15

Seguido por Ale, Claudio empujó el enorme portal de madera medio podrida. Enseguida los golpeó un penetrante olor a moho. Dentro no había una sola luz, y los dos muchachos tuvieron que esperar un poco para acostumbrar los ojos a la oscuridad. Pocos segundos después, una puerta del fondo se abrió y un haz de luz se dibujó sobre el suelo.

Detrás de la puerta había una escalera que conducía a la planta inferior. La bajaron y se encontraron en un local repleto de maravillosas chicas en ropa interior. A los lados del amplio local había butacas en las que unos hombres retozaban con chicas, y en un rincón había un pequeño bar con mesitas.

En los altavoces sonaba una música suave. Las lámparas emitían una tenue luz roja que volvía aún más cálido el ambiente, y los focos que colgaban del techo trazaban extraños juegos de luces de colores en las paredes.

—Pero ¡esto es una casa de citas! —Ale no daba crédito a sus ojos: nunca había visto tantas chicas guapas juntas.

—¡No sabía que estuviesen aquí! ¡En cualquier caso, él tenía razón, esto es el paraíso, no el de la carretera! —exclamó Claudio excitado.

Una de las chicas se acercó a Ale y le mordisqueó una oreja para azuzarlo, dejándole una mancha de carmín escarlata de recuerdo.

Claudio, extasiado por tanta belleza, no sabía realmente dónde mirar.

Una mujer muy sensual, que parecía que solo llevaba puesta una provocadora bata de seda azul, se acercó a Andrea y le susurró algo al oído. Luego se dirigió a Ale y a Claudio, y los invitó a pasar a otra habitación para elegir a la mujer de su preferencia. Los dos chicos ya iban a irse con ella cuando Andrea los retuvo.

—Eh, ¿y la apuesta que he ganado? ¡Elijo yo! ¡Y si tú también quieres participar, tienes que respetar el acuerdo!

—¡Ni hablar! ¡No me apetece nada estar aquí!

—¿Estás tonto? ¿Vas a perderte una oportunidad así? —Claudio no podía comprender la actitud de Ale.

—Querido amigo, si quieres un consejo, pasa. ¿Estás seguro de que te quieres enrollar en este momento? A mí esta situación no me estimula nada.

Mientras tanto, unas chicas trataban de abordarlos, los besaban en el cuello y les acariciaban el pelo, a lo que no estaban acostumbrados: las chicas de su edad no solían prodigar gestos tan seductores.

—Me marcho. Si queréis quedaros, os espero en el coche.

«¿Por qué seré tan idiota? —pensaba Ale—. ¿Por qué tengo que verme en una situación así? ¡No pienso pagar por hacer el amor! Ni siquiera por una chica que me guste llegaría a eso».

—Quiero largarme de aquí. ¡No va conmigo la idea de pagar por sexo, lo siento! Solo tenemos dieciocho años, y recién cumplidos. Si ya ahora tenemos que recurrir a las prostitutas, ¿qué será de nosotros cuando tengamos cuarenta? ¿Acaso estamos tan desesperados que tenemos que pagar por sexo? ¡Joder! ¿Alguien como Pietro el Guaperas consigue ligar y nosotros no? En cualquier caso, me marcho. Vosotros haced lo que queráis.

Los otros dos, tras reflexionar un poco, parecían menos decididos, aunque no dejaban de tacharlo de aguafiestas.

—Me parece que esta vez tiene razón… —Claudio apoyaba a Ale—. ¡Prefiero tener a una chica, aunque sea menos guapa, que esté conmigo porque le gusto, y no porque le pago!

—¡Pues tendrás que esperar por toda la eternidad! —rompió a reír Andrea, orgulloso de su ocurrencia.

A Ale y a Claudio, que ya se disponían a salir, los besuqueaban otras chicas semidesnudas, que trataban de retenerlos como fuera. Al final también Andrea, aunque contrariado, los siguió refunfuñando sobre la traición de los amigos; una vez que estuvieron cerca del coche parecía que ya se había calmado, pero de pronto estalló contra los otros dos, acusándolos de ser culpables del fracaso de la noche.

—¡Soy dos coñazos, eso es lo que sois, nos podríamos haber divertido y en cambio estamos aquí, de vuelta a casa como tres memos, sin haber hecho nada!

Tras decir eso, le dio un empujón a Claudio, que era el que tenía más cerca, quien le respondió con una bofetada. Ale estaba agotado, e intentaba calmar los ánimos.

—¿Queréis parar? ¿Os peleáis por algo así? ¡Ya es tarde, y mañana tenemos que ir a clase! ¡Dejadlo, venga! Yo creo que hemos hecho muy bien en salir de ahí… ¡mejor dicho, larguémonos de una vez! —dijo esperando que le hicieran caso mientras se interponía entre los dos, pero se cruzó en la trayectoria de la bofetada que Claudio le devolvió a Andrea. Los largos cabellos rubios de Ale flotaron—. ¡Ya basta! ¡Quiero irme a casa! —gritó cabreadísimo—. ¿No habéis visto qué hora es?

Por fin, después de unas cuantas palabras de más, los tres subieron al coche y emprendieron la marcha rumbo a casa. Hubo unos minutos de silencio, que rompió Andrea.

—Te pido perdón, Claudio, me he pasado.

—Sí, pegarse es de niños tontos —respondió Claudio—. Pero tranquilo, son cosas que ocurren.

—La verdad es que yo también he cobrado. Pero da igual. Creo que hemos hecho lo mejor que podíamos hacer. Me niego a pagarle a una chica para tirármela, me parece miserable, como la última tabla de salvación. Pensadlo y me daréis la razón. Y tú, Clà, deberías además darme las gracias: ahora que conocemos los gustos de Andrea, no puedo ni imaginarme qué peso pesado te habría adjudicado.

Llegaron a casa tardísimo, y Ale demostró toda la habilidad que tenía para entrar sin que su padre lo oyese, tras lo cual se tumbó en la cama extenuado y se durmió al momento, a pesar de la adrenalina que aún le circulaba por la sangre.