17

Tras arreglarse un poco, Ale volvió a clase. La sorpresa de Ylenia fue mayúscula cuando el director la presentó a sus nuevos compañeros: entre los pupitres, ni que lo hubiera hecho adrede, vio a aquel chico gracioso, alto y demasiado flaco para su gusto, ya sin esos manchurrones de maquillaje y ahora con el pelo más o menos peinado. Pero sin duda fue mayor la sorpresa de Ale: el director estaba presentando a la misma chica a la que poco antes había arrollado en el pasillo, el ángel con ojos de hada.

Mientras todos escuchaban las palabras del director, Ale le hizo un gesto a Claudio para hacerle notar lo guapa que era la nueva compañera. En respuesta, Claudio lanzó un silbido de admiración, que no solo oyó Ylenia, haciendo que se ruborizara, sino también el director. El profesor expulsó inmediatamente a Claudio de la clase, y hasta que no hubo salido el director no siguió hablando:

—Por favor, chicos, intentad que se sienta como en su casa. No queremos que se arrepienta de haberse trasladado a Italia…

Ale recibió la frase como si se la hubiese dirigido a él. Se puso enseguida a trazar un plan para ocuparse de la recién llegada. Su posición parecía perfecta: se sentaba en la última fila, cerca de la ventana, y a su lado Claudio, mientras que el pupitre que se hallaba junto al de este estaba vacío. El siguiente era el pupitre de una chica que se llamaba Gilda.

El profesor invitó a Ylenia a sentarse en el sitio vacío entre Claudio y Gilda, pero Ale, aprovechando el momento de distracción en que el director se despedía de la clase, cogió rápidamente la mochila y las cosas de su amigo y las puso en el otro pupitre, para que la recién llegada se sentara a su lado. Ylenia, que se había percatado de la maniobra, comprendió enseguida el motivo de aquel gesto y se molestó un poco: habría preferido sentarse al lado de la compañera de la cara simpática antes que en medio de aquellos dos, que sin duda tenían intenciones poco nobles con ella.

Así, dirigiéndose a Ale, exclamó:

—Oye, ¿este no es el pupitre del chico al que han echado de clase?

A lo que Ale se inventó sobre la marcha una excusa.

—Bueno, verás, es un nómada. Se sienta aquí y allá. De hecho, su verdadero sitio es el pupitre de más allá —respondió luciendo una de sus mejores sonrisas.

Sin saber si insistir, Ylenia se sentó en el único sitio vacío, un poco perpleja. Al final se convenció de que el de Ale había sido un gesto inocente y poco después le correspondió con otra sonrisa.

Una vez que el director se hubo marchado, el profesor reanudó su clase. Y Ale se puso a sudar de nuevo. Antes de la llegada de Ylenia, en efecto, el profesor le había pedido que hiciera un breve resumen de lo que habían estudiado en las clases anteriores, y él, que no tenía ni idea, se había librado gracias a la oportuna interrupción. Ahora, si el profesor se acordaba, ya nada podría salvarlo.

—Bueno, ¿en qué nos habíamos quedado? ¡Ah, sí! Cutrò, si no me equivoco, ibas a intervenir. Ánimo, hazlo ahora que hay una nueva compañera de clase. Explícale qué es lo que hemos estudiado hasta ahora…

Ale empalideció, no quería hacer otro papelón, el tercero de la mañana. Se levantó despacio, sin saber qué decir o hacer, cuando por suerte el profesor cambió de parecer.

—No, no, espera, siéntate. ¡Prefiero que lo haga otro!

Tras decir eso se dirigió hacia la puerta y la abrió, indicando a Claudio que pasase. Ale lanzó un suspiro de alivio: volvía a estar a salvo.

Claudio fue a su pupitre, pero lo encontró ocupado por Ylenia. Iba a pedir explicaciones cuando el profesor intervino:

—A ver, ¿te quieres sentar? ¡No pierdas el tiempo bromeando con Cutrò! Mejor, ya que hace poco nos has demostrado todo lo bueno que eres silbando, quisiera que ahora le demostraras a Luciani tu talento para hacer resúmenes. Empieza a explicar, luego dejaremos que siga tu amigo…

Ale había cantado victoria demasiado pronto: durante un instante se había sentido fuera de peligro, pero ahora de nuevo notaba un sudor frío. Claudio intentó tomarse su tiempo, y luego empezó muy cortado:

—Bien, esto… si no me equivoco, sí; en la última clase dijimos que… eso es, me parece que…

—Oye, ¿has estudiado o no? —lo interrumpió el profesor irritado.

Claudio iba a inventarse cualquier excusa, pero la suerte acudió en su ayuda: en ese preciso instante llamaron a la puerta y una bedel entró para decir que preguntaban por el profesor al teléfono. Este salió, y permaneció fuera del aula durante buena parte de la hora de clase.

