11

A la mañana siguiente, para gran sorpresa de Claudio, desde el instante en que cruzó la verja del instituto, todos, hasta los chicos a los que no conocía, se pusieron a mirarlo riéndose en su cara. Pero lo más raro era seguramente el dibujo en el muro de enfrente de su casa. Reparó en él en cuanto salió del portal. Un dibujo llamativo, hecho con espray rojo fosforescente, que representaba un palo de escoba.

Claudio, medio dormido y como siempre un poco distraído, no prestó mucha atención al dibujo, y aún menos se le ocurrió que podía referirse a él. Ahora que en el instituto todos tenían ese extraño comportamiento, le había asaltado alguna duda inquietante.

Ale estaba apartado, rehuyendo a los compañeros para evitar preguntas y chismes, pero sobre todo por miedo a que saliese a relucir también su nombre. Aunque nadie le había dicho nada, estaba seguro de saber de qué se reían.

Cuando Claudio lo vio en el pasillo se acercó a él, feliz de encontrar por fin una cara amiga.

—¿Qué les pasa a todos hoy? ¡Parece que me he convertido en el hazmerreír del instituto!

—Anda, ¿qué habrá pasado? ¿Qué motivo puede haber para que te tomen el pelo?

Claudio se encogió de hombros.

—¿No recuerdas lo que te grité anoche?

—¿Anoche? ¿Cuándo?

Como siempre, estaba en la luna.

—¡Anoche, cuando te fuiste corriendo hacia esas «guapas señoritas», imbécil! ¿Por qué crees que te deseé buena suerte para hoy? ¿Qué creías, que nadie más que nosotros se iba a enterar de tu aventura? ¿No se te ocurrió que en cuanto llegáramos a casa alguien llamaría a medio mundo para contar tu hazaña?

—Quieres decir que el cabrón de Pietro…

—¡Exactamente! —Ale empezó a aplaudir con ironía—. ¡Por fin caes! Pondría la mano en el fuego. Con toda seguridad lo hizo después de que nos dejara en tu coche. Pese a todo, te diré que tampoco lo lamento tanto, puede que así no se te vuelva a ocurrir ir con esas, mejor dicho, con esos…

—… ¡putos! —terminó la frase un compañero que pasaba a su lado, gritando para que lo oyeran todos y carcajeándose con su grupito.

—¡Mira qué bochorno me haces pasar! —Ale le dio una palmada a su amigo.

—¿Y yo qué culpa tengo? ¿Cómo iba a saber que ese era un hijo de puta?

—¡Oye, ya está bien de hablar de putas a estas horas de la mañana! ¡Aunque mira que fue gracioso que encontraras a un superdotado en vez de a una señorita! ¡Menuda sorpresa, ¿eh?, ese palo de escoba!

Ale se partía de risa.

—Ahora por su culpa todos pensarán que soy una especie de maníaco pervertido… ¡Qué cabrón! ¡No creía que ese idiota tuviera la lengua como el culo! ¡Vaya papelón!

—Es un puñetero poli. Que al menos te sirva de lección…

—¿Cómo?

—¡Digo que al menos habrás aprendido la lección!

—No, ¿qué has dicho antes?

—¿Antes de qué?

—Antes de eso de la lección…

—Ah, que es un puñetero poli… Son dichos sicilianos. Mi padre tiene uno para cada ocasión.

—Muy bueno… ¡puñetero poli! Diría que da la idea de quién es, me gusta: ¡Pietro: el puñetero poli!

Claudio ya estaba maquinando su venganza. En ese preciso instante sonó la campana que anunciaba el principio de la primera hora de clase. Cuando los dos se disponían a entrar en el aula, los retuvo un compañero, que se les acercó y empezó a hablarles. Ale y Claudio se quedaron bastante sorprendidos, ya que ese chico solía estar siempre solo y casi nunca hablaba con nadie. Imaginándose el tema de conversación, Claudio se le adelantó.

—¡Oye, si tú también vienes a decirme lo depravado que soy, te lo puedes ahorrar, porque te aseguro que me he dado cuenta solo, así que te puedes largar!

Tras decir eso dio media vuelta y empezó a caminar hacia el aula. Tímidamente, el chico le dio alcance, se acercó a su oído y le susurró algo que Claudio no entendió.

—¿Qué has dicho? Oye, sube un poco la voz, no te he entendido; ¿de qué tienes miedo?

El chico miró primero alrededor, evidentemente abochornado, luego se acercó de nuevo, esta vez tratando de que también lo oyera Ale.

