Al atardecer del día siguiente, mientras la familia Luciani se hallaba reunida en el salón —una mirando la televisión, otro leyendo el periódico y otra sencillamente disfrutando de la presencia en casa de la hija y del marido—, sonó el timbre, e Ylenia, tras abrir la puerta, se encontró enfrente de su primera amiga italiana.
—¡Por fin! —La reconoció enseguida por la minuciosa descripción que le había hecho su padre—. ¡Tú debes de ser Virginia! No veía la hora de conocerte. ¡Pero pasa, que fuera hace un frío espantoso!
Virginia asintió y un poco cohibida entró en la casa. Le tendió a Ylenia la tarta que había preparado el día anterior y conoció a Ambra Luciani, que entretanto había salido a recibirla al vestíbulo como buena anfitriona.
—¡Mamá, mira lo que ha traído Virginia!
—No hacía falta que te molestaras —dijo Ambra sorprendida.
—Si no ha sido ninguna molestia, me encanta preparar postres.
En realidad era la primera vez que preparaba esa tarta y únicamente se decía: «¡Ojalá que esté, no digo rica, al menos pasable!».
Madre e hija la hicieron pasar al salón, donde la dejaron en compañía del señor Luciani, y fueron a la cocina a preparar un té caliente, que luego tomaron todos juntos alegremente, y felicitaron a Virginia, puede que mintiendo un poco, por lo bueno que estaba el postre. Después de cuatro frases las dos chicas ya habían roto el hielo.
Más tarde Ylenia la invitó a subir a la segunda planta, a su habitación, para conocerse mejor y charlar lejos de ojos y oídos indiscretos.
—¡Vaya, qué maravilla, felicidades! Es una habitación preciosa.
—Gracias, pero el buen gusto en la decoración no es mía. Cuando llegué ya me lo encontré todo así.
Ylenia era una chica sencilla y le encantaba que los demás se sintieran a gusto a su lado. Mientras hablaba, se descalzó y se tumbó en la cama, invitando a Virginia a que hiciera lo mismo.
—¿Cómo te encuentras aquí? ¿Echas mucho de menos tu ciudad?
—Bueno, verás, todavía no he salido de casa y, aparte de ti, no he conocido a nadie. Así que ahora siento mucha nostalgia de Bogotá, pero estoy segura de que con el tiempo me acostumbraré al cambio.
—Si quieres, una de estas tardes te llevaré a dar una vuelta por la ciudad con mis amigos. Así te presento a gente, ¿no?
Ylenia asintió, feliz, y Virginia prosiguió:
—Pero dime, ¿cómo es que os habéis trasladado a Italia?
—Por motivos de trabajo de mi padre. ¡Si hubiese sido por mí, nunca me habría movido de Colombia! Pero he tenido que seguir a mi familia.
—Me imagino que has tenido que dejar a muchas personas queridas…
Ylenia asintió con una expresión de amargura en el rostro.
Virginia continuó:
—Pero ahora el teléfono e internet impiden que notes la distancia. Siempre se encuentra una forma de mantener el contacto con los demás. Si las relaciones son sólidas, la distancia no puede estropearlas, ¿no crees?
Ylenia no respondió, pero sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas.
—¿Me he metido en lo que no debía? Lo siento, en serio, no quería herirte…
—No, descuida. ¡Solo estaba pensando en un chico que decía que me quería, pero desde que me fui a Colombia no se ha dignado mandarme un simple SMS! La última vez que hablé con él fue el día antes de venir. Intenté contactar con él desde el aeropuerto y luego de nuevo al llegar a Italia, pero no me respondió. Desde hace cuatro días no tengo noticias suyas. Además, cada vez que lo llamo su teléfono está fuera de cobertura o no responde. Le he mandado miles de mensajes: no da ninguna señal de vida. Creo que lo nuestro se ha acabado. ¡Y yo que pensaba que era el amor de mi vida! Tienes razón, si las relaciones son sólidas, si hay auténtico cariño, la lejanía no puede destruir nada. Solo puede hacerte más fuerte. Sin duda, en esta historia solo yo veía algo auténtico y fuerte. ¡Qué tonta he sido!
—Lo siento… Pero, desgraciadamente, muchas veces los chicos son así. —Virginia estaba bastante enfadada y se desahogaba con la inocente almohada que estrechaba entre los brazos—. ¡Yo también salía hasta hace poco tiempo con un tío que parecía el príncipe azul, todo mimos y atenciones, y al final resultó que no era más que un cabrón al que le gustaba pasárselo bien con las prostitutas!
