Hospital San Elías, Bogotá, Colombia
Silencio en la habitación. El señor Luciani miraba alrededor, tratando de rebajar la tensión. Entraba poca luz por la ventana, probablemente a causa de las cortinas, que, al ser muy oscuras, impedían el paso de los rayos de sol.
Los muebles eran de caoba, de talla muy recargada, seguramente de época.
En las paredes había cuadros muy grandes, de diferentes estilos, colocados al azar, alguno un poco torcido; se diría que se llevaban a matar.
En una mesita de un rincón, junto a un pequeño Buda de madera, había una estatuilla de la Virgen con agua bendita.
Por último, en el suelo, una pesada alfombra persa daba a la habitación un aspecto todavía más sombrío y recargado.
«Es raro —pensó— que un médico tenga tan poco gusto en la decoración».
Pero en el fondo no era cosa suya ocuparse de los muebles.
Un leve tictac rompió el silencio: un viejo reloj en un rincón del escritorio, a lo mejor también comprado por azar.
Observó durante un instante al hombre que estaba sentado delante de él. Tenía la frente arrugada y examinaba con atención unas hojas. Casi parecía no prestarle atención.
En el intento de calmarse se puso en pie, se acercó a la ventana y con una mano retiró la cortina, casi como si quisiera descubrir un nuevo mundo.
Mientras se frotaba los músculos rígidos del hombro miró fuera, hacia la calle. Los coches pasaban raudos por el asfalto, con la prisa de ir quién sabe dónde, a hacer quién sabe qué. En la acera los peatones esperaban pacientemente a que el semáforo se pusiese verde para cruzar. Una madre estaba consolando a un niño que lloraba, a lo mejor quería un juguete nuevo. Unas chicas reían y bromeaban delante del escaparate de una tienda de ropa. Llevaban a la espalda la mochila del colegio, quizá se aprestaban a regresar a casa después de muchas horas de clases aburridas, o quizá quedaban con una amiga para estudiar juntas.
Destellos de vida lejanos, acunados por la música del tiempo, vidas que no nos pertenecen, pero que, por un motivo u otro, se cruzan con la nuestra. Ya, la nuestra.
El señor Luciani se dio cuenta de que su aliento había empañado la fina lámina de cristal, lo que le impedía seguir observando, y bajó la cortina como si fuera un telón.
Se preguntó qué hora era y miró el reloj: las 16.47.
Habían pasado más de diez minutos desde que había entrado en esa habitación. Quién sabe cuánto tendría aún que esperar.
Al volverse, advirtió que el doctor Kovacic lo estaba mirando con gesto más bien preocupado.
Suspiró él también; luego se dio ánimos y exclamó:
—¿Y bien, doctor?
Y volvió a sentarse en la silla.
—Por desgracia, lo que me dispongo a decirle no va a gustarle. He examinado atentamente los resultados de las últimas pruebas y…
Siguieron unos minutos de silencio. El señor Luciani comprendió que el médico estaba buscando las palabras apropiadas para afrontar el tema y empezó a jugar nerviosamente con los botones de la chaqueta.
Observó con atención a aquel hombre de barba y pelo entrecanos, buscando entre las arrugas de su rostro un destello de esperanza. Pero no lo encontró.
—Lo siento —continuó el doctor—, pero ya no hay nada que hacer. Seré sincero, no le queda mucho tiempo de vida.
Giorgio Luciani empalideció de pronto, sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies, trató de mantener la calma, pero por mucho que se esforzaba no pudo evitar que la voz le temblase mientras preguntaba:
—¿Cuánto… cuánto tiempo?
—Cinco…, seis meses a lo sumo. No más. La enfermedad avanza velozmente y, aunque parezca que no hay más síntomas, las pruebas en realidad son elocuentes. La situación se ha agravado mucho, el corazón está visiblemente dañado. Ya hemos hecho todo lo posible, de verdad, no quedan más opciones. A menos que…
El doctor Kovacic se interrumpió titubeante. No sabía si continuar hablando.
El aire de la habitación se hacía cada vez más pesado, casi irrespirable, y la tensión no le permitía a Luciani mantener su habitual compostura.
—¿A menos que…? —estalló nervioso por tanta vacilación—. Continúe, doctor, se lo ruego, a menos que… ¿qué?
El médico, que comprendía bien el estado de ánimo del hombre, decidió proseguir.
—Bien, verá, a decir verdad sí que habría una posibilidad, pero no quisiera darle falsas esperanzas; en realidad es muy difícil encontrar un corazón en tan poco tiempo, y además hay que tener en cuenta que…
El doctor Kovacic calló de nuevo y empezó a buscar nerviosamente algo en el cajón del escritorio.
