16

Al día siguiente, como cada mañana, a las siete y cuarto el despertador de Ale se puso a sonar, pero el muchacho, demasiado cansado y alterado por todo lo que había ocurrido la noche anterior, lo apagó y continuó durmiendo. Por suerte, más o menos un cuarto de hora después fue despertado por el ruido de la perforadora de unos obreros que trabajaban cerca de su casa. Molesto, Ale cogió el despertador para mirar la hora, convencido de que todavía no había sonado. No bien comprobó que eran más de las siete y media, salió de la cama de un salto, se vistió corriendo y, sin peinarse ni lavarse la cara, cogió la mochila, salió de casa y se fue a toda prisa al instituto. Ya era inútil esperar el autobús, llegaría todavía más tarde.

Durante todo el trayecto lo atormentó la sensación de que se había olvidado de algo, pero por mucho que se esforzaba no podía acordarse de qué: «Lo he cogido todo, cuadernos, libros, dinero, ¿de qué me habré olvidado?».

Cuando por fin llegó al instituto ya era bastante tarde. Se percató de que sus compañeros de clase no estaban en el pasillo. Seguramente habían pasado al aula, lo que significaba que el profesor ya había llegado.

Como si se hubiese convertido ya en una costumbre, esa mañana todos los chicos que había en el pasillo lo miraban y se reían de él, exactamente lo mismo le había pasado dos días antes a Claudio.

Enseguida supuso cuál era el motivo e imprecó para sus adentros: «¡Ya lo sabía! ¡Ya lo sabía! ¡El cabrón de Andrea habrá ido contando por ahí cualquier cosa, y eso que no hicimos nada! ¡Ya no quiero saber nada de Claudio! ¡No volveré a salir con él ni con los imbéciles de sus amigos!». Mientras renegaba, con la cabeza baja por la humillación y sin atreverse a mirar a la cara a nadie, llegó a la puerta de su aula. Totalmente confundido, entró sin llamar.

En cuanto abrió la puerta y alzó la mirada, todos rompieron a reír. El profesor, sin siquiera mirarlo, lo regañó con tono enojado:

—¡Cutrò, nunca cambiarás! ¿No te han enseñado a llamar a la puerta?

Ale bajó de nuevo la cabeza. Todavía más humillado, pidió disculpas y fue a sentarse a su sitio. Sin embargo, advirtió que el pupitre de Andrea estaba vacío. Se preguntó cómo era posible que, si Andrea no había llegado, todos estuvieran enterados de su aventura de la noche anterior. Enseguida supo cuál era el nombre del culpable.

«Claudio… —pensó—, por fuerza tiene que haber sido él».

Cada vez más confundido, Ale se volvió inmediatamente hacia el pupitre de Claudio. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que también el suyo estaba vacío. «Pero ¿qué diablos está pasando?», se preguntó sin poder darse una explicación.

Entretanto, el profesor había empezado a pasar lista, pero justo cuando iba a anotar la ausencia de Claudio, llamaron a la puerta y este entró, exclamando:

—¡Presente, profe!

El profesor, siempre colérico, regañó también a Claudio:

—A ti, en cambio, te han enseñado a llamar, pero no a esperar que te den permiso antes de abrir. ¡La verdad es que no sé cuál de los dos es peor, si tú o tu amigo Cutrò! Además, ¿quieres explicarme por qué hoy también llegas tarde?

—Discúlpeme, profesor, mi padre se encontraba mal…

—¡Ya, claro! ¡Cada día una excusa nueva! ¡Vete a tu sitio, anda!

Claudio fue a sentarse a su pupitre, medio dormido, como siempre, y Ale lo llamó en voz baja para que no lo oyera el profesor. En cuanto el muchacho se volvió hacia él, lo miró y se echó a reír.

—Te ríes, encima te ríes… ¿Qué te crees, que no me he dado cuenta? —estalló Ale—. Le has contado a todo el mundo que anoche fuimos a esa casa de putas, pero sin aclarar que no hicimos nada.

En ese instante la clase cayó en un silencio total. También el profesor dejó de pasar lista. Todos se volvieron a mirar a Ale y a Claudio. Este, absolutamente cortado, la tomó con su amigo.

—Ale, ¿estás tonto? ¿Te has mirado al espejo esta mañana? ¿Has visto qué pintas tienes?

—¿Y tú te atreves a cambiar de tema? —replicó Ale con evidente irritación.

—¡Ale, mírate en el espejo, por favor!

Una de sus compañeras le tendió un espejito. Ale abrió el pequeño estuche blanco y cuando vio su imagen reflejada habría querido que se lo tragara un remolino y hundirse hasta el centro de la tierra. Tenía todo el pelo revuelto y pegajoso por los restos de gomina, tal y como se le había quedado por la noche, pero lo peor era la cara, llena de marcas de carmín y de maquillaje negro. Y el cuello estaba repleto de arañazos y de marcas rojas.