—¿En serio? ¡Es horrible!
—Al principio lo pasé muy mal, pero ya me he hecho a la idea. Si aceptas un consejo, no te fíes de los chicos italianos: están hechos en serie, todos están cortados con el mismo patrón. ¡Todos son iguales, todos son unos cabronazos!
A Ylenia le dio risa la exclamación de su amiga, pero la recriminó:
—No puedes meter a todos en el mismo saco. Comprendo que habrás sufrido mucho, pero estoy segura de que algún día encontraremos a un chico que sabrá cicatrizar las heridas que nos han dejado los otros.
—¡Baja de las nubes, princesa! Dejé de creer en esas cosas hace mucho tiempo.
—Entonces ¿no crees en el amor? ¿Y eso?
—Sí que creo en el amor, lo único que pasa es que no tengo mucha confianza en los chicos. ¡Son malas pécoras!
—Si no confías en los chicos, ¿cómo crees que podrás enamorarte de nuevo?
Siguieron unos minutos de silencio. Virginia volvió un momento con el corazón y con la mente a su situación familiar; luego respondió:
—Puede que tengas razón. La verdad es que debo decir que al separarse mis padres comprendí que el amor no es más que una gran ilusión. Todas las relaciones, hasta esas que parece que nunca pueden acabar, antes o después se van al traste. La gente quiere creer que ama y es amada solo porque siente la necesidad de aferrarse a algo, y al final resulta que una mujer llega hasta el extremo de anularse con tal de conservar sus ilusiones.
—¿Te refieres a tu madre?
Virginia asintió.
—Pese a que sabía desde hacía tiempo que mi padre la engañaba con otra, seguía viviendo con la esperanza de que un día las cosas volvieran a ser como antes. Pero lo cierto es que si el amor termina no hay forma de hacerlo renacer.
Ylenia guardó silencio, realmente no sabía qué decir, mientras Virginia proseguía:
—Hasta que un día mi padre salió y nunca volvió. Mi madre estuvo angustiada días enteros, pensando que le había pasado algo malo, pero un tiempo después descubrió que había huido a Francia con su amante. Desde entonces no hemos vuelto a tener noticias de él. Para mi madre fue un duro golpe, pero al final lo superó y rehízo su vida. Ahora tiene un nuevo compañero con el que vive en el sur. Hablamos a menudo, pero de todas formas la echo de menos. La verdad es que me gustaría que estuviese aquí, aunque para ella es demasiado doloroso vivir en Cecina, en la casa en la que pasó días felices con mi padre. Por eso prefiero sufrir un poco, pero por lo menos sé que ella es feliz. Nunca podría pedirle que volviera, después de todo lo que ha pasado.
—¿Y no puedes irte con ella?
—A lo mejor algún día, cuando mi hermano esté situado. Pero si me fuese ahora, no habría nadie que lo cuidase.
—¡Qué buena eres! —Ylenia tenía los ojos brillantes y se sorbía la nariz.
—Casi un año después de que mi padre se marchara conocí a mi ex novio, el único que me hizo olvidar mis problemas. Pero después descubrí lo que hacía todas las veces que yo no estaba con él. En ese momento decidí que nunca volvería a enamorarme de nadie. No necesito a un chico, estoy bien sola, mejor dicho, estoy mucho mejor sola.
Mientras hablaba, Virginia mantenía la cabeza gacha para ocultar su rostro, enrojecido por el esfuerzo de contener las lágrimas. Jugueteaba con las orlas de la almohada que había encontrado sobre la cama, tratando de que su tono fuera bajo y distante, casi como si aquella historia no tuviera nada que ver con ella.
Ylenia comprendió que Virginia debía de haber sufrido mucho en la vida. La habían traicionado varias veces, primero sus padres y luego su chico.
—Apuesto que te haré cambiar de idea sobre el amor.
Sonriendo, le cogió la mano y la obligó a mirarla a los ojos. Virginia tenía una expresión recelosa.
—Si te empeñas… ¡Pero te advierto que no será fácil! Soy muy cabezota y muy mayor para creer todavía en los cuentos de hadas.
Ylenia asintió sin responder nada, abrazándola con fuerza.
—¡Todavía no te conozco y ya te adoro!
A Virginia la dejó estupefacta esa muestra de cariño y guardó silencio.
—Te prometo que a partir de ahora te cuidaré y te defenderé de todo el mundo. No permitiré que nadie te vuelva a hacer daño. Seré tu guardaespaldas, tu ángel de la guarda —le dijo Ylenia con cara seria.