—¿Me lleváis con vosotros la próxima vez que vayáis?

—¿Adónde?

Claudio, que en realidad había comprendido a qué se refería el chico, de todas formas prefirió que hablara con claridad.

—A donde estuvisteis anoche… Yo también iba antes, pero hace mucho que no voy. Eso sí, una cosa, ¡yo quiero chicas de «verdad»!

Ale se echó a reír, y ya iba a decirle que se fuera, pero las palabras se le quedaron en los labios, porque Claudio se le adelantó.

—Vale, de acuerdo, se puede hacer. Pero tendrá que ser mañana por la noche, hoy no puedo. Quedemos a las nueve en punto en el local que hay aquí detrás, al lado del instituto. Como no seas puntual, no vamos a ningún sitio.

Ale, incrédulo, no tuvo tiempo de objetar nada, porque el chico ya se había ido corriendo, de lo más contento. Sin saber aún si reír o llorar, su amigo lo había cogido del brazo y lo estaba arrastrando hacia el aula.

Ale se paró de golpe y se soltó.

—¿Te has vuelto loco? ¿Piensas antes de hacer las cosas o esa cabezota que tienes está totalmente vacía? Entiendo tu empeño en «practicar» para no hacer el ridículo con una chica, pero ¿no crees que te estás pasando?

—Relájate, coño, ¡qué pesado te pones! ¡No pasa nada! ¡Al revés, a partir de pasado mañana se reirán de él y no de mí! Además, la verdad es que anoche me lo pasé bien. Aunque no hice nada todo el mundo habla de mí, así que por qué no hacerlo de verdad. Todo el mundo sabe qué ha pasado, de modo que por qué privarme de semejante experiencia. ¡Me convertiré en el rey del sexo!

—Si fuese tú no iría tan campante. De todas formas, ya me tienes harto, haz lo que quieras, total, tú solito te metes en líos. Pero ni se te ocurra pedirme que te acompañe. Y ahora vámonos, que ya es tarde…

En efecto, hacía varios minutos que la campana había sonado y ellos seguían hablando en el pasillo.

Ale empezó a andar, pero el otro se quedó parado donde estaba.

—¿Qué clase de amigo eres? ¿Qué significa esto? ¡Tú mañana vienes conmigo y no hay excusa que valga!

—No jodas, ya tienes con quién ir, no pienso ir a ninguna parte…

—¿Quién, ese chiquillo? ¡Si es un chavalín, todavía menor que nosotros! Además, ¿te has fijado en él? ¿Cómo quieres que me divierta con alguien así? ¡Venga! Paso a recogerte a las nueve menos cuarto. Y ahora démonos prisa, que es tarde.

—No me gusta ese tío, yo no voy si él te acompaña. —En realidad, Ale solo estaba buscando excusas, porque no le apetecía nada ir con Claudio.

—¡Uf! ¡Menos mal que eres mi mejor amigo! Pues iré solo. ¿Estás contento?

—¿Solo? ¿Qué vas a hacer solo? ¡De verdad, no has entendido nada!

—Entonces, ven conmigo.

—Y si luego resulta que ese es como Pietro, dime con qué cara me presento al día siguiente en el instituto.

—¡Hombre! Ese no abre la boca ni cuando los profesores le preguntan algo. Venga, por lo que más quieras, hazme este favor y no volveré a pedirte nada en lo que queda del curso.

—No.

—Por favor…

—Ni hablar.

—Te traeré al instituto y te llevaré a casa durante un mes.

—Qué bien, así no solo llegarás tarde tú, sino también yo, un plan sensacional…

Claudio permaneció unos segundos en silencio, sin saber si jugarse o no su última carta. Por fin se lanzó:

—Pues si no me acompañas, le contaré a todo el mundo que anoche estabas conmigo.

—Nadie te creerá.

—Es mi palabra contra la tuya.

—Justamente… ¡Mira que eres gilipollas! Esto se llama chantaje, ¿sabes?

—Ya, ¿ves hasta dónde me haces llegar? ¿Qué clase de amigo eres? Tengo que suplicarte para convencerte de que salgas conmigo.

—¡Uf! Vale, de acuerdo, acepto para que en lo que queda de día no me jodas más. —Ale estaba resignado—. Pero démonos prisa, que es tardísimo.

—Vale, vamos, y mil gracias, verás como no te arrepientes.

—Ya, seguro que no.

Echaron a correr por el pasillo, y cuando ya casi habían llegado al aula, Claudio paró de golpe.

