Al otro lado de la ciudad, Ale, Claudio y Pietro estaban buscando a unas chicas guapas con las que pasar la noche. Por la calle encontraron a tres que paseaban, reían y bromeaban entre ellas. Pietro se acercó con el coche, y Claudio, que estaba sentado delante, bajó la ventanilla e intentó llamar su atención.
—Eh, chicas, ¿qué decís de dar una vuelta en coche con nosotros?
Al oír que las llamaban, una de las chicas se volvió hacia Claudio.
—Perdona, ¿qué coche?
—¿Cómo que qué coche? ¡Este! —contestó el chico señalando el vehículo en el que iban.
Pietro, que no comprendía qué quería decir la desconocida, se arrimó a Claudio para que lo vieran.
Las tres rompieron a reír; Ale y sus amigos se miraron cortados, pero todo se aclaró cuando la más mona abrió la boca.
—O sea, que esto es un coche… ¡Creía que era una choza!
Y de nuevo se echaron a reír con ganas.
Ale se estiró en el asiento trasero, tratando de esconderse detrás de Claudio por la vergüenza. Las tres chicas siguieron su camino sin dignarse echar una mirada siquiera. Humillado, Pietro arrancó haciendo chirriar los neumáticos, y dio la vuelta en la primera esquina.
—A lo mejor deberíamos intentarlo con un coche nuevo.
—¡Yo creo lo mismo!
Claudio y Ale se miraron. Ambos sabían que ni con un Ferrari aquellas chicas se habrían dignado mirar a Pietro. Pero indudablemente él no se desanimaba por tan poco.
—¡Venga! ¿Ya os rendís? ¿Por tan poco? Sabed que con este coche he enamorado a las más bellas de Italia…
—¡Sí, del mundo! —le tomó el pelo Ale.
Lleno de una mal disimulada confianza en sí mismo y en su coche, Pietro convenció a sus amigos de seguir la búsqueda. Pasaron la noche cosechando humillantes rechazos y burlas de chicas guapísimas, y cuando ya no pudieron más, Ale suplicó a sus amigos que terminaran con esa tortura. Su autoestima estaba por los suelos.
Por el contrario, Pietro y Claudio estaban especialmente eufóricos esa noche, quizá a causa de las numerosas cervezas que habían tomado a lo largo del camino. Entonces Claudio tuvo una especie de golpe de genio.
—Pietro, se me ha ocurrido una idea fabulosa… ¡Gira a la derecha, en el próximo cruce!
El chico que conducía no respondió, limitándose a asentir. Enseguida intuyó las intenciones de su amigo e hizo lo que le pedía. Ale, en cambio, que no conocía bien esa zona de la ciudad, no conseguía explicarse aquel repentino cambio de rumbo.
—Pero ¿puede saberse adónde diablos queréis ir?
Los otros dos se miraron y rompieron a reír. Luego Claudio se volvió hacia su amigo con una sonrisita maliciosa dibujada en la cara.
—A un sitio estupendo, ahora lo verás, confía en nosotros.
Cada vez más confundido y menos convencido, Ale miró alrededor y no tardó mucho en comprender. La carretera estaba oscura, no había iluminación ni mucho tráfico. Aquel no era un buen barrio, y a los lados de la carretera había una especie de bosquecillo, ideal para apartarse. En ese preciso instante cayó en la cuenta de quién frecuentaba el lugar.
—¿Adónde coño vamos? Aquí es donde se ponen…
Antes de que pudiera terminar la frase, Pietro, excitadísimo, lo interrumpió:
—¡Las prostitutas!
Ale le lanzó una mirada llena de odio a Claudio, quien se justificó.
—¿Qué crees? Es solo para mirar, para echarnos unas risas, nada más que para eso. ¡Relájate, venga!
Ale quiso responder, pero se le cortó la respiración cuando Pietro, al reparar en dos mujeres semiocultas por un matorral a la derecha, empezó a señalarlas, soltando las manos del volante y la vista de la carretera.
—¡Mirad esas muñequitas, miradlas!
—Pero qué coño…
Rápidamente, Claudio, sin siquiera terminar la frase, cogió el volante, para evitar que el coche derrapara y se estrellara contra un muro.
—¡Agarra el volante, imbécil, y mira por dónde vas!
Ale nunca se había arrepentido tanto en toda su vida de no haberse quedado en casa.
—Ay, perdonad, pero ¿habéis visto a esas? ¡Estaban buenísimas!
—Si tú lo dices…
Pietro aminoró la marcha, y Claudio se pegó literalmente a la ventanilla para admirar a aquellas bellezas semidesnudas que esperaban en la cuneta la llegada de clientes, invitándolos a detenerse.
Aunque contrariado por la situación, Ale no pudo evitar echar también una mirada, sobre todo porque su amigo no hacía más que ensalzar la sensualidad y las formas de aquellas chicas. Por otra parte, podía entenderse el motivo de tanto entusiasmo: Claudio todavía no había tenido ocasión de hacer el amor con una mujer, y sentía el apremio de llegar a la meta de la «primera vez». Mejor dicho, al punto de partida más que a la meta.