—¡No hace falta! Sé defenderme sola, ya he aprendido a hacerlo. En cambio, me parece que tú todavía tienes que pasar por muchas cosas…
Ylenia comprendió que nunca había sido consciente de su buena suerte: ella nunca había tenido esa clase de problemas, nunca había conocido la soledad ni el sufrimiento, sus padres nunca la habían traicionado. La vida siempre había sido generosa con ella, brindándole todo lo que era lícito desear. Aún no podía imaginarse que era precisamente lo más valioso, la salud, lo que le estaba negado. No podía saber cómo iban a ir las cosas, no podía prever cuánto iba a necesitar y cuán valiosa iba a serle la amistad de Virginia. La vida es así, revela a cada instante los secretos que guarda. Solo hay que esperar. Tener paciencia y esperar.
—Será mejor que me vaya. Mi hermano no tardará en volver y no le he dicho que iba a salir. Se preocupará si no me encuentra en casa.
A la vez que se levantaba de la cama Virginia dejó en su sitio la pobre almohada que le había servido de desahogo.
—Claro, te acompaño a la puerta.
Ylenia se levantó también y, tras calzarse, acompañó a Virginia hasta la planta baja. Virginia se detuvo en el salón para despedirse de los Luciani, quienes le pidieron que se quedara a cenar con su hermano. Ella rechazó la invitación amablemente, diciendo que lo más seguro era que estuviese muy cansado y que no tuviera ganas de compañía esa noche.
—Quizá en otra ocasión —dijo agradecida.
Luego, en el umbral de la puerta de casa, las dos chicas se despidieron.
—Mil gracias por la tarta y por los buenos consejos. Me ha encantado hablar contigo. ¡Estoy segura de que nos haremos grandes amigas!
—Lo espero de verdad.
—¡Estoy convencida!
Virginia sonrió y, tras despedirse nuevamente, se alejó por el camino. Ylenia esperó a que la muchacha hubiese cerrado la verja tras de sí para cerrar la puerta de casa. Luego fue al salón para charlar con su madre.
Después de cenar, sola en su habitación, vio su móvil por enésima vez con la esperanza de encontrar un mensaje, aunque solo fuera una llamada perdida, que le hiciese saber que él seguía pensando en ella y que no la había olvidado. Pero tuvo el enésimo desengaño, y cuando tras muchos titubeos decidió llamar hizo un amargo descubrimiento: una amable voz femenina informaba de que el número ya no estaba disponible. Presa del desconsuelo y de la decepción, tiró el móvil al suelo y pensó en las palabras de Virginia. Pensó en cuánta razón tenía su amiga: ella había creído en aquella historia, le había querido, se había entregado a él en cuerpo y alma, por primera vez. Con él había vivido momentos mágicos. Le había dicho que la quería y ahora se había deshecho de ella como si fuese un juguete viejo que ya no sirve para nada, sin darle una explicación siquiera.
Como en un cruel juego de manos había desaparecido en la nada, dejándola sola con un vacío en el alma.
«Quizá sea verdad, quizá el amor no existe, no es más que una ilusión…»
De golpe se levantó de la cama, fue al dormitorio de sus padres y cogió el teléfono inalámbrico. Regresó a su habitación y llamó a Ashley para desahogarse, porque tal vez ella, su mejor amiga desde que iba al parvulario, pudiera consolarla.
Juntas formaban una extraña pareja. Ella, alta, morena y con el pelo corto; Ashley, justo lo contrario, bajita, el pelo largo y rubio, los ojos azul celeste. Sin embargo, algo tenían en común: las dos estaban enamoradas del mismo chico. La diferencia residía en que Ashley estaba perfectamente al corriente de eso, e Ylenia no.
Ya se sabe, la mentira tiene las patas muy cortas. No hay motivo que te haga sentir la necesidad de contar la verdad. La sientes y punto. Tal vez porque tienes la conciencia tan sucia que no eres capaz de seguir así, entonces la cuentas. A veces te escondes detrás del auricular de un teléfono, porque es más fácil, porque no te deja mirar al otro a los ojos. Si además os separan muchos kilómetros, tanto mejor.
Y esperas que el otro te absuelva de tus pecados. Esperas que te comprenda. Lo cuentas todo de un tirón, cuentas lo que ha pasado, tratas de explicarte, dices que lo sientes. Que lo sientes un montón, que no pudiste evitarlo.