Soltó el espejito y, con la cara colorada por la vergüenza, sin siquiera pedir permiso, se fue corriendo al lavabo para arreglarse un poco. «¡De esto era de lo que me había olvidado esta mañana! ¡No me he lavado la cara ni me he peinado! Anoche estaba demasiado hecho polvo para hacerlo, y ahora… ¡No me lo puedo creer, no me lo puedo creer! ¡Qué capullo! ¡Encima, ahora todos saben que anoche nos fuimos de putas! ¡Vaya papelón!»

Mientras corría por el pasillo trataba de mantener la cabeza baja para taparse todo lo que podía el pelo. No reparó en que en la dirección opuesta venía una chica espléndida, alta, morena y de ojos verdes. Al verlo llegar a toda prisa, trató de apartarse, inútilmente, porque la arrolló de lleno y le cayó encima con todo su peso.

Los dos chicos acabaron tumbados juntos en el suelo, con las caras pegadas y mirándose a los ojos, abochornados, sin saber qué decirse. Ale la miró con sorpresa. «¡Qué criatura tan maravillosa! —pensó—. ¡Es un ángel caído del cielo!» La chica no era de la misma opinión, es más, parecía molesta y un poco amedrentada por esa situación engorrosa. Lo apartó con los brazos y exclamó:

—¡Ay! ¡Me estás haciendo daño!

Extasiado por su belleza, Ale no se había dado cuenta de que estaba encima de ella con todo su peso. Se levantó inmediatamente, le pidió perdón y la ayudó a ponerse en pie, tratando de arreglarle el traje elegante, que se había arrugado por la caída.

—Oye, ¿sabes dónde está el despacho del director? —le preguntó Ylenia sin conseguir ocultar su estupor por el extraño aspecto del muchacho.

Ale se acordó de golpe de sus pintas y, sin responder, se fue corriendo, sin dejar de repetirse: «¡Vaya papelón! ¡Mejor dicho, vaya doble papelón! ¡Qué día!».

Ylenia siguió observando unos segundos a aquel chico raro hasta que lo vio desaparecer en el lavabo, después de haber estado a punto de estrellarse contra el marco de la puerta.

—¡Qué gente tan rara! —exclamó al tiempo que continuaba con su búsqueda.

Mientras, delante del espejo, Ale estaba tratando de eliminar las marcas de maquillaje, pero no era tan fácil. Cuanto más se pasaba las manos mojadas por la cara, más se extendían las manchas negras, dejándolo como un fantoche. Al final metió directamente la cabeza debajo del agua, pero estaba helada, y, al levantarla instintivamente, se golpeó la nuca contra el grifo. El agua salpicó por todas partes, mojándole también el jersey. Entonces el pobre Ale empezó a gritar por nerviosismo, humillación y rabia. Sus gritos llegaron a oídos de Ylenia, que entretanto había conseguido encontrar el despacho del director.

Cada vez más sorprendida, la muchacha pensó que era un tío realmente extraño, aunque simpático, alguien con quien seguramente una no se aburría. Sin vacilar, llamó a la puerta y el director la invitó a pasar.

—La señorita Luciani, si no me equivoco. Por favor, siéntese, la estaba esperando.

Ylenia dio las gracias educadamente y se sentó al escritorio, pidiendo disculpas por el ligero retraso.

—¡No encontraba su despacho!

—Descuide, señorita, no pasa nada. Su padre ya me ha hablado de su traslado. Lamento mucho que no haya podido terminar el bachillerato en su antiguo instituto, pero estoy seguro de que aquí también se encontrará muy bien. En los primeros días alguien podrá ayudarla a ponerse al día con lo que ya se haya hecho del programa. Estoy convencido de que no tendrá grandes problemas: ha estudiado en un instituto italiano prestigioso y con excelentes resultados, por lo que me ha contado su padre.

—Yo también estoy convencida. Adoro la cultura italiana y mis padres siempre me han hablado de nuestro país de origen: ¡he venido muchas veces con la mente! —respondió Ylenia, sonriendo contenta.

—¡Perfecto! Pues entonces no me queda sino desearle un feliz fin de curso en su nuevo instituto. Espero que la experiencia aquí le guste. Y, por favor, cuando necesite algo, no dude en acudir a mí, estoy a su entera disposición.

—Se lo agradezco, señor director, es usted muy amable.

—¡Faltaría más! ¡Solo cumplo con mi obligación!

El director se levantó de su asiento, se acercó a Ylenia y le estrechó la mano.

—Y ahora vamos, la acompañaré al aula, así podré presentarla a sus nuevos compañeros.

Ylenia asintió, luego salió de la habitación acompañada por el director. Recorría los largos pasillos muy emocionada: ¿cómo serían sus nuevos profesores, sus nuevos compañeros, sus nuevos amigos? ¿Iría todo bien? No tardaría en descubrirlo…