Pietro avanzó otro tramo de carretera; luego Claudio le rogó que parara.
—Oye, ¿qué quieres hacer, te quieres ir con esas? ¿Estás loco? —Ale ahora estaba cabreadísimo—. ¡Vámonos, Pietro, venga, arranca!
El coche no se movió ni un milímetro. Pietro, en efecto, bastante divertido con la situación, había parado el coche unas manzanas más allá y no tenía ninguna intención de moverse.
—¡Oye, déjalo! ¿Es que eres su padre? Ya es bastante mayorcito para decidir solo lo que quiere hacer.
—Pues sí, Ale, métete en tus asuntos.
—¿Al menos tendrás preservativos? O eres tan capullo para arriesgarte a pillar algo…
Claudio echó una rápida ojeada a la cartera.
—La verdad es que no…
—¿No qué?
—¡Que no tengo!
—¡Pues no vas a ningún sitio!
Pietro ahora también estaba de acuerdo.
—Ale tiene razón… Comprendo que te lo quieras pasar bien; hasta ahí, vale, pero no tiene sentido que arriesgues tu vida por liarte con una de esas…
—Anda, qué bonitas palabras, te llamarán el Dante de los pobres…
—¡Lo siento, chicos, pero es más fuerte que yo, tengo que ir! ¡Ya es hora! Además, necesito practicar con una mujer experta; si no, ¿qué papelón voy a hacer cuando salga con una chica? ¡Me da miedo no ser capaz de satisfacerla, quedar como un inexperto! No quiero ser un novato… ¡eso ya me pasa en el instituto!
Claudio abrió la puerta e hizo ademán de bajar, pero Pietro lo retuvo.
—Espera un momento… yo debo de tener uno…
Pietro se puso a buscar en la cartera y Ale hizo lo mismo en su bolsillo. Pero su amigo lo detuvo.
—Déjalo, yo tengo… ¡Toma!
Pietro le tendió a Claudio el pequeño envoltorio plateado.
—Gracias, te debo un favor.
—No es nada, somos amigos.
Ale recelaba cada vez más de sus amigos. Estaba seguro de que tenían algún propósito raro. Mientras Claudio se alejaba a la carrera, se asomó por la ventanilla y le gritó:
—¡Haz lo que te parezca, y suerte mañana!
Tras lo cual se estiró en el asiento, cerró los ojos e intentó relajarse. Pietro hizo lo mismo.
Al oír las palabras de su amigo, Claudio se detuvo un momento. ¿«Suerte mañana»? ¿Qué quería decir?
Pero no se paró a reflexionar mucho, tan excitado como estaba por la situación. Ya nada podía desanimarlo, y, en efecto, después de encogerse de hombros y de echar una rápida ojeada a la cartera, siguió su carrera, feliz de brindarse un poco de placer.
Desde el coche, Pietro comentó el extraño aspecto físico de la prostituta con la que se estaba alejando Claudio, la cual, vista de frente parecía una chica realmente guapa, pero que por su «lado b» dejaba un poco que desear.
—¡Puede que tenga buenas tetas, pero también unos hombrazos que asustan!
—Pues sí, tampoco me convence su forma de andar…
Ale sabía que eso le convenía a su amigo: era su primera vez, y hacerlo con una chica normal —siendo inexperto— podía arruinarle la reputación; ya que no podía presumir de buena reputación, con una prostituta no podía fallar.
Estaba absorto en sus reflexiones cuando de golpe oyó los gritos de Claudio, que corría hacia el coche como si quisieran matarlo. Unos segundos después, vio a la musculosa prostituta persiguiéndolo descalza, con los zapatos de tacón alto en la mano.
—¡Arranca! ¡Arranca! ¡Marchémonos pitando de aquí!
Pietro, presa del pánico, puso el motor en marcha y salió corriendo sin siquiera darse cuenta de que Claudio no había llegado a subir.
—¡Pietro… para! ¡Has dejado fuera a Claudio!
—Ay, coño, tienes razón.
Pietro retrocedió, hizo subir a Claudio y volvió a partir haciendo rechinar los neumáticos.
—¡Corre!
—Pero ¿qué pasa?
—¡Sal de aquí, luego te lo explico!
Durante los primeros minutos de trayecto en el coche reinó el silencio; luego Claudio se decidió a hablar.
—Muchachos… ¡qué pesadilla! ¿Habéis visto qué tetas? ¡Quién iba a imaginarse que debajo escondía un palo de escoba!
Ale y Pietro empezaron a desternillarse de risa.
Claudio, abochornado, no pudo sino unirse a ellos.
—¡Jamás me hubiera imaginado que era un hombre!
—¡Uau! ¡A esa sí que no le faltaba nada!