Ylenia no hablaba. Contenía la respiración. Estaba pálida. El corazón le latía a mil por hora mientras escuchaba la voz de Ashley, quien, entre lágrimas, le pedía perdón por todas las mentiras, por todos los embustes, por todas las veces que se habían visto a escondidas, por todas las veces que la había traicionado, porque ahora él le había dicho que la quería y ella necesitaba descargar su conciencia, después de lo que le había hecho a su mejor amiga. A su ex mejor amiga.
Finalizada la llamada, entre gritos, llantos, amenazas y desconsuelo, Ylenia sacó del cajón del escritorio su pequeño diario rosa. Lo abrió y con rabia empezó a arrancar las hojas, de una en una.
Ahora comprendía cómo debía de sentirse Virginia: traicionada, humillada, ofendida y espantosamente herida.
¡Su mejor amiga! ¡La había traicionado con su mejor amiga! Que solo ahora se había atrevido a confesar. Llevaban juntos desde hacía meses, y ella se había callado todo ese tiempo. ¿Y él? Él nunca había dicho nada, nunca se había atrevido. Sencillamente había desaparecido.
La de veces que Ylenia le había contado a Ashley sus dudas, sus miedos, la de veces que le había llorado sobre el hombro por el temor de que las sospechas que albergaba sobre él estuviesen fundadas… ¿Y ella? La consolaba, la reconfortaba, le decía que no fuera paranoica. ¡Qué valor! Y fingía ser su amiga.
Lo tiró todo a la papelera, y luego la papelera al suelo. Se metió bajó las mantas, prometiéndose no volver a enamorarse nunca de nadie. Incapaz de razonar, de aceptar, de dejar de llorar, de sollozar, incapaz de reaccionar. Incapaz de creérselo, de imaginárselo, con ese dolor desgarrador en el corazón que le quitaba la respiración, el hambre, el sueño, las ganas de vivir, dejándola abatida, postrada.
De un solo golpe había perdido a dos personas a las que había querido, pero ahora había aprendido la lección. Nunca volvería a dejar que nadie la hiriera de esa manera, porque era verdad, era como decía Virginia, «todos los chicos son iguales, todos son unos cabronazos, y no merece la pena perder el tiempo con ellos. ¡No existe el amor, no existe la amistad, no existe nada! La gente cree amar y ser amada. La gente se engaña. La gente da asco. El mundo da asco». Su vida daba asco.
Se levantó a por un pañuelo de papel y un vaso de agua, para calmarse, pero se apoderó de ella una sensación extraña. Las piernas le flaqueaban, ya no la sujetaban. La habitación daba vueltas y se le nublaba la vista. Tenía un sudor frío, le parecía que se quedaba sin aliento. Trató de agarrarse a la pared para no caerse al suelo, pero no tenía fuerzas en los brazos. Aunque abrió la boca para pedir ayuda, no pudo emitir siquiera un débil sonido. Luego, de repente, la oscuridad.
Entretanto, Ambra había ido a su dormitorio para llamar por teléfono. Al no encontrar el teléfono inalámbrico, fue a buscarlo a la habitación de su hija. A su lado, esparcidos por el suelo, vio los pedazos de las páginas arrancadas de su diario. Inmediatamente, como solo les pasa a las madres, comprendió qué había pasado. Sin dejarse llevar por el pánico, llamó a su marido, que fue corriendo al piso de arriba.
—¿Qué ha pasado?
—¡Ylenia ha vuelto a desmayarse!
Ambra estaba tratando de levantarla del suelo y de echarla sobre la cama con la ayuda de su marido.
—Voy por las sales. Tú quédate con ella.
Ambra corrió escaleras abajo.
Giorgio estrechó con fuerza contra su pecho a su hija, que seguía sin conocimiento, y empezó a llorar. Cada vez estaba peor. No quedaba mucho tiempo, había que darse prisa, encontrar un corazón nuevo. Tenía que salvarle la vida, incluso a costa de arrancarse él el suyo propio.
—¡Ya estoy aquí!
Ambra había vuelto. Giorgio se enjugó los ojos y se levantó de la cama para hacerle sitio al lado de su hija.
Ylenia no tardó en recobrarse. Cuando hubo pasado lo peor, los dos lanzaron un suspiro de alivio.
Ambra se quedó toda la noche en la habitación de su hija para cerciorarse de que no volvía a encontrarse mal y para tranquilizarla. No hacía más que repetirle que todo estaba bien y que no había nada de que preocuparse, que tenía que estar tranquila y descansar. Pero en su fuero interno, aunque no se atrevía a confesarlo, albergaba la atroz sospecha de que la expresión desesperada y la extraña actitud de su marido eran síntomas de una realidad mucho peor. Tenía la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo terrible.