—Eh, ¿qué coño haces? —Ale también se detuvo.

—¿Ayer estudiaste?

—Nunca he estudiado tanto en toda mi vida —contestó Ale, recordando la regañina de su padre del día anterior.

—Pues deja que copie los ejercicios antes de entrar en clase, porque no los he hecho.

Claudio retuvo a su amigo por la cazadora: Ale, en efecto, se disponía a llamar a la puerta del aula.

—¿Ejercicios? —preguntó retirando el brazo—. ¿De qué ejercicios hablas?

—¡Los de matemáticas, idiota!

Claudio apartó de la puerta a Ale, temiendo que la profesora los oyese.

—Pero si hoy es martes, y no tenemos matemáticas los martes.

—¿Qué dices? ¡Hoy es miércoles, memo! Tenemos matemáticas las dos primeras horas. ¡Despierta, bello durmiente!

Claudio lanzó una sonora carcajada.

—¡Chissst! ¿Quieres que nos oigan? ¡Joder, tienes razón!

Tras mirar la fecha en su reloj de pulsera, Ale se dio un manotazo en la frente.

—¡Hoy es miércoles! Estaba convencido de que era martes. ¿Y ahora qué hago? Como me suspendan otra vez, me juego la selectividad.

El muchacho trató de imaginarse cómo reaccionaría su padre ante semejante noticia. Nunca le habría creído que se había confundido de día, y ya se veía condenado a trabajos forzados, moviendo enormes piedras bajo el sol, empapado de sudor, muerto de sed y hambriento.

Se acordó del examen de historia del día anterior, que no había sido un examen propiamente dicho, sino una interpretación teatral: según él, los franceses no habían tomado la Bastilla, sino que se habían subido a la Bastilla, y Garibaldi había obligado a mil hombres a llevar camisa roja a saber por qué extraño motivo.

Si seguía así, a buen seguro tendría las puertas del teatro abiertas, pero otra cosa es que su padre valorara su talento.

—¡Joder, estoy acabado!

—Hagamos lo siguiente…

Tras reflexionar unos minutos, Claudio tuvo uno de sus típicos golpes de genio. Ale se asustó todavía más, porque sabía perfectamente, incluso por experiencia propia, que las ideas de su amigo no podían en ningún caso definirse como brillantes; es más, solían ocasionar problemas. Pero ya estaba resignado a lo peor.

—Veamos… —dijo abriendo los brazos y mirando hacia el cielo, como para hacer una silenciosa llamada de socorro.

—Podrías fingir que estás pachucho, así también justificaríamos el retraso.

Ale miró el reloj. Llevaban más de media hora de retraso.

—Podríamos decirle a la profe que te has sentido mal en el pasillo y que hemos ido al lavabo. De ese modo justificamos el retraso. Luego diremos que sigues pachucho, y unos minutos después necesitarás volver al lavabo y yo te acompañaré. Pasaremos ahí toda la hora y cuando volvamos la profe ya habrá terminado de hacer las preguntas; así yo también me habré salvado. ¿No es una idea genial?

Claudio podía imaginarse ya toda la escena. Lástima que Ale no la encontrara nada genial. Al revés, la idea le parecía disparatada, pero a esas alturas, con tal de salvarse, le daba lo mismo jugarse el todo por el todo.

—¡Bueno, intentemos hacer lo que dices, y que Dios nos ayude!

Se acercó a la puerta, pero antes de llamar se santiguó.

—¡Adelante!

La profesora, desde el interior del aula, los invitó a pasar. Claudio pasó primero, con su cara de pillo, y detrás de él Ale, que a duras penas trataba de fingir que se encontraba mal con la mano contra el estómago, quejándose y mirando el suelo por temor a que la profesora descubriese la patraña.

—¡Perdone el retraso, profesora! —empezó Claudio antes de darle tiempo de que abriera la boca—. Mi compañero se ha sentido mal esta mañana en el pasillo, de modo que he tenido que acompañarlo al lavabo y he esperado hasta que ha podido sostenerse en pie.

Sentada detrás de su mesa, la mujer no dijo nada, limitándose a asentir. Con un gesto les indicó luego a los chicos que se sentaran. En su fuero interno, Ale rogaba que todo saliera bien y que Claudio no hiciese una de las suyas. Se sentó en su sitio y apoyó la cabeza en el pupitre, procurando poner cara de dolor. Entonces, la profesora, mientras hojeaba las páginas del libro de calificaciones, preguntó:

—Y bien, ¿qué es lo que le pasa exactamente a nuestro Cutrò?

