos ojos en forma de corazoncito? ¿Y esos mofletillos tan rojos?

Virginia trataba de arrancarle las almohadas de las manos.

—¡No es verdad!

—Si quieres un consejo, yo me lanzaría…

—¿Lanzarme? ¿Con alguien que trata de ligar conmigo sin siquiera conocerme? ¿Estás loca?

—A lo mejor ha tenido un flechazo… Piénsalo, también podría haber esperado hasta mañana para conseguir tu número. Y, en cambio, a saber lo que habrá hecho para conseguirlo hoy. Además, ha sido muy simpático por teléfono, ¿no crees?

—Sí, sin duda es un chico especial. Pero bajemos, si no mi madre se enfadará, y todavía tengo que decirle cuánto me he gastado esta tarde…

—Vale, bajemos; pero, de todas formas, piensa en lo que te he dicho.

Virginia se levantó de la cama, colocó las almohadas y estiró el edredón, como una buena ama de casa.

—Déjalo, total, dentro de poco me acostaré. Y descuida, seguiré el consejo que me has dado. Menos mal que estabas en contra del amor, ¿eh? ¿Qué ha sido del cinismo de ayer?

—¡Oye, que yo no estoy en contra del amor, estoy en contra de los capullos!

—¿Y cómo puedes saber que él no es un capullo como los demás?

—¡Mi sexto sentido! —Virginia le guiñó un ojo a su amiga—. Además, si no te gusta, dame su número, que a lo mejor yo le echo el ojo.

Ylenia la miró con recelo.

—Qué dices, si es menor que tú…

—¿Y qué pasa? El amor no tiene edad.

—Nunca lo harías.

—¿Quién te lo dice? Ni siquiera me conoces… ¡Te lo puedo quitar cuando me dé la gana!

—¡Serás capulla! —Ylenia se abalanzó riendo sobre su amiga, de modo que ambas acabaron de nuevo en la cama, una encima de la otra.

Tratando de soltarse, Virginia exclamó entre risas:

—¡Ay, me haces daño! ¡Oye, que no eres tan ligera como crees! Además, ya lo sabía… ¡eres celosa!

—¿Qué dices? —replicó Ylenia intentando sosegarse.

—¡Sí, sí! ¡Eres celosa!

Virginia se fue corriendo escaleras abajo.

Ylenia la vio desaparecer en el piso de abajo y se quedó un momento sola mirando el suelo, sin lograr dar nombre a esa extraña sensación: por mucho que se esforzaba, no podía creer que aquel chico tan guapo y simpático fuese igual que todos los demás.

Oyó que la llamaban desde abajo:

—¿Quieres darte prisa? ¡Nos estamos muriendo de hambre!

—¡Sí, ya voy! ¡Bajo ahora mismo!