Esa enésima interrupción puso todavía más a prueba los nervios del señor Luciani. Incapaz de permanecer sentado, se levantó de golpe y volvió a la ventana. Intuía que no iba a gustarle nada lo que se disponía a decirle. Por eso, casi como si quisiera evitar una respuesta que se anunciaba definitiva, apartó de nuevo la cortina y con voz temblorosa dijo:
—En fin, doctor, no consigo seguirlo, ¿qué está tratando de decirme, hay una esperanza?
—Por favor, cálmese y escúcheme… —respondió el especialista mientras cerraba el cajón, afligido por no haber encontrado lo que estaba buscando.
—Realmente sí, aunque remota, sí que habría una posibilidad: se podría intentar un trasplante. Sin embargo, como le decía, hay que tener en cuenta el hecho de que desgraciadamente en nuestro país hay muy pocos donantes, de modo que ya resulta difícil encontrar un corazón cuando se tiene tiempo. ¡Imagínese en su caso, cuando es cuestión de pocos meses! La única esperanza sería la de ir al extranjero, pero aquí se sumaría el problema de la nacionalidad.
—¿El problema de la nacionalidad? —repitió el señor Luciani—. ¿A qué se refiere?
—Me explicaré mejor. Aunque se trasladara a un país con un mayor número de donantes, siempre gozan de preferencia los ciudadanos del país; eso significa que usted tendría más posibilidades que aquí, pero no tantas como para albergar auténticas esperanzas. En definitiva, lo que estoy tratando de decirle es que a estas alturas solo la puede salvar un milagro. Me apena mucho, pero esta es la situación.
En silencio, el señor Luciani se volvió y miró de nuevo por la ventana. Una brisa fría hacía vibrar el cristal, sin penetrar en la habitación.
Elevó los ojos hacia el cielo, un cielo gris que amenazaba lluvia, adornado con nubes negras orladas por la luz rojiza del sol que se apresta al ocaso.
Mientras en su mente seguían sonando y repitiéndose, como un remolino imparable, las palabras del médico, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, como si se negase a colaborar.
Haciendo esfuerzos para mantener una aparente lucidez, sin volverse, decidió dar voz a esa idea que le rondaba en la cabeza pero que no se atrevía a expresar, tal vez por miedo a perder también la última esperanza.
—¿Cuál es la situación en Italia? —preguntó apretando los puños.
—¿Perdón? —contestó el médico, que no comprendía adónde quería llegar el señor Luciani.
—Quiero decir, ¿cuál es la situación en Italia en relación con la donación de órganos? —insistió.
—Bueno, verá, si no me equivoco, Italia se cuenta entre los países con mayor número de donantes. Pero ¿por qué me lo pregunta?
Giorgio Luciani no respondió.
Miró su débil reflejo en el cristal de la ventana. Un hombre como tantos otros, de unos cuarenta años, un honesto trabajador que tenía una familia que lo estaba esperando en casa, una esposa y una hija maravillosas a las que quería más que a nada en el mundo.
La vida, a fin de cuentas, hasta entonces solo le había dado alegrías. Añoraba ahora momentos que parecían lejanos e irrepetibles. Sabía perfectamente que esa serenidad por la que él y su familia habían luchado tanto había desaparecido para siempre.
El ruido de las gotas de lluvia que tamborileaban con insistencia sobre el cristal lo sacó de sus pensamientos. Un sonido que para él solía ser relajante y placentero ahora le parecía triste y amenazador.
Sin levantar la vista del suelo volvió al escritorio y recogió sus cosas de la silla, el abrigo y el maletín, del que sacó el paraguas.
Cuando ya estaba en la puerta, su hija lo había seguido por las escaleras de casa para dárselo, temiendo que lloviese y que se mojase.
—¡Papá! No querrás resfriarte… —había exclamado con los brazos en jarras y con una cara como la que ponía su madre cuando lo reñía.
Él le había dado un beso en la mejilla y la había abrazado con fuerza para darle las gracias.
Una pequeña e imperceptible sonrisa se dibujó en el rostro del señor Luciani cuando, mirando al especialista a los ojos, le preguntó:
—¿Usted cree en los milagros?
El médico no respondió a la pregunta y se encogió de hombros, como diciendo que no lo sabía. Luciani, ya en el umbral, sencillamente dijo:
—Yo sí. Mi familia y yo tenemos nacionalidad italiana.
Cerró la puerta tras de sí, bajó los pocos escalones que conducían a la calle y se encaminó hacia su casa.
Gotas de lágrimas amargas se mezclaban con la lluvia de aquella triste tarde de enero.