Ylenia aprovechó para conocer a sus nuevas compañeras, todas las cuales se reunieron alrededor de su pupitre. Ale se sintió decepcionado, porque le hubiese gustado conversar un poco con ella y pedirle disculpas por lo que había ocurrido en el pasillo. Claudio, por su parte, esperaba que la campana sonara antes de la vuelta del profesor, pero desgraciadamente no fue así: justo diez minutos antes de que terminara la hora, el profesor se presentó en el aula.

—¡Y bien, Claudio! —exclamó desde la puerta tras pedir disculpas por su ausencia—. ¿Qué decíamos? ¿Te has preparado o no?

—¡Ejem, la verdad es que he estudiado, lo único que pasa es que en este momento tengo una laguna!

—¡Claro! Vamos a ver… Luciani, ¿en su antiguo instituto habían empezado a estudiar a Giacomo Leopardi?

Ylenia asintió y se puso en pie. El profesor le preguntó hasta dónde habían llegado, y ella comenzó a exponer con brillantez la parte del programa ya desarrollado, agradeciendo mentalmente a su padre que le hubiera dado la oportunidad de ir a un excelente instituto.

Ale aprovechó para mirarla bien, se demoró en la soltura de los movimientos, en la perfección del perfil, en el rostro delicado, en la voz melodiosa y, sobre todo, en ese acento extranjero que la hacía aún más mona. Cuando la chica hubo terminado, se sentó nuevamente en su sitio y el profesor volvió a pedirle a Claudio que expusiera algo. Una vez más, el muchacho trató de ganar tiempo y al final el profesor le puso un suspenso en el libro de calificaciones.

Iba a dirigirse a Ale cuando la campana sonó, decretando el final de la hora.

Claudio se enfadó.

—¡La muy jodida! Justo ahora tenías que… no podías hacerlo hace dos minutos, ¿eh?

Mientras, Ale reía disimuladamente por el peligro del que se había librado.

La mañana prosiguió alegremente. Ylenia se presentó a todos los profesores, le explicó a cada uno el motivo de su traslado, la parte del programa a la que había llegado, los libros de texto que había utilizado y los temas que le quedaban por ver.

Al finalizar las clases, Ale, que solía ser el primero en salir con Claudio, esperó que Ylenia cogiese todas sus cosas para poder acompañarla por el pasillo. No bien la chica estuvo fuera del aula, se levantó para alcanzarla, como si fuese algo completamente casual. Cuando ya tenía los pies fuera de la puerta, el profesor de la última hora lo retuvo para echarle un sermón y recordarle que quedaban pocos meses para el final de curso, así que más valía que empezara a hacer algo. Cuando por fin el profesor lo dejó marcharse, Ale echó a correr por los pasillos con la esperanza de encontrarla fuera, pero no había rastro de ella. Enfadado con el profesor que le había hecho perder tiempo, dio una patada a una papelera que había cerca del portal de entrada, volcando su contenido.

Por el cristal de la puerta, Ale vio que llegaban el director y su profesor de italiano, y decidió que era preferible recoger la basura desparramada por el suelo. Cuando el director lo encontró arrodillado, metiendo la basura en la papelera, se sorprendió y le dijo:

—Cutrò, ¿qué haces?

—¿Quién, yo?

—¡Sí, claro! ¿Cuántos Cutrò hay? ¿Puede saberse qué estás haciendo?

—Yo, pues… ¡he visto que había basura en el suelo, y he decidido recogerla! Por echar una mano.

El director lo felicitó:

—¡Eres un chico excelente! ¡Te felicito! ¡Todo un modelo a seguir!

—¡Sí, desde luego! ¡Un modelo a seguir! —repitió irónicamente el profesor de italiano.

—Tendremos en cuenta su buena voluntad, ¿verdad, profesor? —continuó el director.

—¡Por supuesto! —respondió el otro con una cara que no prometía nada bueno. Lo cierto es que para Ale esa afirmación sonó más a una amenaza que a otra cosa.

Supuso que pronto lo habrían puesto a limpiar los servicios del instituto, a la vista de su buena voluntad, y en cualquier caso estaba seguro de que ese profesor, con el que nunca se había llevado bien, le iba a complicar la vida en los exámenes finales.

Acababa de recolocar la basura cuando sin darse cuenta le dio otra patada a la papelera, que esta vez rodó por el pasillo, desparramando su contenido.

Se volvió para asegurarse de que los dos ya se habían marchado y tuvo una agradable sorpresa: a su espalda, en efecto, le sonreía Ylenia.

—Estás un poco nervioso, ¿eh?

Ale también sonrió un poco cortado, rascándose torpemente la cabeza y sin saber qué decir. Se sentía un perfecto idiota, esa mañana no le había salido nada a derechas. Encima, la chica añadió:

—Hace poco te he visto correr como un loco. No es una buena costumbre, ¿sabes? Puedes hacerle daño a alguien. Venga, te ayudo a recoger la basura…

Hechizado por su sonrisa, Ale se dijo que jamás consentiría que esas manos delicadas se ensuciaran, y rechazó educadamente su ayuda.