Ale abrió la boca para responder, pero Claudio se le adelantó.

—Problemas de estómago, creo. Hace poco ha vomitado hasta el alma…

Tras esas palabras, un murmullo general se elevó desde los pupitres. Los compañeros, que conocían bien tanto a Ale como a Claudio, intuían cuán poco de cierto había en aquello.

Ale seguía rogando que su amigo guardase silencio, porque estaba seguro de que, como siempre, no tardaría en meter la pata.

—¿No me diga? —La docente elevó la mirada del libro de calificaciones, y dirigiéndose a Ale añadió—: Se ve que ayer tuvo indigestión de ejercicios…

La ironía de la frase hizo que todos, incluido Claudio, rompieran a reír. Ale estaba empezando a tener sudores fríos y para escapar de esa situación pidió permiso para volver al lavabo con Claudio, con la excusa de que tenía náuseas y un fuerte dolor de estómago.

Aunque poco convencida, la profesora los dejó salir.

Apenas habían salido del aula cuando Ale lanzó un suspiro de alivio.

—¡Uf… creía que no iba a salir bien! Pero tampoco hacía falta que fueras tan trágico…

—¿Encima te quejas? Tendrías que darme las gracias, porque se notaba a la legua que estabas fingiendo. ¡O peor aún, de no ser por mí, la profe nos habría descubierto y nos habría preguntado por los ejercicios enseguida!

—Sí, claro…

—Mira que eres desagradecido…

—¿De qué hablas?, oye, que yo…

La discusión la interrumpió un hombre distinguido de unos cuarenta años, apuesto, con chaqueta y corbata, que les preguntó por el despacho del director. Ale y Claudio se apresuraron a decirle dónde estaba y en cuanto el hombre se alejó siguieron discutiendo animadamente.

Pocos minutos después, Giorgio Luciani, de regreso del despacho del director, volvió a pasar a su lado y se despidió de ellos, y una vez más les dio las gracias por las indicaciones.

—¿Ves a ese? Tiene que ser un pez gordo —dijo Ale.

—Pues sí, creo que esta vez tienes razón, solo hay que verle la ropa…

Lo siguieron con la vista, luego se asomaron por la ventana para ver qué coche tenía. Lo vieron alejarse en un Mercedes de gran cilindrada.

—¡Caray, ese tiene que estar forrado para permitirse un coche así! ¡No como nosotros dos, puñetas! Hay gente con suerte. A algunos les sobra el dinero, y otros apenas tienen. Qué injusticia, joder.

—Pues sí, ¿te imaginas que nosotros fuéramos en un coche así en vez de en mi cafetera? Tendríamos a las mujeres más guapas a nuestros pies…

—Ajá, de modo que tú mismo reconoces que tu coche es una pieza de museo.

—Vale, ¿y qué? ¡Eso no te da ningún derecho a criticarlo! Además, no eres más que un desagradecido. Da las gracias, anda, que a pesar de sus años mi coche te lleva a todas partes; de no ser por él tendrías que moverte a pie.

—¡Uf, qué plasta eres! Haz algo útil, mira por el ojo de la cerradura y fíjate en cómo van con las preguntas.

Claudio se agachó para curiosear lo que estaba ocurriendo en la clase por el pequeño agujero de la puerta, y tuvo la impresión de que la profesora ya no le estaba preguntando a nadie.

Con un gesto le indicó a Ale que se acercase y le dijo en voz baja:

—Creo que ya ha acabado, podemos pasar.

Tras decir eso llamó, esperó que le diera permiso, abrió y dijo:

—Profesora, Cutrò ya se encuentra algo mejor, ¿podemos entrar?

La mujer los observó durante un segundo, luego bajó la vista para repasar el libro de calificaciones que tenía abierto sobre su mesa. Ambos aprovecharon para contemplar a la joven profesora. No tenía más de treinta años y un físico impresionante, que resaltaban aún más la falda ceñida y la camiseta ajustada. Era alta y esbelta, y siempre llevaba zapatos de tacón. Tenía también una cara bonita, ojos muy grandes y un estupendo pelo negro azabache que le caía suelto sobre los hombros.

Claudio y Ale acababan de sentarse en su sitio y estaban cruzándose miradas cómplices, dando rienda suelta a su imaginación.

La profesora estropeó sus fantasías pidiéndole a Claudio que le enseñara su cuaderno de ejercicios. El chico asintió y, con gesto tranquilo, fingió que buscaba dentro de la mochila: por suerte era muy creativo y siempre tenía un montón de recursos.

Ale empalideció y, asustado, puso nuevamente la cabeza sobre el pupitre con la cara de dolor de antes.

—Lo siento, no lo encuentro. Creo que me lo he olvidado en casa. —Claudio se justificó así, rascándose la cabeza con aire afligido.

—Bueno, pero has hecho los ejercicios, ¿no?

—¡Claro! —mintió descaradamente.

—Entonces no tendrás ningún problema en desarrollarlos de nuevo en la pizarra, ¿no? Vamos, ven a hacer el ejercicio de la página ciento veinticinco, el número diez.

Ahora Claudio no sabía qué hacer, pero encontró otra excusa.

—Justo el que no he hecho, no lo he entendido…

—Vale, pues ven a hacer el ejercicio número once de la misma página.

—Ejem… Ese tampoco lo he hecho…

La profesora lo miró directamente a los ojos, se quitó las gafas y le pidió que dijera la verdad.

—Vale, está bien, en realidad no he hecho ninguno, no he podido…

La mujer no dijo nada y se limitó a marcar en el libro de calificaciones un dos, que pasó a engrosar una larga serie de malas notas. A la vista de su trayectoria, a buen seguro no iba a ser la última antes de final de curso.

Claudio bajó la vista al libro que tenía delante y ya no se atrevió a alzarla más durante el resto de la clase.

La mujer se dirigió luego a Ale.

—Y tú, Cutrò, ¿quieres venir a desarrollar algún ejercicio en la pizarra?

«Joder. Me ha pillado. Joder, ¿ahora qué le cuento? Qué horrible sensación la de saber que no sabes. Y pensar que ayer estudié. Al menos un cuarto de hora. Bueno, diez minutos. Pero ya es algo. ¿Qué voy a hacerle si no entiendo las matemáticas? ¿Qué voy a hacerle si creía que hoy era martes? Pero si lo cuento nadie me creerá. ¡Y solo es la segunda hora! ¡Vaya día de mierda! Ya, pero mientras tanto, ¿qué le digo a esta? Joder».

—¿Y bien, Cutrò? Estoy hablando contigo, ¿es que se te ha comido la lengua el gato?

«Oh, no, de eso nada, tengo lengua, si quieres te la enseño, pero como yo quiera, como me gusta a mí. ¡Ya veremos si después sabes mantenerte alejada de mi lengua!»

—La verdad es que todavía no me encuentro muy bien —fue la única respuesta que pudo pronunciar.

La profesora, soltando sobre su mesa el bolígrafo, que rodó por encima de las páginas del libro de calificaciones, regañó al muchacho elevando ligeramente el tono de voz.

—Espero que comprendas cuál es tu situación.

Luego cruzó las piernas, tratando de mantener una actitud severa.

—¡Es más, espero que los dos lo comprendáis! ¡Me refiero también a ti, Claudio! Estamos a mitad de curso y todavía no habéis respondido bien a ningún repaso, mejor dicho, nunca habéis venido a ningún repaso. Solo tenéis una serie de notas de mala preparación en el libro de calificaciones. ¿Sabéis que si seguís así no vais a ser admitidos en los exámenes? ¿Puede saberse cómo pensáis recuperar?

Ale, que tenía todavía la cabeza en el pupitre, se vio estimulado por el triángulo negro de las braguitas de encaje de la profesora, que solo él, desde esa posición, podía entrever en ese rápido movimiento de piernas.

«¿Que cómo pienso recuperar? ¿Y hace falta preguntarlo?»

—A lo mejor sexualmente…

Una extraña sensación lo asaltó en cuanto esas palabras se le pasaron por la cabeza. Era como si sobre él pesase algo, como si alguien le estuviese lanzando una mirada dura, violenta, llena de odio y de desprecio. Solo al alzar la mirada y cruzarse con la de la profesora, se dio cuenta de que había pensado en voz alta.

—¿Qué has dicho?

La profesora ahora estaba de pie al lado de su mesa.

Sin saber bien qué hacer, Ale masculló algo que nadie pudo entender, y ella se irritó todavía más.

—¡Sal inmediatamente! —gritó señalando la puerta, con la cara roja y con la voz temblando de cólera.

Mortificado, el chico se levantó y salió del aula en silencio, imaginándose condenado ya no a trabajos forzados, sino, en el mejor de los supuestos, directamente al patíbulo.