—¡No, déjalo, en serio! Yo me ocupo, no tardo nada. La verdad es que estaba tratando de matar un bicho que se había escondido debajo de la papelera…

Ylenia lo miró con reproche, como dándole a entender que a ella no se le podía tomar el pelo. Ale, todavía abochornado, trató de cambiar de tema.

—¿Cómo es que sigues aquí? Creía que te habías ido.

—Me he quedado en el pasillo hablando con nuestras compañeras de clase. Son muy simpáticas. Además, estoy esperando que venga mi padre a recogerme.

—Bien. ¿Y te han contado algo interesante?

A pesar de todo, Ale estaba encantado de poder intercambiar unas palabras con ella.

—¡A decir verdad, me han aconsejado que tenga cuidado contigo y con tu amigo Claudio! Dicen que tenéis costumbres raras, pero no sé muy bien a qué se refieren.

Ylenia rompió a reír, divertida por la situación y por la evidente turbación de Ale, que se puso de mil colores. Sin saber qué decir para disculparse, de nuevo cambió de tema.

—De todas formas, quería excusarme por el accidente de esta mañana. Espero que no te haya hecho daño.

—¡Oh, no, en absoluto! ¡Qué dices! ¡La cosa no ha sido tan terrible! Oye, todavía no me has dicho cómo te llamas.

—Perdóname, tienes razón.

Se levantó del suelo y se limpió la mano derecha en los vaqueros, a la altura del muslo, y se la tendió exclamando:

—¡Soy Ale!

Ylenia lo miró con recelo, sin corresponder al saludo, y el muchacho, chocado por esa actitud, bajó la mirada hacia su mano y la retiró enseguida, porque vio que tenía el envoltorio de un bollo pegado a los dedos. ¡Ese día estaba destinado a quedar reiteradamente por los suelos!

Ylenia se rió nuevamente con ganas.

—¿Sabes que eres realmente gracioso? Y yo me llamo…

—¡Ylenia! —se adelantó él.

—Exactamente. ¡Después de tantas veces como me he presentado en clase a los profesores, no es difícil recordarlo! —Hizo una pausa y continuó—: ¡Espera un momento! Voy a salir para ver si ha llegado mi padre.

Ale la observó alejarse y aprovechó para amontonar toda la basura en un rincón con el pie. Luego la siguió fuera del instituto, hasta la calle de enfrente. Cuando llegó a su lado reparó en aquel hombre distinguido que el día anterior los había abordado a Claudio y a él en el pasillo.

—¿Quién será ese ricachón? —dijo muy gallito, tratando de hacerse el chistoso—. ¡Estoy por preguntarle si tiene una hija para que me conceda su mano!

Ylenia sonrió.

—¿Y si es fea?

—Pues si es fea no la aceptaría. Tendría que ser de un tipo de belleza un poco especial: morena, alta, de ojos verdes, con un buen cuerpo… —Y tras decir eso la miró intensamente a los ojos para darle a entender que era su belleza la que le interesaba.

Incómoda, ella bajó la mirada, se puso roja y no respondió nada.

Ale pensó que, cuando se ruborizaba, Ylenia se ponía todavía más guapa.

—¿Y tú? ¿Cómo es tu chico ideal? —le preguntó para distraerla.

—No tengo un chico ideal. Me conformo con que me quiera y me respete, con que no me traicione y me haga sentir única.

—¡Pides poco!

—¡Creo que es lo mínimo que se debe pretender de tu chico si se quiere que la historia funcione, pero ya no tengo ese problema!

Ale notó que había pronunciado esas palabras con tristeza y supuso que detrás había algún desengaño amoroso.

—¿Y qué opinas de un despistado que te arrolla en el pasillo del instituto?

Ella bajó nuevamente la mirada y se puso roja. Podría haberle dicho la verdad, pero prefirió ser amable.

—¡Muy mono!

—¡Anda, no me tomes el pelo!

—¡No, en serio! Estabas muy mono… —siguió mintiendo sin levantar la vista, un poco incómoda.

—¿Quieres decir que ahora ya no te parezco mono?

Ale se le acercó. Se sentía como hipnotizado y extasiado por su belleza, y, aunque se daba cuenta de que estaba yendo demasiado lejos, no podía contenerse.

Halagada, pero a la vez irritada y confundida por sus flirteos, Ylenia se alejó de golpe, sin siquiera despedirse de él.

—Pero ¿adónde vas?

—¡Me tengo que ir, nos vemos mañana! —le gritó sin volverse mientras avanzaba por la acera.

—Sí, pero ¿adónde vas? ¡Tu padre todavía no ha llegado!

Ale se movió para seguirla, pero su respuesta lo detuvo.

—¡Te equivocas, está aquí!

—¿Dónde? —preguntó el muchacho mirando alrededor, pero Ylenia no podía oírlo porque ya había subido al Mercedes de aquel hombre distinguido, al que ahora saludaba con un beso en la mejilla—. ¡No me lo puedo creer! ¡Vaya día! ¡Otro papelón! ¡No puedo creerme que ese sea su padre! ¿Cuándo aprenderé a tener la boca cerrada?